Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
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Laura413192
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Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
Hola me llamo Laura y despues de leer los libros de Nikki Heat (me an encantado por cierto) he pensado en los fans de la serie que no se los an leido. y bueno voy a subir los libros capitulo por capitulo (si veo que no lo lee nadie lo quito) bss
OLA DE CALOR
Capitulo 1
]Ella siempre hacía lo mismo antes de ir a ver el cadáver. Después de desabrocharse el cinturón de seguridad, después de sacar un bolígrafo de la goma de la visera para el sol, después de que sus largos dedos acariciaran sus caderas para sentir la comodidad de su ropa de trabajo, lo siguiente que hacía siempre era una pausa. No demasiado larga. Lo suficiente para hacer una inspiración lenta y profunda. Era lo único que necesitaba para recordar aquello que nunca podría olvidar. Otro cadáver la estaba esperando. Soltó el aire. Y cuando sintió los bordes ásperos del agujero que había dejado la parte de su vida que había volado por los aires, la detective Nikki Heat estuvo lista. Abrió la puerta del coche y se dispuso a hacer su trabajo.
Los treinta y ocho grados que le cayeron encima casi consiguieron que se volviera a meter en el coche. Nueva York era un horno, y el reblandecido asfalto de la 77 Oeste que estaba bajo sus pies hacía que tuviera la sensación de estar caminando sobre arena mojada. Podría haber evitado un poco el calor aparcando más cerca, pero ése era otro de los rituales: la aproximación. Todos los escenarios de un crimen tenían un regusto caótico, y esos doscientos metros caminando eran la única oportunidad de la detective para rellenar la página en blanco con sus propias impresiones.
Debido al calor achicharrante, la acera estaba casi vacía. El ajetreo de la hora de la comida en el barrio se había terminado, y los turistas se estaban refrescando en el Museo Americano de Historia Natural o buscando refugio en el Starbucks de bebidas heladas que terminaban en vocal. Aparcó su desdén por los bebedores de café, tomando nota mentalmente de coger uno ella misma cuando volviese a la comisaría. Unos pasos más adelante, se fijó en un portero del edificio de apartamentos situado en su mismo lado de la cinta de balizamiento que rodeaba la cafetería de la acera. Se había quitado la gorra y estaba sentado en los gastados peldaños de mármol con la cabeza entre las rodillas. Ella alzó la vista hacia el toldo verde botella cuando pasó a su lado, y leyó el nombre del edificio: Guilford.
¿Conocía a aquel hombre uniformado que le estaba sonriendo? Rápidamente repasó una serie de diapositivas de caras, pero lo dejó cuando se dio cuenta de que sólo estaba disfrutando de su vista. La detective Heat le devolvió la sonrisa y se abrió la americana de lino para darle algo más sobre lo que fantasear. La expresión de su cara cambió cuando vio la placa en la cintura del pantalón. La joven policía levantó la cinta amarilla para poder pasar por debajo y al levantarse lo pilló de nuevo mirándola de forma lasciva, así que no pudo resistirse.
—Le propongo un trato —dijo—. Yo vigilo mi culo y usted vigila a la gente.
La detective Nikki Heat entró en su escenario del crimen, más allá del atril de recepción vacío de la terraza de la cafetería. Todas las mesas de La Chaleur Belle estaban vacías excepto una, en la que el detective Raley, de su misma brigada, estaba sentado con una afectada familia con las caras quemadas por el sol que intentaba traducir del alemán una declaración. Su almuerzo, intacto, estaba lleno de moscas. Los gorriones, también ellos ávidos comensales al aire libre, estaban posados en los respaldos de los asientos y hacían atrevidos descensos en picado en busca de pommes frites. En la puerta de servicio, el detective Ochoa levantó la vista de su cuaderno y asintió rápidamente hacia ella mientras interrogaba a un ayudante de camarero que llevaba un delantal blanco manchado de sangre. El resto de los camareros estaban dentro del bar tomando una copa después de lo que habían presenciado. Heat miró hacia donde estaba arrodillada la médico forense, y no se lo pudo reprochar en absoluto.
—Varón no identificado, sin cartera, sin identificación alguna. Podría tener entre sesenta y sesenta y cinco años. Traumatismos contusos severos en cabeza, cuello y pecho.
Lauren Parry, con su mano enguantada, retiró la sábana para que su amiga Nikki pudiera ver el cadáver tendido en la acera. La detective echó un vistazo y apartó rápidamente la mirada.
—No tiene cara, así que peinaremos la zona en busca de alguna pieza dental; la verdad es que no hay mucho más que sirva para identificarlo después de un golpe así. ¿Es ahí donde aterrizó?
—Allí. —La forense señaló la zona reservada para los camareros de la cafetería, situada a unos cuantos metros de allí. Se había hundido con tanta fuerza que estaba partida en dos. Las violentas salpicaduras de hielo y sangre ya se habían cocido sobre la acera en los minutos transcurridos tras la caída. Mientras Heat daba unas cuantas vueltas por el lugar, se dio cuenta de que las sombrillas de la cafetería y las paredes de piedra del edificio también tenían manchas de sangre seca, hielo y trozos de servilletas de papel. Se acercó a los restos lo máximo que se atrevió sin contaminar el escenario y miró hacia arriba.
—It's Raining Men.
Nikki Heat ni siquiera se volvió. Se limitó a pronunciar su nombre, suspirando:
—Rook.
—Aleluya. —Continuó sonriendo hasta que ella, finalmente, miró hacia él, sacudiendo la cabeza—. ¿Qué? No pasa nada, no creo que pueda oírme.
Se preguntó qué habría hecho en su otra vida para tener que aguantar a ese tío. Y no era la primera vez durante ese mes que se lo preguntaba. Su trabajo ya era lo suficientemente duro si se hacía como era debido. Si encima se le añadía un periodista graciosillo que jugaba a ser policía, el día no se acababa nunca. Retrocedió hasta las jardineras que delimitaban el perímetro de la terraza y miró de nuevo hacia arriba. Rook la acompañó.
—Habría llegado antes si no fuera porque alguien no me llamó. Si no hubiera llamado a Ochoa, me lo habría perdido.
—Al parecer, las desgracias nunca vienen solas.
—Tu sarcasmo me deja sin palabras. Mira, no puedo documentarme para escribir mi artículo sobre lo mejor de Nueva York si no tengo acceso, y mi acuerdo con el inspector establece explícitamente que…
—Créeme, sé cuál es tu acuerdo. Lo he vivido día y noche. Llegas para observar todos mis homicidios como si fueras un detective de verdad que trabaja para ganarse la vida.
—Así que te olvidaste. Acepto tus disculpas.
—No me olvidé, y yo no he oído ninguna disculpa. Al menos no por mi parte.
—La he intuido. Subliminalmente.
—Algún día me vas a contar qué favor le has hecho al alcalde para que te permitan acompañarnos.
—Lo siento, detective Heat, soy periodista, y eso es estrictamente extraoficial.
—¿Decidiste no publicar un artículo que lo hacía quedar mal?
—Sí. Dios, siempre consigues sonsacarme. Pero no diré ni una palabra más.
El detective Ochoa finalizó el interrogatorio al ayudante de camarero, y Heat le hizo señas para que se acercara.
—Me he cruzado con un portero de este edificio que parecía estar teniendo un día muy malo. Ve a interrogarle; a ver si conoce a nuestro hombre anónimo.
Cuando se dio la vuelta, Rook tenía las manos enroscadas formando una especie de prismáticos de carne y hueso y miraba hacia el edificio de arriba, ignorando la cafetería.
—Yo diría que ha sido desde el balcón del sexto piso.
—Cuando escriba su artículo para la revista, puede poner el piso que más le plazca, señor Rook. ¿No es eso lo que hacéis los periodistas? ¿Especular? —Antes de que pudiera contestarle, ella puso el dedo índice sobre sus labios—. Pero nosotros no somos paparazzi. Somos la policía y, maldita sea, tenemos unas molestas cosas llamadas hechos que hay que esclarecer y acontecimientos que verificar. Y mientras intento hacer mi trabajo, ¿sería mucho pedir que muestres un poco de decoro?
—Claro. Ningún problema.
—Gracias.
—¿Jameson? ¿Jameson Rook? —Rook y Heat se dieron la vuelta y vieron a una chica detrás de la cinta de señalización haciendo señas y dando saltos para llamar su atención—. ¡Oh, Dios mío, es él, es Jameson Rook! —Rook sonrió y la saludó con la mano, lo que sólo consiguió que su fan se emocionara aún más y acabara cruzando por debajo de la cinta amarilla.
—¡Eh, no, atrás! —La detective Heat hizo señas a un par de agentes, pero la mujer de la camiseta de escote halter y los vaqueros cortados ya había cruzado la línea y se estaba acercando a Rook—. Este es el escenario de un crimen, no puede estar aquí.
—¿Podría al menos firmarme un autógrafo?
Heat sopesó si aquello resultaba conveniente. La última vez que había intentado librarse de una de sus fans, se enzarzó en una discusión de diez minutos. Luego se había pasado una hora redactando una respuesta a la queja oficial de la mujer. Los fans con estudios son los peores. Asintió hacia los policías y esperaron.
—Lo vi ayer por la mañana en The View. Dios mío, es incluso más guapo en persona. —Estaba rebuscando en su bolso de paja, pero mantenía la mirada clavada en él—. Después del programa salí corriendo a comprar la revista para poder leer su artículo, ¿lo ve? —Sacó el último número de First Press. En la foto de portada aparecían Rook y Bono en un dispensario en África—. Aquí tengo un rotulador.
—Perfecto. —Él lo cogió y le pidió la revista.
—No, fírmeme aquí. —Dio un paso adelante y separó el escote de su camiseta.
Rook sonrió.
—Creo que voy a necesitar más tinta.
La mujer estalló en carcajadas y agarró del brazo a Nikki Heat.
—¿Lo ve? Por eso es mi escritor preferido.
Pero Heat estaba concentrada en las escaleras de la entrada principal del Guilford, donde el detective Ochoa daba unas compasivas palmadas en el hombro al portero. Abandonó la sombra del toldo, pasó por debajo de la cinta y se acercó a ella.
—El portero dice que nuestra víctima vivía en este edificio. En el sexto piso.
Nikki oyó a Rook carraspear detrás de ella, pero no se dio la vuelta. O se estaba regodeando, o estaba firmándole en el pecho a una groupie. Y a ella no le apetecía ver ninguna de las dos cosas.
Una hora más tarde, en el solemne caos del apartamento, la detective Heat, la personificación de la paciencia comprensiva, estaba sentada en una silla antigua tapizada frente a la esposa y al hijo de siete años de la víctima. Un cuaderno azul de espiral, como los de los periodistas, descansaba cerrado sobre sus rodillas. Su natural pose erguida de bailarina y su mano caída sobre el reposabrazos de madera tallada le daban un aire de majestuosa serenidad. Cuando pilló a Rook mirándola fijamente desde el otro lado de la habitación, se dio la vuelta y se puso a analizar el Jackson Pollock que había en la pared de enfrente. Pensó en cuánto se parecían las salpicaduras de pintura a las del mandil del ayudante de camarero de abajo y, aunque intentó detenerlo, su cerebro de policía empezó a reproducir el vídeo que había grabado del reservado de los camareros destrozado, de las caras desencajadas de los camareros traumatizados y de la furgoneta del juez de instrucción yéndose con el cadáver del magnate inmobiliario Matthew Starr.
Heat se preguntaba si Starr se había suicidado. La economía, o más bien la falta de ella, había desencadenado un montón de tragedias colaterales. Cualquier día normal el país parecía a una vuelta de llave de que la camarera de un hotel descubriera el suicidio o asesinato-suicidio del siguiente director de una empresa o magnate. ¿Era el ego un antídoto? En lo que se refería a los promotores inmobiliarios de Nueva York, no es que Matthew Starr escribiera el libro sobre el ego, pero lo que estaba claro era que sí había hecho un ensayo. Eterno perdedor en la carrera de pegar su nombre en el exterior de cualquier cosa con tejado, había que reconocerle a Starr que continuara intentándolo.
Y a juzgar por su residencia, había estado capeando el temporal magníficamente en un apartamento de lujo de dos pisos en un edificio emblemático justo al lado de Central Park West. Todos los muebles eran antiguos o de diseño; el salón era una gran estancia de casi dos pisos de altura, y las paredes estaban llenas hasta el techo abovedado de obras de arte de coleccionista. Apostaba la cabeza a que nadie dejaba menús de comida a domicilio ni folletos de cerrajeros en su portal.
El sonido de una risa amortiguada desvió la atención de Nikki Heat hacia el balcón donde los detectives Raley y Ochoa, un dúo cariñosamente condensado como «los Roach», estaban trabajando. Kimberly Starr acunaba a su hijo en un largo abrazo y no pareció oírlo. Heat se disculpó y atravesó la sala deslizándose dentro y fuera de los estanques de luz que descendían desde las ventanas superiores, proyectando un aura sobre ella. Esquivó a los forenses, que empolvaban las puertas acristaladas y salió al balcón mientras abría su cuaderno por una hoja en blanco.
—Fingid que estamos tomando notas. —Raley y Ochoa intercambiaron miradas confusas y luego se acercaron más a ella—. Os he oído reíros desde dentro.
—Vaya… —dijo Ochoa. Se estremeció y la gota de sudor que colgaba de la punta de su nariz cayó sobre la página.
—Escuchadme. Sé que para vosotros esto no es más que otro escenario de un crimen, pero para la familia es el primero que viven. ¿Me estáis oyendo? Bien. —Se giró a medias hacia la puerta, y volvió—. Y cuando nos vayamos quiero oír ese chiste. Podría resultarme útil.
Cuando Heat volvió a entrar, la niñera se estaba llevando al hijo de Kimberly fuera de la habitación.
—Saca un rato a Matty a la calle, Agda. Pero no por la puerta principal. ¿Me has oído? Por la puerta principal, no. —Cogió otro pañuelo de papel y se sonó delicadamente.
Agda se detuvo en el arco que daba al pasillo.
—Hoy hace demasiado calor para él en el parque. —La niñera escandinava era muy atractiva y podría haber sido la hermanastra de Kimberly. Una comparación que hizo a Heat considerar la diferencia de edad entre Kimberly Starr, a la que le echaba unos veintiocho años, y su difunto marido, un hombre de sesenta y pico. Sin duda se trataba de una mujer florero.
La solución de Matty fue el cine. Estaba en cartel la nueva película de Pixar y, aunque ya había ido al estreno, quería volver. Nikki tomó nota para llevar a su sobrina a verla el fin de semana. La pequeña adoraba las películas de animación. Casi tanto como Nikki. Nada como una sobrina para tener la excusa perfecta para pasarse dos horas disfrutando de la inocencia pura y dura. Matty Starr se fue tras despedirse de forma insegura con la mano, como sintiendo que algo no encajaba, aunque hasta el momento le habían ahorrado las noticias de las que ya tendría tiempo de enterarse.
—Una vez más, señora Starr, lamento su pérdida.
—Gracias, detective —dijo con una voz de ultratumba. Se sentó de forma remilgada, se alisó los pliegues de su vestido de tirantes y luego esperó, inmóvil, a excepción del pañuelo de papel que retorcía distraídamente en su regazo.
—Sé que éste no es el mejor momento, pero tengo que hacerle algunas preguntas.
—Lo entiendo. —De nuevo esa voz abandonada, mesurada, lejana… ¿y qué más?, se preguntó Heat. Sí, recatada.
La detective le quitó el capuchón al bolígrafo.
—¿Estaban aquí usted o su hijo cuando sucedió?
—No, gracias a Dios. Habíamos salido. —Nikki hizo una breve anotación y cruzó las manos. Kimberly esperó, haciendo rodar una cuenta de ónix negro de su collar de David Yurman. Luego llenó el silencio—: Fuimos a Dino-Bites, en Amsterdam. Tomamos sopa de alquitrán helada. En realidad es helado de chocolate derretido con gomisaurios. Matty adora la sopa de alquitrán.
Rook se sentó en la orejera Chippendale, tapizada en tul, frente a Heat.
—¿Sabe si había alguien más en casa?
—No, creo que no. —Parecía como si acabara de reparar en él—. ¿Nos conocemos? Me resulta familiar.
Heat se apresuró a cerrar ese flanco.
—El señor Rook es periodista. Escribe en una revista y está trabajando con nosotros en algo extraoficial. Muy extraoficial.
—Un periodista… No irá a escribir un artículo sobre mi marido, ¿verdad?
—No. No específicamente. Sólo estoy haciendo una investigación general sobre esta brigada.
—Mejor, porque a mi marido no le habría gustado. Creía que todos los periodistas eran unos gilipollas.
Nikki Heat le dijo que la entendía perfectamente, aunque a quien estaba mirando era a Rook. Luego continuó.
—¿Había notado usted algún cambio en el estado de ánimo o en el comportamiento de su marido últimamente?
—Matt no se ha suicidado, no siga por ahí. —Su postura recatada y pija se esfumó en un destello de enfado.
—Señora Starr, sólo queremos tener en cuenta todas las…
—¡No siga! Mi marido me amaba, y también a nuestro hijo. Amaba la vida. Estaba construyendo un edificio bajo de uso mixto con tecnología ecológica, por el amor de Dios. —Unas gotas de sudor afloraron bajo los laterales de su flequillo—. ¿Por qué se dedica a preguntar estupideces cuando podría estar buscando a su asesino?
La agente Heat dejó que se desahogara. Había vivido esto suficientes veces como para saber que los más serenos eran los que tenían una ira más efervescente. ¿O se estaba acordando de cuando ella misma había estado sentada en circunstancias similares, con diecinueve años, cuando de repente todo su mundo explotó a su alrededor? ¿Había liberado ella toda su rabia, o simplemente le había puesto una tapa?
—Es verano, maldita sea, deberíamos estar en los Hamptons. Esto no habría sucedido si hubiéramos estado en Stormfall. —A eso se le llamaba tener dinero. No era una simple propiedad en East Hampton. Stormfall estaba en primera línea de playa, aislado y al lado de Seinfeld con vistas parciales a Spielberg—. Odio esta ciudad —gritó Kimberly—. La odio, la odio. ¿Éste qué es, el asesinato número trescientos en lo que va de año? Como si no os olvidarais de ellos al instante —jadeó para terminar, aparentemente. Heat cerró su cuaderno y rodeó la mesa de centro para sentarse al lado de ella en el sofá.
—Por favor, escúcheme. Sé lo difícil que resulta esto.
—No, no lo sabe.
—Me temo que sí. —Esperó a que el significado de sus palabras hiciera mella en Kimberly antes de continuar—. Los asesinatos no son simples números para mí. Una persona ha muerto. Un ser querido. Alguien con quien creía que iba a cenar esta noche se ha ido. Un pequeño ha perdido a su padre. Alguien es responsable de ello. Y tiene mi palabra de que resolveré el caso.
Ablandada, o tal vez en estado de shock, Kimberly asintió y preguntó si podían continuar más tarde.
—Ahora mismo lo único que quiero es estar con mi hijo.
Los dejó en el piso para que continuaran con la investigación.
—Siempre me he preguntado de dónde vienen todas esas Marthas Stewart —comentó Rook cuando la señora Starr se hubo marchado—. Las deben de criar en una granja secreta de Connecticut.
—Gracias por no interrumpir mientras se estaba desahogando.
Rook se encogió de hombros.
—Me gustaría poder atribuirlo a mi sensibilidad, pero en realidad la culpa fue del sillón. Es difícil para un hombre tener credibilidad rodeado de tul. Pero bueno, ahora que se ha ido, ¿te importa que te diga que hay algo en ella que no me gusta?
—No me extraña, después de lo que dijo sobre tu «profesión»… Con toda la razón del mundo. —Heat se dio la vuelta por si su sonrisa interna se reflejaba en su cara, y se dirigió de nuevo hacia el balcón.
Él la acompaño.
—Por favor, tengo dos Pulitzer, no necesito su respeto. —Ella lo miró de reojo—. Aunque me gustaría haberle dicho que la serie de artículos que escribí sobre el mes que pasé bajo tierra con los rebeldes chechenos van a ser llevados a la gran pantalla.
—¿Y por qué no lo hiciste? Tu autoensalzamiento podría haberla distraído del hecho de que su marido acaba de tener una muerte violenta.
Salieron al calor abrasador de la tarde, gracias al cual las camisas de Raley y Ochoa estaban empapadas en sudor.
—¿Qué habéis encontrado, Roach?
—Definitivamente no ha sido un suicidio —dijo Raley—. Para empezar, fíjate en los desconchones frescos de pintura y en la piedra desmenuzada. Alguien abrió esta puerta de cristal sin demasiada delicadeza, como en el transcurso de una pelea.
—Y segundo —Ochoa tomó el relevo—, hay marcas de arañazos desde la puerta a lo largo de los… ¿qué es esto?
—Ladrillos de terracota —dijo Rook.
—Eso es. Conservan las marcas muy bien, ¿eh? Y luego siguen hasta aquí. —Se detuvo en la barandilla—. Aquí es donde nuestro hombre salió volando.
Los cuatro se asomaron para mirar hacia abajo.
—Caray —dijo Rook—, seis pisos de caída. Son seis, ¿no, chicos?
—Déjalo, Rook —dijo Heat.
—Y aquí está nuestro testigo. —Ochoa se puso de rodillas para señalar algo en la barandilla con su bolígrafo—. Tenéis que acercaros más. —Se echó hacia atrás para dejarle espacio a Heat, que se arrodilló para ver qué estaba señalando—. Es un trozo de tela rota. El friqui del Departamento Forense dice que el resultado del análisis seguramente será tela vaquera azul. La víctima no llevaba pantalones vaqueros, así que esto pertenece a otra persona.
Rook se arrodilló al lado de ella para echar un vistazo.
—Por ejemplo al que se lo cepilló. —Heat asintió, al igual que Rook. Se volvieron para mirarse y ella se sobresaltó ligeramente por su proximidad, pero no retrocedió. Nariz con nariz con él en medio de aquel calor, ella sostuvo la mirada y observó la danza de la luz del sol reflejada en sus ojos. Luego pestañeó. Mierda, pensó, ¿qué era aquello? No podía sentirse atraída por aquel tío. Ni de broma.
La detective Heat se puso en pie rápidamente, con brusquedad y sin contemplaciones.
—¿Roach? Quiero que investiguéis los antecedentes de Kimberly Starr. Y comprobad su coartada de esa heladería de Amsterdam.
—Así que tú también tienes una mala corazonada sobre la desconsolada viuda, ¿eh? —dijo Rook, levantándose tras ella.
—Yo no me guío por corazonadas, soy policía. —Y se apresuró a entrar en el apartamento.
Más tarde, mientras bajaban en el ascensor, les preguntó a sus detectives:
—Vale, ¿qué era aquello tan gracioso por lo que estuve a punto de estrangularos a ambos con mis propias manos? Ya sabéis que me han entrenado para hacerlo.
—Nada, sólo estábamos espabilándonos un poco, ya sabes —contestó Ochoa.
—Sí, no era nada —corroboró Raley.
Dejaron pasar dos pisos en silencio y luego ambos empezaron a tararear en voz baja It's Raining Men antes de partirse de risa.
—¿Eso? ¿De eso era de lo que os reíais?
—Puede que éste sea el momento de mayor orgullo de toda mi vida —dijo Rook.
Mientras volvían a salir al calor abrasador para reunirse bajo el toldo de Guilford, Rook comentó:
—Ni os imagináis quién escribió esa canción.
—Yo no conozco a nadie que escriba canciones, tío —admitió Raley.
—Seguro que a éste sí.
—¿Elton John?
—Incorrecto.
—¿Una pista?
El grito de una mujer rompió el ruido de la hora punta de la ciudad y Nikki Heat saltó a la acera mientras volvía la cabeza para mirar al edificio.
—¡Allí! —dijo el portero, señalando hacia Columbus—, ¡es la señora Starr!
Heat siguió su mirada hacia la esquina, donde un corpulento hombre agarraba a Kimberly Starr por los hombros y la lanzaba contra un escaparate. Se oyó un estruendo, pero el cristal no se rompió.
Nikki salió corriendo con los otros tres pisándole los talones. Agitó su placa y gritó a los peatones que se apartasen mientras zigzagueaba entre la multitud que acababa de salir de trabajar. Raley cogió su radio y pidió refuerzos.
—¡Alto, policía! —gritó Heat.
En la fracción de segundo de sorpresa del agresor, Kimberly le lanzó una patada a la ingle que no alcanzó su objetivo. El hombre se dio a la fuga y ella cayó retorciéndose sobre el asfalto.
—Ochoa —ordenó Heat, señalando a Kimberly mientras ella pasaba de largo. Ochoa se detuvo para atenderla.
Raley y Rook siguieron a Heat, esquivando coches en el cruce de la 77. Un autobús turístico hizo un giro no permitido y les bloqueó el paso. Heat rodeó corriendo la parte trasera del vehículo, atravesando una nube de humo del tubo de escape para salir a la acera adoquinada que rodeaba el complejo del museo.
Ni rastro de él. Redujo su carrera a un trote y luego a un paso ligero cruzando desde Evelyn hasta la 78. Raley estaba aún hablando por la radio tras ella, dando su localización y la descripción del hombre: «… varón caucásico, treinta y cinco, poco pelo, metro ochenta y cinco, camisa blanca de manga corta, vaqueros…».
En la 81 con Columbus, Heat se detuvo y giró en redondo. El reflejo del sudor hacía brillar su pecho dibujando una «V» en la parte delantera de su camiseta. La agente no mostraba signos de fatiga, sólo de estar en estado de alerta, mirando en todas direcciones, tratando de avistar al hombre, aunque fuera de lejos, para salir corriendo de nuevo.
—No estaba en tan buena forma —dijo Rook, jadeando ligeramente—. No puede haber ido muy lejos.
Ella se giró hacia él, un poco impresionada por encontrarlo aún allí. Y también ligeramente contrariada.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí, Rook?
—Cuatro ojos ven más que dos, detective.
—Raley, yo cubriré Central Park West y rodearé el museo. Tú coge la 81 hasta Amsterdam y da la vuelta por la 79.
—Allá voy. —Atravesó a contracorriente la multitud del centro de la ciudad en Columbus.
—¿Y yo qué?
—¿No se te ha ocurrido pensar que puede que en este momento esté demasiado ocupada para hacer de canguro? Si quieres servir de ayuda, coge ese par de ojos extra y vete a ver cómo está Kimberly Starr.
Lo dejó en la esquina sin mirar atrás. Heat necesitaba toda su concentración y no quería interferencias, no por parte de él. Esa carrera ya estaba siendo demasiado agotadora. ¿Y qué pasaba con la historia aquella del balcón? Lo de acercarse a su cara como en un anuncio de colonia de Vanity Fair, uno de esos anuncios que prometen el tipo de amor que la vida nunca parece proporcionar. Menos mal que se largó de aquel pequeño cuadro. Aun así, se preguntaba si tal vez había sido un poco dura con él.
Se dio la vuelta para ver dónde estaba Rook. Al principio no conseguía verlo, pero luego lo localizó hacia la mitad de Columbus. ¿Qué demonios estaba haciendo agachado tras aquella maceta? Parecía estar espiando a alguien. Ella saltó la valla del parque para perros y atajó por el césped, a paso vivo, hacia donde estaba él. Entonces vio al señor Camisa Blanca y Vaqueros saliendo del contenedor de la entrada trasera del complejo del museo. Ella echó a correr hacia allí. Rook estaba delante y se quedó de pie tras su maceta. El tipo lo esquivó y salió volando hacia el acceso para vehículos, desapareciendo en el túnel de servicio. Nikki Heat lo llamó, pero Rook ya estaba corriendo para meterse en la entrada subterránea tras el agresor.
Ella soltó una maldición y saltó la reja del otro extremo del parque para perros para seguirlos.
[b]
OLA DE CALOR
Capitulo 1
]Ella siempre hacía lo mismo antes de ir a ver el cadáver. Después de desabrocharse el cinturón de seguridad, después de sacar un bolígrafo de la goma de la visera para el sol, después de que sus largos dedos acariciaran sus caderas para sentir la comodidad de su ropa de trabajo, lo siguiente que hacía siempre era una pausa. No demasiado larga. Lo suficiente para hacer una inspiración lenta y profunda. Era lo único que necesitaba para recordar aquello que nunca podría olvidar. Otro cadáver la estaba esperando. Soltó el aire. Y cuando sintió los bordes ásperos del agujero que había dejado la parte de su vida que había volado por los aires, la detective Nikki Heat estuvo lista. Abrió la puerta del coche y se dispuso a hacer su trabajo.
Los treinta y ocho grados que le cayeron encima casi consiguieron que se volviera a meter en el coche. Nueva York era un horno, y el reblandecido asfalto de la 77 Oeste que estaba bajo sus pies hacía que tuviera la sensación de estar caminando sobre arena mojada. Podría haber evitado un poco el calor aparcando más cerca, pero ése era otro de los rituales: la aproximación. Todos los escenarios de un crimen tenían un regusto caótico, y esos doscientos metros caminando eran la única oportunidad de la detective para rellenar la página en blanco con sus propias impresiones.
Debido al calor achicharrante, la acera estaba casi vacía. El ajetreo de la hora de la comida en el barrio se había terminado, y los turistas se estaban refrescando en el Museo Americano de Historia Natural o buscando refugio en el Starbucks de bebidas heladas que terminaban en vocal. Aparcó su desdén por los bebedores de café, tomando nota mentalmente de coger uno ella misma cuando volviese a la comisaría. Unos pasos más adelante, se fijó en un portero del edificio de apartamentos situado en su mismo lado de la cinta de balizamiento que rodeaba la cafetería de la acera. Se había quitado la gorra y estaba sentado en los gastados peldaños de mármol con la cabeza entre las rodillas. Ella alzó la vista hacia el toldo verde botella cuando pasó a su lado, y leyó el nombre del edificio: Guilford.
¿Conocía a aquel hombre uniformado que le estaba sonriendo? Rápidamente repasó una serie de diapositivas de caras, pero lo dejó cuando se dio cuenta de que sólo estaba disfrutando de su vista. La detective Heat le devolvió la sonrisa y se abrió la americana de lino para darle algo más sobre lo que fantasear. La expresión de su cara cambió cuando vio la placa en la cintura del pantalón. La joven policía levantó la cinta amarilla para poder pasar por debajo y al levantarse lo pilló de nuevo mirándola de forma lasciva, así que no pudo resistirse.
—Le propongo un trato —dijo—. Yo vigilo mi culo y usted vigila a la gente.
La detective Nikki Heat entró en su escenario del crimen, más allá del atril de recepción vacío de la terraza de la cafetería. Todas las mesas de La Chaleur Belle estaban vacías excepto una, en la que el detective Raley, de su misma brigada, estaba sentado con una afectada familia con las caras quemadas por el sol que intentaba traducir del alemán una declaración. Su almuerzo, intacto, estaba lleno de moscas. Los gorriones, también ellos ávidos comensales al aire libre, estaban posados en los respaldos de los asientos y hacían atrevidos descensos en picado en busca de pommes frites. En la puerta de servicio, el detective Ochoa levantó la vista de su cuaderno y asintió rápidamente hacia ella mientras interrogaba a un ayudante de camarero que llevaba un delantal blanco manchado de sangre. El resto de los camareros estaban dentro del bar tomando una copa después de lo que habían presenciado. Heat miró hacia donde estaba arrodillada la médico forense, y no se lo pudo reprochar en absoluto.
—Varón no identificado, sin cartera, sin identificación alguna. Podría tener entre sesenta y sesenta y cinco años. Traumatismos contusos severos en cabeza, cuello y pecho.
Lauren Parry, con su mano enguantada, retiró la sábana para que su amiga Nikki pudiera ver el cadáver tendido en la acera. La detective echó un vistazo y apartó rápidamente la mirada.
—No tiene cara, así que peinaremos la zona en busca de alguna pieza dental; la verdad es que no hay mucho más que sirva para identificarlo después de un golpe así. ¿Es ahí donde aterrizó?
—Allí. —La forense señaló la zona reservada para los camareros de la cafetería, situada a unos cuantos metros de allí. Se había hundido con tanta fuerza que estaba partida en dos. Las violentas salpicaduras de hielo y sangre ya se habían cocido sobre la acera en los minutos transcurridos tras la caída. Mientras Heat daba unas cuantas vueltas por el lugar, se dio cuenta de que las sombrillas de la cafetería y las paredes de piedra del edificio también tenían manchas de sangre seca, hielo y trozos de servilletas de papel. Se acercó a los restos lo máximo que se atrevió sin contaminar el escenario y miró hacia arriba.
—It's Raining Men.
Nikki Heat ni siquiera se volvió. Se limitó a pronunciar su nombre, suspirando:
—Rook.
—Aleluya. —Continuó sonriendo hasta que ella, finalmente, miró hacia él, sacudiendo la cabeza—. ¿Qué? No pasa nada, no creo que pueda oírme.
Se preguntó qué habría hecho en su otra vida para tener que aguantar a ese tío. Y no era la primera vez durante ese mes que se lo preguntaba. Su trabajo ya era lo suficientemente duro si se hacía como era debido. Si encima se le añadía un periodista graciosillo que jugaba a ser policía, el día no se acababa nunca. Retrocedió hasta las jardineras que delimitaban el perímetro de la terraza y miró de nuevo hacia arriba. Rook la acompañó.
—Habría llegado antes si no fuera porque alguien no me llamó. Si no hubiera llamado a Ochoa, me lo habría perdido.
—Al parecer, las desgracias nunca vienen solas.
—Tu sarcasmo me deja sin palabras. Mira, no puedo documentarme para escribir mi artículo sobre lo mejor de Nueva York si no tengo acceso, y mi acuerdo con el inspector establece explícitamente que…
—Créeme, sé cuál es tu acuerdo. Lo he vivido día y noche. Llegas para observar todos mis homicidios como si fueras un detective de verdad que trabaja para ganarse la vida.
—Así que te olvidaste. Acepto tus disculpas.
—No me olvidé, y yo no he oído ninguna disculpa. Al menos no por mi parte.
—La he intuido. Subliminalmente.
—Algún día me vas a contar qué favor le has hecho al alcalde para que te permitan acompañarnos.
—Lo siento, detective Heat, soy periodista, y eso es estrictamente extraoficial.
—¿Decidiste no publicar un artículo que lo hacía quedar mal?
—Sí. Dios, siempre consigues sonsacarme. Pero no diré ni una palabra más.
El detective Ochoa finalizó el interrogatorio al ayudante de camarero, y Heat le hizo señas para que se acercara.
—Me he cruzado con un portero de este edificio que parecía estar teniendo un día muy malo. Ve a interrogarle; a ver si conoce a nuestro hombre anónimo.
Cuando se dio la vuelta, Rook tenía las manos enroscadas formando una especie de prismáticos de carne y hueso y miraba hacia el edificio de arriba, ignorando la cafetería.
—Yo diría que ha sido desde el balcón del sexto piso.
—Cuando escriba su artículo para la revista, puede poner el piso que más le plazca, señor Rook. ¿No es eso lo que hacéis los periodistas? ¿Especular? —Antes de que pudiera contestarle, ella puso el dedo índice sobre sus labios—. Pero nosotros no somos paparazzi. Somos la policía y, maldita sea, tenemos unas molestas cosas llamadas hechos que hay que esclarecer y acontecimientos que verificar. Y mientras intento hacer mi trabajo, ¿sería mucho pedir que muestres un poco de decoro?
—Claro. Ningún problema.
—Gracias.
—¿Jameson? ¿Jameson Rook? —Rook y Heat se dieron la vuelta y vieron a una chica detrás de la cinta de señalización haciendo señas y dando saltos para llamar su atención—. ¡Oh, Dios mío, es él, es Jameson Rook! —Rook sonrió y la saludó con la mano, lo que sólo consiguió que su fan se emocionara aún más y acabara cruzando por debajo de la cinta amarilla.
—¡Eh, no, atrás! —La detective Heat hizo señas a un par de agentes, pero la mujer de la camiseta de escote halter y los vaqueros cortados ya había cruzado la línea y se estaba acercando a Rook—. Este es el escenario de un crimen, no puede estar aquí.
—¿Podría al menos firmarme un autógrafo?
Heat sopesó si aquello resultaba conveniente. La última vez que había intentado librarse de una de sus fans, se enzarzó en una discusión de diez minutos. Luego se había pasado una hora redactando una respuesta a la queja oficial de la mujer. Los fans con estudios son los peores. Asintió hacia los policías y esperaron.
—Lo vi ayer por la mañana en The View. Dios mío, es incluso más guapo en persona. —Estaba rebuscando en su bolso de paja, pero mantenía la mirada clavada en él—. Después del programa salí corriendo a comprar la revista para poder leer su artículo, ¿lo ve? —Sacó el último número de First Press. En la foto de portada aparecían Rook y Bono en un dispensario en África—. Aquí tengo un rotulador.
—Perfecto. —Él lo cogió y le pidió la revista.
—No, fírmeme aquí. —Dio un paso adelante y separó el escote de su camiseta.
Rook sonrió.
—Creo que voy a necesitar más tinta.
La mujer estalló en carcajadas y agarró del brazo a Nikki Heat.
—¿Lo ve? Por eso es mi escritor preferido.
Pero Heat estaba concentrada en las escaleras de la entrada principal del Guilford, donde el detective Ochoa daba unas compasivas palmadas en el hombro al portero. Abandonó la sombra del toldo, pasó por debajo de la cinta y se acercó a ella.
—El portero dice que nuestra víctima vivía en este edificio. En el sexto piso.
Nikki oyó a Rook carraspear detrás de ella, pero no se dio la vuelta. O se estaba regodeando, o estaba firmándole en el pecho a una groupie. Y a ella no le apetecía ver ninguna de las dos cosas.
Una hora más tarde, en el solemne caos del apartamento, la detective Heat, la personificación de la paciencia comprensiva, estaba sentada en una silla antigua tapizada frente a la esposa y al hijo de siete años de la víctima. Un cuaderno azul de espiral, como los de los periodistas, descansaba cerrado sobre sus rodillas. Su natural pose erguida de bailarina y su mano caída sobre el reposabrazos de madera tallada le daban un aire de majestuosa serenidad. Cuando pilló a Rook mirándola fijamente desde el otro lado de la habitación, se dio la vuelta y se puso a analizar el Jackson Pollock que había en la pared de enfrente. Pensó en cuánto se parecían las salpicaduras de pintura a las del mandil del ayudante de camarero de abajo y, aunque intentó detenerlo, su cerebro de policía empezó a reproducir el vídeo que había grabado del reservado de los camareros destrozado, de las caras desencajadas de los camareros traumatizados y de la furgoneta del juez de instrucción yéndose con el cadáver del magnate inmobiliario Matthew Starr.
Heat se preguntaba si Starr se había suicidado. La economía, o más bien la falta de ella, había desencadenado un montón de tragedias colaterales. Cualquier día normal el país parecía a una vuelta de llave de que la camarera de un hotel descubriera el suicidio o asesinato-suicidio del siguiente director de una empresa o magnate. ¿Era el ego un antídoto? En lo que se refería a los promotores inmobiliarios de Nueva York, no es que Matthew Starr escribiera el libro sobre el ego, pero lo que estaba claro era que sí había hecho un ensayo. Eterno perdedor en la carrera de pegar su nombre en el exterior de cualquier cosa con tejado, había que reconocerle a Starr que continuara intentándolo.
Y a juzgar por su residencia, había estado capeando el temporal magníficamente en un apartamento de lujo de dos pisos en un edificio emblemático justo al lado de Central Park West. Todos los muebles eran antiguos o de diseño; el salón era una gran estancia de casi dos pisos de altura, y las paredes estaban llenas hasta el techo abovedado de obras de arte de coleccionista. Apostaba la cabeza a que nadie dejaba menús de comida a domicilio ni folletos de cerrajeros en su portal.
El sonido de una risa amortiguada desvió la atención de Nikki Heat hacia el balcón donde los detectives Raley y Ochoa, un dúo cariñosamente condensado como «los Roach», estaban trabajando. Kimberly Starr acunaba a su hijo en un largo abrazo y no pareció oírlo. Heat se disculpó y atravesó la sala deslizándose dentro y fuera de los estanques de luz que descendían desde las ventanas superiores, proyectando un aura sobre ella. Esquivó a los forenses, que empolvaban las puertas acristaladas y salió al balcón mientras abría su cuaderno por una hoja en blanco.
—Fingid que estamos tomando notas. —Raley y Ochoa intercambiaron miradas confusas y luego se acercaron más a ella—. Os he oído reíros desde dentro.
—Vaya… —dijo Ochoa. Se estremeció y la gota de sudor que colgaba de la punta de su nariz cayó sobre la página.
—Escuchadme. Sé que para vosotros esto no es más que otro escenario de un crimen, pero para la familia es el primero que viven. ¿Me estáis oyendo? Bien. —Se giró a medias hacia la puerta, y volvió—. Y cuando nos vayamos quiero oír ese chiste. Podría resultarme útil.
Cuando Heat volvió a entrar, la niñera se estaba llevando al hijo de Kimberly fuera de la habitación.
—Saca un rato a Matty a la calle, Agda. Pero no por la puerta principal. ¿Me has oído? Por la puerta principal, no. —Cogió otro pañuelo de papel y se sonó delicadamente.
Agda se detuvo en el arco que daba al pasillo.
—Hoy hace demasiado calor para él en el parque. —La niñera escandinava era muy atractiva y podría haber sido la hermanastra de Kimberly. Una comparación que hizo a Heat considerar la diferencia de edad entre Kimberly Starr, a la que le echaba unos veintiocho años, y su difunto marido, un hombre de sesenta y pico. Sin duda se trataba de una mujer florero.
La solución de Matty fue el cine. Estaba en cartel la nueva película de Pixar y, aunque ya había ido al estreno, quería volver. Nikki tomó nota para llevar a su sobrina a verla el fin de semana. La pequeña adoraba las películas de animación. Casi tanto como Nikki. Nada como una sobrina para tener la excusa perfecta para pasarse dos horas disfrutando de la inocencia pura y dura. Matty Starr se fue tras despedirse de forma insegura con la mano, como sintiendo que algo no encajaba, aunque hasta el momento le habían ahorrado las noticias de las que ya tendría tiempo de enterarse.
—Una vez más, señora Starr, lamento su pérdida.
—Gracias, detective —dijo con una voz de ultratumba. Se sentó de forma remilgada, se alisó los pliegues de su vestido de tirantes y luego esperó, inmóvil, a excepción del pañuelo de papel que retorcía distraídamente en su regazo.
—Sé que éste no es el mejor momento, pero tengo que hacerle algunas preguntas.
—Lo entiendo. —De nuevo esa voz abandonada, mesurada, lejana… ¿y qué más?, se preguntó Heat. Sí, recatada.
La detective le quitó el capuchón al bolígrafo.
—¿Estaban aquí usted o su hijo cuando sucedió?
—No, gracias a Dios. Habíamos salido. —Nikki hizo una breve anotación y cruzó las manos. Kimberly esperó, haciendo rodar una cuenta de ónix negro de su collar de David Yurman. Luego llenó el silencio—: Fuimos a Dino-Bites, en Amsterdam. Tomamos sopa de alquitrán helada. En realidad es helado de chocolate derretido con gomisaurios. Matty adora la sopa de alquitrán.
Rook se sentó en la orejera Chippendale, tapizada en tul, frente a Heat.
—¿Sabe si había alguien más en casa?
—No, creo que no. —Parecía como si acabara de reparar en él—. ¿Nos conocemos? Me resulta familiar.
Heat se apresuró a cerrar ese flanco.
—El señor Rook es periodista. Escribe en una revista y está trabajando con nosotros en algo extraoficial. Muy extraoficial.
—Un periodista… No irá a escribir un artículo sobre mi marido, ¿verdad?
—No. No específicamente. Sólo estoy haciendo una investigación general sobre esta brigada.
—Mejor, porque a mi marido no le habría gustado. Creía que todos los periodistas eran unos gilipollas.
Nikki Heat le dijo que la entendía perfectamente, aunque a quien estaba mirando era a Rook. Luego continuó.
—¿Había notado usted algún cambio en el estado de ánimo o en el comportamiento de su marido últimamente?
—Matt no se ha suicidado, no siga por ahí. —Su postura recatada y pija se esfumó en un destello de enfado.
—Señora Starr, sólo queremos tener en cuenta todas las…
—¡No siga! Mi marido me amaba, y también a nuestro hijo. Amaba la vida. Estaba construyendo un edificio bajo de uso mixto con tecnología ecológica, por el amor de Dios. —Unas gotas de sudor afloraron bajo los laterales de su flequillo—. ¿Por qué se dedica a preguntar estupideces cuando podría estar buscando a su asesino?
La agente Heat dejó que se desahogara. Había vivido esto suficientes veces como para saber que los más serenos eran los que tenían una ira más efervescente. ¿O se estaba acordando de cuando ella misma había estado sentada en circunstancias similares, con diecinueve años, cuando de repente todo su mundo explotó a su alrededor? ¿Había liberado ella toda su rabia, o simplemente le había puesto una tapa?
—Es verano, maldita sea, deberíamos estar en los Hamptons. Esto no habría sucedido si hubiéramos estado en Stormfall. —A eso se le llamaba tener dinero. No era una simple propiedad en East Hampton. Stormfall estaba en primera línea de playa, aislado y al lado de Seinfeld con vistas parciales a Spielberg—. Odio esta ciudad —gritó Kimberly—. La odio, la odio. ¿Éste qué es, el asesinato número trescientos en lo que va de año? Como si no os olvidarais de ellos al instante —jadeó para terminar, aparentemente. Heat cerró su cuaderno y rodeó la mesa de centro para sentarse al lado de ella en el sofá.
—Por favor, escúcheme. Sé lo difícil que resulta esto.
—No, no lo sabe.
—Me temo que sí. —Esperó a que el significado de sus palabras hiciera mella en Kimberly antes de continuar—. Los asesinatos no son simples números para mí. Una persona ha muerto. Un ser querido. Alguien con quien creía que iba a cenar esta noche se ha ido. Un pequeño ha perdido a su padre. Alguien es responsable de ello. Y tiene mi palabra de que resolveré el caso.
Ablandada, o tal vez en estado de shock, Kimberly asintió y preguntó si podían continuar más tarde.
—Ahora mismo lo único que quiero es estar con mi hijo.
Los dejó en el piso para que continuaran con la investigación.
—Siempre me he preguntado de dónde vienen todas esas Marthas Stewart —comentó Rook cuando la señora Starr se hubo marchado—. Las deben de criar en una granja secreta de Connecticut.
—Gracias por no interrumpir mientras se estaba desahogando.
Rook se encogió de hombros.
—Me gustaría poder atribuirlo a mi sensibilidad, pero en realidad la culpa fue del sillón. Es difícil para un hombre tener credibilidad rodeado de tul. Pero bueno, ahora que se ha ido, ¿te importa que te diga que hay algo en ella que no me gusta?
—No me extraña, después de lo que dijo sobre tu «profesión»… Con toda la razón del mundo. —Heat se dio la vuelta por si su sonrisa interna se reflejaba en su cara, y se dirigió de nuevo hacia el balcón.
Él la acompaño.
—Por favor, tengo dos Pulitzer, no necesito su respeto. —Ella lo miró de reojo—. Aunque me gustaría haberle dicho que la serie de artículos que escribí sobre el mes que pasé bajo tierra con los rebeldes chechenos van a ser llevados a la gran pantalla.
—¿Y por qué no lo hiciste? Tu autoensalzamiento podría haberla distraído del hecho de que su marido acaba de tener una muerte violenta.
Salieron al calor abrasador de la tarde, gracias al cual las camisas de Raley y Ochoa estaban empapadas en sudor.
—¿Qué habéis encontrado, Roach?
—Definitivamente no ha sido un suicidio —dijo Raley—. Para empezar, fíjate en los desconchones frescos de pintura y en la piedra desmenuzada. Alguien abrió esta puerta de cristal sin demasiada delicadeza, como en el transcurso de una pelea.
—Y segundo —Ochoa tomó el relevo—, hay marcas de arañazos desde la puerta a lo largo de los… ¿qué es esto?
—Ladrillos de terracota —dijo Rook.
—Eso es. Conservan las marcas muy bien, ¿eh? Y luego siguen hasta aquí. —Se detuvo en la barandilla—. Aquí es donde nuestro hombre salió volando.
Los cuatro se asomaron para mirar hacia abajo.
—Caray —dijo Rook—, seis pisos de caída. Son seis, ¿no, chicos?
—Déjalo, Rook —dijo Heat.
—Y aquí está nuestro testigo. —Ochoa se puso de rodillas para señalar algo en la barandilla con su bolígrafo—. Tenéis que acercaros más. —Se echó hacia atrás para dejarle espacio a Heat, que se arrodilló para ver qué estaba señalando—. Es un trozo de tela rota. El friqui del Departamento Forense dice que el resultado del análisis seguramente será tela vaquera azul. La víctima no llevaba pantalones vaqueros, así que esto pertenece a otra persona.
Rook se arrodilló al lado de ella para echar un vistazo.
—Por ejemplo al que se lo cepilló. —Heat asintió, al igual que Rook. Se volvieron para mirarse y ella se sobresaltó ligeramente por su proximidad, pero no retrocedió. Nariz con nariz con él en medio de aquel calor, ella sostuvo la mirada y observó la danza de la luz del sol reflejada en sus ojos. Luego pestañeó. Mierda, pensó, ¿qué era aquello? No podía sentirse atraída por aquel tío. Ni de broma.
La detective Heat se puso en pie rápidamente, con brusquedad y sin contemplaciones.
—¿Roach? Quiero que investiguéis los antecedentes de Kimberly Starr. Y comprobad su coartada de esa heladería de Amsterdam.
—Así que tú también tienes una mala corazonada sobre la desconsolada viuda, ¿eh? —dijo Rook, levantándose tras ella.
—Yo no me guío por corazonadas, soy policía. —Y se apresuró a entrar en el apartamento.
Más tarde, mientras bajaban en el ascensor, les preguntó a sus detectives:
—Vale, ¿qué era aquello tan gracioso por lo que estuve a punto de estrangularos a ambos con mis propias manos? Ya sabéis que me han entrenado para hacerlo.
—Nada, sólo estábamos espabilándonos un poco, ya sabes —contestó Ochoa.
—Sí, no era nada —corroboró Raley.
Dejaron pasar dos pisos en silencio y luego ambos empezaron a tararear en voz baja It's Raining Men antes de partirse de risa.
—¿Eso? ¿De eso era de lo que os reíais?
—Puede que éste sea el momento de mayor orgullo de toda mi vida —dijo Rook.
Mientras volvían a salir al calor abrasador para reunirse bajo el toldo de Guilford, Rook comentó:
—Ni os imagináis quién escribió esa canción.
—Yo no conozco a nadie que escriba canciones, tío —admitió Raley.
—Seguro que a éste sí.
—¿Elton John?
—Incorrecto.
—¿Una pista?
El grito de una mujer rompió el ruido de la hora punta de la ciudad y Nikki Heat saltó a la acera mientras volvía la cabeza para mirar al edificio.
—¡Allí! —dijo el portero, señalando hacia Columbus—, ¡es la señora Starr!
Heat siguió su mirada hacia la esquina, donde un corpulento hombre agarraba a Kimberly Starr por los hombros y la lanzaba contra un escaparate. Se oyó un estruendo, pero el cristal no se rompió.
Nikki salió corriendo con los otros tres pisándole los talones. Agitó su placa y gritó a los peatones que se apartasen mientras zigzagueaba entre la multitud que acababa de salir de trabajar. Raley cogió su radio y pidió refuerzos.
—¡Alto, policía! —gritó Heat.
En la fracción de segundo de sorpresa del agresor, Kimberly le lanzó una patada a la ingle que no alcanzó su objetivo. El hombre se dio a la fuga y ella cayó retorciéndose sobre el asfalto.
—Ochoa —ordenó Heat, señalando a Kimberly mientras ella pasaba de largo. Ochoa se detuvo para atenderla.
Raley y Rook siguieron a Heat, esquivando coches en el cruce de la 77. Un autobús turístico hizo un giro no permitido y les bloqueó el paso. Heat rodeó corriendo la parte trasera del vehículo, atravesando una nube de humo del tubo de escape para salir a la acera adoquinada que rodeaba el complejo del museo.
Ni rastro de él. Redujo su carrera a un trote y luego a un paso ligero cruzando desde Evelyn hasta la 78. Raley estaba aún hablando por la radio tras ella, dando su localización y la descripción del hombre: «… varón caucásico, treinta y cinco, poco pelo, metro ochenta y cinco, camisa blanca de manga corta, vaqueros…».
En la 81 con Columbus, Heat se detuvo y giró en redondo. El reflejo del sudor hacía brillar su pecho dibujando una «V» en la parte delantera de su camiseta. La agente no mostraba signos de fatiga, sólo de estar en estado de alerta, mirando en todas direcciones, tratando de avistar al hombre, aunque fuera de lejos, para salir corriendo de nuevo.
—No estaba en tan buena forma —dijo Rook, jadeando ligeramente—. No puede haber ido muy lejos.
Ella se giró hacia él, un poco impresionada por encontrarlo aún allí. Y también ligeramente contrariada.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí, Rook?
—Cuatro ojos ven más que dos, detective.
—Raley, yo cubriré Central Park West y rodearé el museo. Tú coge la 81 hasta Amsterdam y da la vuelta por la 79.
—Allá voy. —Atravesó a contracorriente la multitud del centro de la ciudad en Columbus.
—¿Y yo qué?
—¿No se te ha ocurrido pensar que puede que en este momento esté demasiado ocupada para hacer de canguro? Si quieres servir de ayuda, coge ese par de ojos extra y vete a ver cómo está Kimberly Starr.
Lo dejó en la esquina sin mirar atrás. Heat necesitaba toda su concentración y no quería interferencias, no por parte de él. Esa carrera ya estaba siendo demasiado agotadora. ¿Y qué pasaba con la historia aquella del balcón? Lo de acercarse a su cara como en un anuncio de colonia de Vanity Fair, uno de esos anuncios que prometen el tipo de amor que la vida nunca parece proporcionar. Menos mal que se largó de aquel pequeño cuadro. Aun así, se preguntaba si tal vez había sido un poco dura con él.
Se dio la vuelta para ver dónde estaba Rook. Al principio no conseguía verlo, pero luego lo localizó hacia la mitad de Columbus. ¿Qué demonios estaba haciendo agachado tras aquella maceta? Parecía estar espiando a alguien. Ella saltó la valla del parque para perros y atajó por el césped, a paso vivo, hacia donde estaba él. Entonces vio al señor Camisa Blanca y Vaqueros saliendo del contenedor de la entrada trasera del complejo del museo. Ella echó a correr hacia allí. Rook estaba delante y se quedó de pie tras su maceta. El tipo lo esquivó y salió volando hacia el acceso para vehículos, desapareciendo en el túnel de servicio. Nikki Heat lo llamó, pero Rook ya estaba corriendo para meterse en la entrada subterránea tras el agresor.
Ella soltó una maldición y saltó la reja del otro extremo del parque para perros para seguirlos.
[b]
Última edición por lauracastlebeckett el Miér Mar 07, 2012 5:33 am, editado 2 veces
Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
Guay! interesante! empeze a leerlo pero me aburri...aunque todo merece una segunda oportunidad!
sigue!
sigue!
Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
kate&castle! escribió:Guay! interesante! empeze a leerlo pero me aburri...aunque todo merece una segunda oportunidad!
sigue!
Graciias por leer subire el siguente capitulo ahora
Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
Capítulo 2
Los pasos de Nikki Heat resonaban tras ella por el túnel de hormigón mientras corría. El pasadizo era ancho y alto, lo suficientemente grande para que entraran camiones con los materiales para las exposiciones de los dos museos del complejo: el Museo Americano de Historia Natural y el Centro Rose de la Tierra y el Espacio, o lo que es lo mismo, el Planetario. La luz anaranjada de las lámparas de vapor de sodio aportaba una buena iluminación, aunque ella no podía ver lo que estaba sucediendo más allá, al otro lado de la curva de la pared. Tampoco se cruzó con ningún otro visitante y, al girar, supo por qué.
El túnel no tenía salida, acababa en un muelle de carga y allí no había nadie. Subió a grandes zancadas hasta la plataforma de carga, en la que había dos puertas: una para el Museo de Historia Natural a la derecha, y otra para el Planetario a la izquierda. Hizo una elección zen y empujó la barra de la puerta del Museo de Historia Natural. Estaba cerrada. Al infierno el instinto, se guiaría por el proceso de eliminación. La puerta que daba al muelle de carga del Planetario se abrió. Empuñó su pistola y entró.
Heat entró en posición weaver, manteniendo la espalda pegada a una hilera de cajas. Su entrenador de la academia la había instruido para usar la isósceles, más cuadrada y sólida, pero en sitios pequeños en los que tenía que hacer muchos giros no le hacía caso y adoptaba la posición que le permitía moverse mejor y que la ponía menos a tiro. Registró la sala con rapidez, sobresaltándose sólo una vez por un traje espacial del Apolo que estaba colgado de un viejo expositor. En la esquina más alejada encontró una escalera de servicio. Cuando se estaba acercando, alguien abrió arriba bruscamente una puerta golpeándola contra una pared. Antes de que se cerrara de un portazo, Heat empezó a subir de dos en dos los escalones.
Apareció en medio de una marea de visitantes que deambulaban por la planta baja del Planetario. Un monitor de campamento pasó a su lado liderando un grupo de niños con camisetas idénticas. La detective enfundó el arma antes de que aquellos jóvenes ojos se quedaran alucinados con su pistola. Heat caminó entre ellos con los ojos entornados ante la deslumbrante blancura de la entrada del Planetario y echó un rápido vistazo en busca de Rook o del agresor de Kimberly Starr. Sobre un meteorito del tamaño de un rinoceronte divisó a un guardia de seguridad con su radio que señalaba algo: era Rook, que estaba saltando un pasamanos y trepando por una rampa que rodeaba la entrada y discurría en espiral hasta el piso de arriba. A mitad de la rampa, la cabeza de su sospechoso surgió por encima de la reja para mirar hacia atrás y comprobar dónde estaba Rook. Luego empezó a correr con el periodista persiguiéndolo.
El cartel decía que estaban en el Camino Cósmico, un camino en espiral de trescientos sesenta grados que marcaba la cronología de la evolución del universo en la longitud de un campo de fútbol. Nikki Heat recorrió trece mil millones de años a una velocidad récord. En la parte superior de la rampa, mientras sus cuadriceps protestaban, se detuvo para echar otro vistazo. Ni rastro de ninguno de los dos. Entonces oyó gritar a la multitud.
Heat puso una mano en la funda de su pistola y orbitó bajo la gigante esfera central para ver el elenco del espectáculo espacial. La multitud, alarmada, se apartaba, alejándose de Rook, que estaba en el suelo recibiendo patadas en las costillas por parte de su hombre.
El agresor retrocedió para darle otra patada, y al efectuar el cambio de apoyo, Heat se le acercó por detrás y le puso la zancadilla. Cayó cuan largo era sobre el suelo de mármol. Lo esposó a la velocidad del rayo y la multitud estalló en aplausos.
Rook se sentó.
—Estoy bien, gracias por tu interés.
—Buen trabajo haciéndole disminuir la velocidad así. ¿Era así como rodabais en Chechenia?
—El tío me saltó encima cuando tropecé con eso —dijo, señalando una bolsa de la tienda del museo bajo sus pies. Rook la abrió y sacó un pisapapeles de cristal artístico que representaba un planeta—. Mira esto, me he tropezado con Urano.
Cuando Heat y Rook entraron en la sala de interrogatorios, el detenido se irguió como hacen los niños de colegio cuando entra el director. Rook cogió la silla de al lado. Nikki Heat arrojó un expediente sobre la mesa, pero se quedó de pie.
—Levántese —ordenó. Y Barry Gable así lo hizo. La agente caminó en círculo alrededor de él, disfrutando de su nerviosismo. Se agachó para examinar unas rasgaduras en sus vaqueros que podrían encajar con el jirón de tela que el asesino se había dejado en la reja—. ¿Qué le ha pasado ahí?
Gable arqueó el cuerpo para mirar la marca que ella estaba señalando, en la parte de atrás de su pierna.
—No lo sé. Puede que me los enganchara en el contenedor. Son nuevos —añadió, como si eso le concediera alguna ventaja.
—Vamos a necesitar sus pantalones. —El tipo empezó a desabrochárselos allí mismo, hasta que ella lo detuvo—: Ahora no. Después. Siéntese. —Él obedeció, y ella se sentó relajadamente en la silla de enfrente, con aire despreocupado y responsable—. ¿Quiere decirnos por qué agredió a Kimberly Starr?
—Pregúnteselo a ella —contestó, intentando que sonara a tipo duro, pero lanzando nerviosas miradas a su reflejo en el espejo, señal para ella de que nunca antes había estado en una sala de interrogatorios.
—Le estoy preguntando a usted, Barry —dijo Heat.
—Es algo personal.
—También lo es para mí. ¿Una agresión así contra una mujer? Me lo puedo tomar de forma muy personal. ¿Quiere ver hasta qué punto?
Rook metió baza:
—Además, también me agredió a mí.
—Oiga, usted me estaba persiguiendo. ¿Cómo iba a saber qué pretendía? Se ve a la legua que no es un poli.
A Heat le gustó aquello. Enarcó una ceja mirando a Rook y se volvió a sentar, pensativo. Ella se giró hacia Gable.
—Veo que no es su primera agresión, Barry, ¿me equivoco? —Hizo el paripé de abrir el expediente. No tenía muchas páginas, pero su simulación hacía que él se pusiera más nervioso, así que continuó con ella todo lo posible—: 2006: pelea con un gorila en el SoHo; 2008: empujó a un tipo que lo pilló rayando con una llave el lateral de su Mercedes.
—Ésos fueron delitos menores.
—Ésas fueron agresiones.
—A veces pierdo el norte —dijo, forzando una sonrisa a lo John Candy—. Supongo que debería mantenerme alejado de los bares.
—Y quizá pasar más tiempo en el gimnasio —apuntó Rook.
Heat le dirigió una mirada asesina. Barry se miró de nuevo en el espejo y se colocó el cuello de la camisa. Heat cerró el expediente.
—¿Nos puede decir dónde estaba esta tarde, alrededor de las dos? —preguntó.
—Quiero un abogado.
—Por supuesto. ¿Quiere esperarlo aquí, o abajo en el zoo del calabozo? —Se trataba de un farol que sólo funcionaba con los novatos, y los ojos de Gable se pusieron como platos. Detrás de la mirada de tía dura que le estaba clavando, Heat estaba disfrutando de lo fácilmente que se había venido abajo. Adoraba lo del zoo del calabozo. Siempre funcionaba.
—Estaba en el Beacon, en el hotel Beacon de Broadway, ¿lo conoce?
—Sabe que comprobaremos su coartada. ¿Hay alguien que lo haya visto y pueda responder por usted?
—Estaba solo en mi habitación. Tal vez alguien de recepción, por la mañana.
—Su fondo de cobertura le daría para una imponente vivienda en la 52 Este. ¿Por qué un hotel?
—Vamos, ¿es necesario que se lo diga? —Miró fijamente sus propios ojos suplicantes en el espejo, y luego asintió mirándose a sí mismo—. Voy allí un par de veces por semana. Para verme con alguien, ya saben.
—¿Para practicar sexo? —preguntó Rook.
—Por Dios, sí, el sexo forma parte de ello. Pero es algo más profundo.
—¿Y qué pasó hoy?
—Que ella no apareció.
—Qué mala suerte, Barry. Podía haber sido su coartada. ¿Tiene nombre?
—Sí. Kimberly Starr.
Cuando Heat y Rook finalizaron el interrogatorio, el agente Ochoa estaba esperando en la cabina de observación, mirando a través del espejo mágico a Gable.
—No puedo creer que hayas dado por finalizado el interrogatorio sin haberle preguntado lo más importante. —Una vez captada su atención, continuó—. ¿Cómo ha conseguido un patán como ése llevarse al huerto a un bombón como Kimberly Starr?
—¿Cómo puedes ser tan superficial? —dijo Heat—. No es cuestión de físico. Es cuestión de dinero.
—Al el Raro —dijo Raley cuando los tres entraron en la sala de su brigada—. It's Raining Men, ¿fue Al Yankovic?
—No —dijo Rook—. La canción la escribió… Bueno, podría decíroslo, ¿pero qué gracia tendría? Seguid intentándolo. Pero no vale buscar en Google.
Nikki Heat se sentó a su mesa y giró su silla hacia la oficina abierta.
—¿Puedo fastidiaros el programa de esta noche de Jeopardy! por una pequeña investigación policial? Ochoa, ¿qué sabemos sobre la coartada de Kimberly Starr?
—Sabemos que no encaja. Bueno, lo sé yo, y ahora vosotros también lo sabéis. Estuvo hoy en Dino-Bites, pero se fue poco después de llegar. Su hijo se comió su sopa de alquitrán con la niñera, no con su mamá.
—¿A qué hora se fue? —preguntó Heat.
Ochoa rebuscó en sus notas.
—El encargado dice que sobre la una, una y cuarto.
—Ya os decía yo que Kimberly Starr me daba mala espina —observó Rook.
—¿Crees que Kimberly Starr es sospechosa? —preguntó Raley.
—Esto es lo que creo. —Rook se sentó en la mesa de Heat. Ella lo vio hacer un gesto de dolor por las patadas en las costillas que había recibido y deseó que se hubiera ido a hacer una revisión—. Nuestra amante esposa florero y madre ha estado recibiendo amorcito extra. Su amigo con derecho a roce, Barry, nada guapo, asegura que ella lo dejó tirado como un perro cuando su fondo de cobertura quebró y su capital se redujo. De ahí la agresión de hoy. ¿Quién sabe? Tal vez nuestro megamillonario muerto tenía a su señora atada en corto en cuestiones económicas. O tal vez Matthew Starr se enteró de su aventura y ella lo mató.
Raley asintió.
—Pinta mal que lo estuviera engañando.
—Tengo una idea muy original —dijo Heat—. ¿Por qué no hacemos esa cosa a la que llaman «investigación»? Reunir pruebas, hacer encajar las cosas. Algo que suene mejor en un tribunal que «esto es lo que yo creo».
Rook sacó su cuaderno Moleskine.
—Excelente. Añadiré todo esto a mi artículo —dijo, haciendo clic teatralmente con un bolígrafo para provocarla—. ¿Por dónde empezamos a investigar?
—Raley —ordenó Heat—, ve al Beacon y entérate de si Gable es cliente habitual. De paso enséñales una foto de la señora Starr. Ochoa, ¿cuánto puedes tardar en investigar los antecedentes de nuestra viuda florero?
—¿Qué te parece para mañana a primera hora?
—Bien, aunque esperaba que fuera para mañana a primera hora.
Rook levantó la mano.
—Una pregunta, ¿por qué no la detenéis directamente? Me encantaría ver cómo actúa en esa sala de espejos vuestra.
—Aunque la mayor preocupación de mi vida es proporcionarte diversión de la buena, creo que voy a esperar hasta tener algún dato más. Además, ella no va a ir a ninguna parte.
A la mañana siguiente, entre destellos de luz, el ayuntamiento anunció que los neoyorquinos deberían reducir el uso del aire acondicionado y las actividades intensas. Para Nikki Heat eso significaba que su combate de entrenamiento cuerpo a cuerpo con Don, el ex marine, se llevaría a cabo con las ventanas del gimnasio abiertas. Su entrenamiento consistía en una combinación de jujitsu brasileño, boxeo y judo. Su combate comenzó a las cinco y media con una ronda de forcejeos y llaves a veintiocho grados con la correspondiente humedad. Tras el segundo descanso para beber agua, Don le preguntó si quería rendirse. Heat le respondió con una llave y un estrangulamiento de libro, antes de soltarlo. Era como si las condiciones meteorológicas adversas le dieran alas, como si se alimentara de ellas. Lejos de agotarla, la sofocante intensidad del combate matinal hacía a un lado el ruido de su vida y la situaba en un tranquilo lugar central. Lo mismo sucedía cuando ella y Don se acostaban juntos de vez en cuando. Ella era la que decidía si sucedía algo. Tal vez la semana próxima le sugeriría otra sesión fuera de horario a su entrenador, con premio. Algo que le acelerase el pulso.
Lauren Parry llevó a Nikki Heat y a su periodista acompañante a través de la sala de autopsias hasta el cuerpo de Matthew Starr.
—Para variar, Nik —dijo la forense—, aún no hemos hecho el análisis de sustancias tóxicas, pero, salvo alguna sorpresa del laboratorio, la causa de la muerte ha sido un traumatismo contuso debido a la caída desde una altura excesiva.
—¿Y qué casilla vas a marcar, la de homicidio o la de suicidio?
—Para eso te he llamado. He encontrado algo que indica que ha sido un homicidio. —La forense rodeó el cuerpo para situarse al otro lado y levantó la sábana—. Tiene una serie de contusiones del tamaño de un puño en el torso. Eso quiere decir que hace poco que le han pegado una paliza. Fíjate bien en esta de aquí.
Heat y Rook se inclinaron a la vez y ella retrocedió para evitar que se repitiera lo del anuncio de colonia del balcón. Él dio un paso atrás e hizo un gesto de «por favor, tú primero».
—Un golpe muy marcado —comentó la detective—. Se pueden adivinar los nudillos y, ¿de qué es esa forma hexagonal de ahí? ¿De un anillo? —Retrocedió para dejar paso a Rook y pidió—: Lauren, me gustaría tener una foto de eso.
Su amiga le tendió una inmediatamente.
—La subiré al servidor para que puedas hacer una copia. ¿Y tú qué has hecho? ¿Meterte en una pelea en un bar? —preguntó, mirando a Rook.
—¿Yo? Nada, sólo un poco de acción durante el cumplimiento del deber ayer. Mola, ¿eh?
—Por tu postura, yo diría que tienes una lesión intercostal justo aquí. —Le tocó las costillas sin hacer presión—. ¿Te duele cuando te ríes?
—Repite lo de «acción durante el cumplimiento del deber», es muy gracioso —dijo Heat.
La agente Heat pegó las instantáneas de la autopsia en la pizarra blanca de la oficina abierta para prepararse para la reunión sobre el caso con su unidad. Trazó una línea con un rotulador no permanente y escribió los nombres de las personas a las que correspondían las huellas que los forenses habían encontrado en las puertas del balcón, en el Guilford: Matthew Starr, Kimberly Starr, Matty Starr y Agda, la niñera. Raley llegó temprano con una bolsa de donuts y confirmó las reservas regulares de Barry Gable en el Beacon. Los empleados de recepción y del servicio habían identificado a Kimberly Starr como su invitada habitual.
—Ah, y ya está el resultado del laboratorio del análisis de los vaqueros de Barry el Bruto de Beacon —añadió—. No coinciden con el tejido del balcón.
—Era de esperar —dijo Heat—. Pero fue divertido ver lo rápido que estaba dispuesto a quitarse los pantalones.
—Divertido para ti —observó Rook.
Ella sonrió.
—Sí, definitivamente, una de las ventajas de este trabajo es poder ver cómo adorables patanes se despojan de sus vaqueros falsificados.
Ochoa entró precipitadamente, hablando mientras se dirigía hacia ellos.
—Llego tarde, pero es por una buena causa, no me digáis nada. —Sacó unas hojas impresas de su bolsa de mensajero—. Acabo de terminar la investigación de Kimberly Starr. ¿O debería decir de Laldomina Batastini de Queens?
El equipo se acercó mientras él iba leyendo extractos del expediente.
—Nuestra pija mamá Stepford nació y se crió en Astoria, sobre un salón de manicura y pedicura de Steinway. Más lejos de los colegios para chicas de Connecticut y de las academias de equitación, imposible. Veamos, abandonó el instituto… y tiene antecedentes penales. —Se lo pasó a Heat.
—Ningún delito grave —dijo—. Arrestos juveniles por robos en tiendas y, posteriormente, por posesión de hierba. Detención por conducir borracha y… ¿qué tenemos aquí? Dos arrestos a los diecinueve por actos lascivos con clientes. La joven Laldomina era bailarina erótica en varios clubs cerca del aeropuerto, en los que actuaba con el nombre de Samantha.
—Siempre he dicho que Sexo en Nueva York daba mal ejemplo —dijo Rook.
Ochoa volvió a coger la hoja de manos de Heat.
—He hablado con un colega de Antivicio. Kimberly, Samantha, o quienquiera que sea, se lió con un tío, un habitual del club, y se casó con él. Tenía veinte años. Él tenía sesenta y ocho y estaba forrado. El viejo verde ricachón era de una familia adinerada de Greenwich y la quería llevar al club de yates, así que…
—Deja que adivine, contrató a un Henry Higgins —lo interrumpió Rook. Los Roach lo miraron, confusos.
—Yo entiendo de musicales —dijo Heat. Junto con las películas de animación, Broadway era la gran evasión de Nikki de su trabajo en las otras calles de Nueva York. Eso cuando conseguía una entrada—. Quiere decir que su nuevo marido contrató a un profesor de buenos modales para que la convirtiera en alguien presentable. Una clase para tener clase.
—Y así nació Kimberly Starr —añadió Rook.
—El marido murió cuando ella tenía veintiún años. Sé lo que estás pensando, por eso lo comprobé a conciencia. Muerte natural, un ataque al corazón. El hombre le dejó un millón de dólares.
—Y ganas de más. Buen trabajo, detective. —Ochoa cogió un donut como premio y Heat continuó—: Raley y tú la mantendréis vigilada. No la perdáis de vista. No estoy preparada para mostrar mi mano hasta que vea qué más campa a sus anchas en otros frentes.
Heat había aprendido hacía años que la mayor parte del trabajo de un detective es trabajo sucio hecho a golpe de teléfono, combinando archivos y buscando en la base de datos del departamento. Las llamadas que había hecho la tarde anterior al abogado de Starr y a los detectives que llevaban denuncias personales habían dado sus frutos esa mañana con una retahíla de gente que había amenazado de muerte al promotor inmobiliario. Cogió el bolso y fichó su salida pensando que ya era hora de mostrarle a su famoso escritor de revistas de qué iba realmente el tema, pero no lo vio por ninguna parte.
Ya casi se había olvidado de Rook, cuando se lo encontró de pie en el vestíbulo de la comisaría, muy ocupado. Una mujer realmente despampanante estaba colocándole el cuello de la camisa. Luego la mujer soltó una carcajada mientras chillaba «¡Oh, Jamie!» y se quitó de la cabeza sus gafas de sol de diseño para sacudirse una melena de cuervo que le llegaba al hombro. Heat vio cómo se le acercaba para susurrarle algo, presionando sus pechos contra él, que no retrocedió. ¿Qué estaba haciendo Rook, un anuncio de colonia con cada maldita mujer de la ciudad? Entonces se detuvo. ¿Qué le importaba a ella?, pensó. Le fastidiaba que aquello le molestase. Así que mandó todo a paseo y se fue, enfadada consigo misma por haber mirado hacia ellos una última vez.
—Entonces, ¿cuál es el objetivo de este ejercicio? —preguntó Rook mientras se dirigían en coche a la zona residencial.
—Es algo a lo que los profesionales del mundo de la investigación llamamos detectar. —Heat sacó el expediente del bolsillo de la puerta del conductor y se lo pasó—. Alguien quería matar a Matthew Starr. Algunos de los que ves ahí lo amenazaron formalmente. A otros simplemente les molestaba.
—¿Y esto consiste en ir eliminando?
—Esto consiste en hacer preguntas y ver adónde nos llevan las respuestas. A veces eliminas a un sospechoso, a veces consigues información que no tenías y que te lleva a otro sitio. ¿Era aquélla otro miembro del club de fans de Jameson Rook?
Rook se rió.
—¿Bree? Por favor, no.
Condujeron una manzana más en silencio.
—Pues parecía una gran fan.
—Bree Flax es una gran fan, tienes razón. De Bree Flax. Trabaja como autónoma para revistas de moda, siempre merodeando en busca de la auténtica noticia delictiva que pueda convertir en un libro instantáneo. Ya sabes, arrancado directamente de los titulares. Toda aquella opereta era para intentar sonsacarme información confidencial sobre Matthew Starr. —Rook sonrió—. Por cierto, se deletrea F-l-a-x, por si quieres expedir un cheque.
—¿Y qué se supone que significa eso?
Rook no contestó. Se limitó a dedicarle una sonrisa que hizo que se ruborizara. Ella se volvió y fingió atender a los coches que se aproximaban a la intersección por su ventanilla lateral, preocupada por lo que él habría leído en su cara.
Arriba, en el último piso del edificio Marlowe, la ola de calor no existía. En el envolvente frescor de su despacho de dirección, Omar Lamb escuchaba la grabación de su llamada telefónica amenazando a Matthew Starr. Estaba tranquilo, las palmas de sus manos descansaban planas y relajadas sobre su cartapacio de piel mientras el diminuto altavoz de la grabadora digital vibraba con una versión enfurecida de él mismo escupiendo improperios y descripciones gráficas de lo que le iba a hacer a Starr, incluyendo los lugares de su cuerpo en los que introduciría una serie de utensilios, herramientas y armas de fuego. Cuando terminó, lo apagó sin mediar palabra. Nikki Heat estudió al promotor inmobiliario, su cuerpo de gimnasio, las mejillas hundidas y sus ojos de «para mí estas muerto». Una oleada de aire refrigerado salió susurrante de los ventiladores invisibles para llenar el silencio. Por primera vez en cuatro días sentía frío. Aquello se parecía mucho a una morgue.
—¿De verdad me grabó diciendo eso?
—El abogado del señor Starr lo adjuntó cuando interpuso la denuncia por amenazas.
—Venga ya, detective, las personas dicen constantemente que van a matar a otras personas.
—Y a veces lo hacen.
Rook observaba sentado desde el alféizar de la ventana, donde dividía su atención entre Omar Lamb y el solitario patinador que desafiaba al calor en la pista de patinaje Trump de Central Park, treinta y cinco pisos más abajo. Por ahora, pensó Heat, gracias a Dios, parecía que iba a seguir sus instrucciones de no inmiscuirse.
—Matthew Starr era un titán de esta industria y lo echaremos de menos. Yo lo respetaba y lamento profundamente la llamada telefónica que hice. Su muerte ha sido una pérdida para todos nosotros.
Heat supo nada más verlo que aquel tipo iba a ser duro de pelar. Ni miró su placa cuando entró, ni pidió la presencia de su abogado. Decía que no tenía nada que ocultar, y si lo tenía, ella tenía la sensación de que era demasiado listo como para decir alguna estupidez. No era del tipo de hombres que se tragaban la vieja historia del zoo del calabozo. Así que decidió seguirle la corriente y esperar su oportunidad.
—¿Por qué toda esa bilis? —le preguntó—. ¿Qué podía haberle molestado tanto de un rival en los negocios?
—¿Mi rival? Matthew Starr no tenía la categoría suficiente para ser calificado como mi rival. Matthew Starr necesitaba una escalera para besarme el culo.
Ahí estaba. Había encontrado una herida abierta en la resistente piel de Omar Lamb. Su ego. Heat lo aprovechó. Se burló de él.
—Chorradas.
—¿Chorradas? ¿Ha dicho chorradas? —Lamb se puso bruscamente en pie y saltó como un héroe de detrás de la fortaleza de su mesa para enfrentarse a ella. Estaba claro que esto no iba a ser un anuncio de colonia.
Ella ni siquiera parpadeó.
—Starr tenía más propiedades que nadie en la ciudad. Muchas más que usted, ¿no es así?
—Tratamiento de residuos, restricciones medioambientales, derechos limitados sobre el aire… ¿Qué significa «más» cuando se refiere a basura?
—Eso me suena a rival. Debe de ser muy duro bajarse la cremallera y ponerlas sobre la mesa para darse cuenta de que uno se ha quedado corto.
—Oiga, ¿quiere algo que medir? —Eso estaba bien. Le encantaba hacer salir a los chicos duros en la conversación—. Pues mida todas las propiedades que Matthew Starr me robó delante de mis narices. —Con un dedo al que le habían hecho la manicura, le fue dando golpecitos en el hombro para destacar cada componente de su listado—. Amañaba permisos, sobornaba a inspectores, compraba por debajo de precio, vendía por encima del valor, entregaba menos de lo que prometía.
—Vaya —dijo Heat—, casi no me extraña que quisiera matarlo.
Esta vez el promotor sonrió.
—Buen intento. Escuche. Sí, amenacé a ese tipo en el pasado. He dicho «pasado». Hace años. Ahora mire estas cifras. Incluso sin contar con la recesión, Starr estaba acabado. No necesitaba matarlo. Era un muerto viviente.
—Eso lo dice su rival.
—¿No me cree? Vaya a cualquiera de sus oficinas.
—¿Para qué?
—Oiga, ¿quiere que haga todo el trabajo por usted? —Ya en la puerta, mientras se iban, Lamb dijo—: Una cosa. Leí en el Post que se había caído desde un sexto piso.
—Así es, desde el sexto —dijo Rook. La primera cosa que decía y era para provocarla.
—¿Sufrió?
—No —dijo Heat—, murió en el acto.
Lamb sonrió, mostrando una hilera de dientes perfectos.
—Bueno, tal vez en el infierno, entonces.
Su Crown Victoria dorado rodaba hacia el sur por la autopista de la Costa Oeste con el aire acondicionado al máximo y la humedad condensándose en jirones de niebla alrededor de las salidas de aire del salpicadero.
—¿Qué te parece? —preguntó Rook—. ¿Crees que Omar se lo cargó?
—Podría ser. Lo tengo en mi lista, pero la idea no era ésa.
—Así me gusta, detective. Sin prisa. Total, sólo hay, ¿cuántos? ¿Tres millones más de personas a quien ir a conocer y saludar en Nueva York? No es que no seas una agradable entrevistadora.
—Vaya, qué impaciencia. ¿Acaso le dijiste a Bono que estabas harto de los dispensarios en Etiopía? ¿Presionaste a los líderes militares chechenos para conseguir la paz? «Venga, Iván, veamos un poco de acción de líderes militares».
—Me gusta ir al grano, eso es todo.
A ella le gustó ese cambio radical. La mantenía fuera del radar personal de él, así que continuó por ahí.
—¿De verdad quieres aprender algo mientras te estás documentando para ese proyecto tuyo? Prueba a escuchar. Esto es una investigación policial. Los asesinos no andan por ahí con cuchillos ensangrentados encima, y los ladrones de casas no van vestidos como Hamburglar. Hay que hablar con la gente. Escuchar. Ver si ocultan algo. O, en ocasiones, si prestas atención, puedes ir más allá y obtener información que no tenías antes.
—¿Como cuál?
—Como ésta.
Cuando llegaron al edificio Starr, situado en la Avenida 11 en el Lower West Side, lo encontraron desierto. Ni rastro de obreros. Era una obra fantasma. Aparcó a un lado de la calle, en la sucia franja entre el bordillo y el cierre de contrachapado de la obra. Salieron del coche.
—¿Oyes lo mismo que yo? —preguntó Nikki.
—No oigo nada.
—Exacto.
—Oiga, señorita, esto es propiedad privada, lárguese. —Un tipo con casco y sin camisa soltaba una nubecilla de polvo al caminar hacia ellos, que manipulaban la puerta cerrada con una cadena. La forma en que se pavoneaba y aquella barriga hizo que Heat se imaginara a alborozadas amas de casa de Nueva Jersey metiéndole billetes de un dólar en su tanga—. Tú también, colega —dijo, dirigiéndose a Rook—. Bye, bye. —Heat hizo brillar la hojalata y Descamisado pronunció la palabra que empieza por «j».
—Vale —dijo Rook.
Nikki Heat se le encaró.
—Quiero hablar con tu capataz.
—No creo que eso sea posible.
Ella se llevó una mano ahuecada a la oreja.
—¿Me has oído preguntar? No, definitivamente no creo que fuera una pregunta.
—Dios mío, ¿Jamie? —La voz venía del otro lado del patio. Un hombre escuálido con gafas de sol y calentadores de satén azul estaba en la puerta abierta de la caravana de la obra.
—¡Vaya! —gritó Rook—. ¡Tommy el Gordo!
El hombre los saludó con la mano.
—Venga, daos prisa, no tengo el aire acondicionado encendido para refrescar a medio estado.
Una vez dentro de la caravana doble, Heat se sentó con Rook y su amigo, pero no en la silla que éste le ofreció. Aunque actualmente no había ninguna orden judicial relacionada con él, Tomaso —Tommy el Gordo— Nicolosi pertenecía a una de las familias de Nueva York, y el sentido común le decía que no debía quedarse encajonada entre la mesa y la pared de contrachapado. Se sentó en la silla que estaba más en el extremo y la giró para no estar de espaldas a la puerta. A pesar de su sonrisa, la forma en que la miró Tommy el Gordo le hizo ver que sabía exactamente qué estaba haciendo.
—¿Qué te ha pasado, Tommy el Gordo? Ya no estás gordo.
—Mi mujer me ha puesto a dieta. Dios mío, ¿ha pasado tanto tiempo desde la última vez que nos vimos? —Se quitó las gafas polarizadas y dirigió una mirada a Heat—. Jamie estuvo haciendo un artículo hace un par de años sobre «la vida» en Staten Island. Nos conocimos, parecía un buen tipo, para ser periodista, y qué le parece, al final acabó haciéndome un pequeño favor. —Heat esbozó una sonrisa y él se rió—. No se preocupe, detective, fue algo legal.
—Sólo maté a un par de tíos, eso fue todo.
—Qué bromista. ¿Sabía que es un bromista?
—¿Jamie? Me toma el pelo continuamente —dijo ella.
—Bien —dijo Tommy el Gordo—. Está claro que esto no es una visita de cortesía, así que vayamos al grano. Nosotros dos nos podemos poner al día más tarde.
—Este edificio es del constructor Matthew Starr, ¿no?
—Lo era hasta ayer por la tarde. —Aquel graciosillo tenía una de esas caras perpetuamente equilibradas entre la amenaza y la diversión. Heat podía haber entendido su respuesta como un chiste o como un hecho.
—¿Le importa que le pregunte cuál es su trabajo aquí?
Se recostó en la silla, se relajó; estaba en su elemento.
—Consultoría laboral.
—No veo que se esté llevando a cabo ningún trabajo.
—Qué directa. Lo dejamos hace una semana. Problemas con los incentivos. Starr no nos pagaba lo acordado.
—¿Qué clase de acuerdo era ése, señor Nicolosi? —Sabía de sobra qué era. Lo llamaban de mil maneras diferentes. Principalmente, «impuesto extraoficial de construcción». El porcentaje actual solía ser de un dos por ciento. Y no iba a parar al gobierno.
—Me cae bien tu novia —dijo, volviéndose hacia Rook.
—Repita eso y le parto las piernas —amenazó ella.
Él la miró, sopesando si sería capaz, luego sonrió.
—No hablará en serio, ¿verdad?
Rook lo corroboró con un ligero movimiento de cabeza.
—Vaya —dijo Tommy el Gordo—, me habéis engañado. De todos modos, le debo una a Jamie, así que responderé a la pregunta. ¿Qué tipo de acuerdo? Llamémosle «tasa de expedición». Sí, ese nombre es apropiado.
—¿Por qué dejó de pagar Starr, Tommy? —Rook estaba haciendo preguntas, pero ella se alegró de que participara, relevándola para sonsacarle desde ángulos que ella no podía. Llamémoslo poli bueno y poli malo.
—Tío, ese hombre estaba arruinado. Nos lo dijo, y nos fuimos. Tenía el agua tan hasta el cuello que le estaban saliendo branquias. —Tommy el Gordo se rió de su propio chiste y añadió—: No nos importa.
—¿Han matado a alguien alguna vez por eso? —preguntó Rook.
—¿Por eso? Venga ya. Nosotros nos limitamos a cerrar el chiringuito y a dejar que la naturaleza siga su curso. —Se encogió de hombros—. Bueno, a veces la gente lo paga con la muerte, pero éste no era el caso. Al menos no en principio. —Se cruzó de brazos y sonrió burlonamente—. ¿De verdad no es tu novia?
Con unas carnitas y unos burritos en Chipotle delante, Heat le preguntó a Rook si aún tenía la sensación de que estaban dando palos de ciego. Antes de responder, Rook sorbió los cubitos de hielo con su pajita, aspirando más Coca-Cola light.
—Bueno —dijo finalmente—, no creo que hayamos conocido hoy al asesino de Matthew Starr, si es eso a lo que te refieres.
Tommy el Gordo entraba y salía de su cabeza como posible candidato, pero eso se lo guardó para sí. Él le leyó el pensamiento.
—Si Tommy el Gordo me dice que él no se cargó a Matthew Starr, no hay más que hablar.
—Vaya, caballero, parece que lleva a un investigador dentro.
—Conozco a ese tío.
—¿Te acuerdas de lo que te dije antes de lo de hacer preguntas y ver adonde llevaban las respuestas? A mí me han llevado hasta una imagen de Matthew Starr que no me encaja. ¿Qué imagen quería dar él? —Dibujó un marco en el aire con ambas manos—. De persona de éxito, respetable y, sobre todo, con mucho dinero. Bien, ahora pregúntate esto. ¿Con tanto dinero y no podía pagar su impuesto a la mafia? ¿El incentivo que hace que el hormigón siga brotando y el acero levantándose? —Hizo una bola con el envoltorio y se puso en pie—. Vamos.
—¿Adónde?
—A hablar con el gestor de Starr. Míralo por este lado, así tienes otra oportunidad para que veas mi actitud más encantadora.
Los oídos de Heat se destaponaron en el rápido ascensor que se dirigía al ático del Starr Pointe, el cuartel general de Matthew Starr en la 57 Oeste cerca de Carnegie Hall. Salieron al opulento vestíbulo y le susurró a Rook:
—¿Te has dado cuenta de que este despacho está un piso más arriba que el de Omar Lamb?
—Creo que podríamos decir sin temor a equivocarnos que, hasta el final, Matthew Starr tuvo muy en cuenta las alturas.
Se presentaron en recepción. Mientras esperaban, Nikki Heat examinó una galería de fotos enmarcadas de Matthew Starr con presidentes, miembros de la realeza y famosos. En la pared del fondo, una pantalla plana reproducía silenciosamente un vídeo publicitario corporativo de Promociones Inmobiliarias Starr. En una urna para trofeos de cristal, debajo de triunfantes maquetas a escala de edificios de oficinas de Starr y relucientes réplicas del G-4 y del Sikorsky-76, se extendía una larga hilera de tarros de cristal de mermelada llenos de tierra. Sobre cada uno de ellos, una fotografía de Matthew Starr poniendo el primer ladrillo en la obra en la que habían llenado el tarro.
Los pasos de Nikki Heat resonaban tras ella por el túnel de hormigón mientras corría. El pasadizo era ancho y alto, lo suficientemente grande para que entraran camiones con los materiales para las exposiciones de los dos museos del complejo: el Museo Americano de Historia Natural y el Centro Rose de la Tierra y el Espacio, o lo que es lo mismo, el Planetario. La luz anaranjada de las lámparas de vapor de sodio aportaba una buena iluminación, aunque ella no podía ver lo que estaba sucediendo más allá, al otro lado de la curva de la pared. Tampoco se cruzó con ningún otro visitante y, al girar, supo por qué.
El túnel no tenía salida, acababa en un muelle de carga y allí no había nadie. Subió a grandes zancadas hasta la plataforma de carga, en la que había dos puertas: una para el Museo de Historia Natural a la derecha, y otra para el Planetario a la izquierda. Hizo una elección zen y empujó la barra de la puerta del Museo de Historia Natural. Estaba cerrada. Al infierno el instinto, se guiaría por el proceso de eliminación. La puerta que daba al muelle de carga del Planetario se abrió. Empuñó su pistola y entró.
Heat entró en posición weaver, manteniendo la espalda pegada a una hilera de cajas. Su entrenador de la academia la había instruido para usar la isósceles, más cuadrada y sólida, pero en sitios pequeños en los que tenía que hacer muchos giros no le hacía caso y adoptaba la posición que le permitía moverse mejor y que la ponía menos a tiro. Registró la sala con rapidez, sobresaltándose sólo una vez por un traje espacial del Apolo que estaba colgado de un viejo expositor. En la esquina más alejada encontró una escalera de servicio. Cuando se estaba acercando, alguien abrió arriba bruscamente una puerta golpeándola contra una pared. Antes de que se cerrara de un portazo, Heat empezó a subir de dos en dos los escalones.
Apareció en medio de una marea de visitantes que deambulaban por la planta baja del Planetario. Un monitor de campamento pasó a su lado liderando un grupo de niños con camisetas idénticas. La detective enfundó el arma antes de que aquellos jóvenes ojos se quedaran alucinados con su pistola. Heat caminó entre ellos con los ojos entornados ante la deslumbrante blancura de la entrada del Planetario y echó un rápido vistazo en busca de Rook o del agresor de Kimberly Starr. Sobre un meteorito del tamaño de un rinoceronte divisó a un guardia de seguridad con su radio que señalaba algo: era Rook, que estaba saltando un pasamanos y trepando por una rampa que rodeaba la entrada y discurría en espiral hasta el piso de arriba. A mitad de la rampa, la cabeza de su sospechoso surgió por encima de la reja para mirar hacia atrás y comprobar dónde estaba Rook. Luego empezó a correr con el periodista persiguiéndolo.
El cartel decía que estaban en el Camino Cósmico, un camino en espiral de trescientos sesenta grados que marcaba la cronología de la evolución del universo en la longitud de un campo de fútbol. Nikki Heat recorrió trece mil millones de años a una velocidad récord. En la parte superior de la rampa, mientras sus cuadriceps protestaban, se detuvo para echar otro vistazo. Ni rastro de ninguno de los dos. Entonces oyó gritar a la multitud.
Heat puso una mano en la funda de su pistola y orbitó bajo la gigante esfera central para ver el elenco del espectáculo espacial. La multitud, alarmada, se apartaba, alejándose de Rook, que estaba en el suelo recibiendo patadas en las costillas por parte de su hombre.
El agresor retrocedió para darle otra patada, y al efectuar el cambio de apoyo, Heat se le acercó por detrás y le puso la zancadilla. Cayó cuan largo era sobre el suelo de mármol. Lo esposó a la velocidad del rayo y la multitud estalló en aplausos.
Rook se sentó.
—Estoy bien, gracias por tu interés.
—Buen trabajo haciéndole disminuir la velocidad así. ¿Era así como rodabais en Chechenia?
—El tío me saltó encima cuando tropecé con eso —dijo, señalando una bolsa de la tienda del museo bajo sus pies. Rook la abrió y sacó un pisapapeles de cristal artístico que representaba un planeta—. Mira esto, me he tropezado con Urano.
Cuando Heat y Rook entraron en la sala de interrogatorios, el detenido se irguió como hacen los niños de colegio cuando entra el director. Rook cogió la silla de al lado. Nikki Heat arrojó un expediente sobre la mesa, pero se quedó de pie.
—Levántese —ordenó. Y Barry Gable así lo hizo. La agente caminó en círculo alrededor de él, disfrutando de su nerviosismo. Se agachó para examinar unas rasgaduras en sus vaqueros que podrían encajar con el jirón de tela que el asesino se había dejado en la reja—. ¿Qué le ha pasado ahí?
Gable arqueó el cuerpo para mirar la marca que ella estaba señalando, en la parte de atrás de su pierna.
—No lo sé. Puede que me los enganchara en el contenedor. Son nuevos —añadió, como si eso le concediera alguna ventaja.
—Vamos a necesitar sus pantalones. —El tipo empezó a desabrochárselos allí mismo, hasta que ella lo detuvo—: Ahora no. Después. Siéntese. —Él obedeció, y ella se sentó relajadamente en la silla de enfrente, con aire despreocupado y responsable—. ¿Quiere decirnos por qué agredió a Kimberly Starr?
—Pregúnteselo a ella —contestó, intentando que sonara a tipo duro, pero lanzando nerviosas miradas a su reflejo en el espejo, señal para ella de que nunca antes había estado en una sala de interrogatorios.
—Le estoy preguntando a usted, Barry —dijo Heat.
—Es algo personal.
—También lo es para mí. ¿Una agresión así contra una mujer? Me lo puedo tomar de forma muy personal. ¿Quiere ver hasta qué punto?
Rook metió baza:
—Además, también me agredió a mí.
—Oiga, usted me estaba persiguiendo. ¿Cómo iba a saber qué pretendía? Se ve a la legua que no es un poli.
A Heat le gustó aquello. Enarcó una ceja mirando a Rook y se volvió a sentar, pensativo. Ella se giró hacia Gable.
—Veo que no es su primera agresión, Barry, ¿me equivoco? —Hizo el paripé de abrir el expediente. No tenía muchas páginas, pero su simulación hacía que él se pusiera más nervioso, así que continuó con ella todo lo posible—: 2006: pelea con un gorila en el SoHo; 2008: empujó a un tipo que lo pilló rayando con una llave el lateral de su Mercedes.
—Ésos fueron delitos menores.
—Ésas fueron agresiones.
—A veces pierdo el norte —dijo, forzando una sonrisa a lo John Candy—. Supongo que debería mantenerme alejado de los bares.
—Y quizá pasar más tiempo en el gimnasio —apuntó Rook.
Heat le dirigió una mirada asesina. Barry se miró de nuevo en el espejo y se colocó el cuello de la camisa. Heat cerró el expediente.
—¿Nos puede decir dónde estaba esta tarde, alrededor de las dos? —preguntó.
—Quiero un abogado.
—Por supuesto. ¿Quiere esperarlo aquí, o abajo en el zoo del calabozo? —Se trataba de un farol que sólo funcionaba con los novatos, y los ojos de Gable se pusieron como platos. Detrás de la mirada de tía dura que le estaba clavando, Heat estaba disfrutando de lo fácilmente que se había venido abajo. Adoraba lo del zoo del calabozo. Siempre funcionaba.
—Estaba en el Beacon, en el hotel Beacon de Broadway, ¿lo conoce?
—Sabe que comprobaremos su coartada. ¿Hay alguien que lo haya visto y pueda responder por usted?
—Estaba solo en mi habitación. Tal vez alguien de recepción, por la mañana.
—Su fondo de cobertura le daría para una imponente vivienda en la 52 Este. ¿Por qué un hotel?
—Vamos, ¿es necesario que se lo diga? —Miró fijamente sus propios ojos suplicantes en el espejo, y luego asintió mirándose a sí mismo—. Voy allí un par de veces por semana. Para verme con alguien, ya saben.
—¿Para practicar sexo? —preguntó Rook.
—Por Dios, sí, el sexo forma parte de ello. Pero es algo más profundo.
—¿Y qué pasó hoy?
—Que ella no apareció.
—Qué mala suerte, Barry. Podía haber sido su coartada. ¿Tiene nombre?
—Sí. Kimberly Starr.
Cuando Heat y Rook finalizaron el interrogatorio, el agente Ochoa estaba esperando en la cabina de observación, mirando a través del espejo mágico a Gable.
—No puedo creer que hayas dado por finalizado el interrogatorio sin haberle preguntado lo más importante. —Una vez captada su atención, continuó—. ¿Cómo ha conseguido un patán como ése llevarse al huerto a un bombón como Kimberly Starr?
—¿Cómo puedes ser tan superficial? —dijo Heat—. No es cuestión de físico. Es cuestión de dinero.
—Al el Raro —dijo Raley cuando los tres entraron en la sala de su brigada—. It's Raining Men, ¿fue Al Yankovic?
—No —dijo Rook—. La canción la escribió… Bueno, podría decíroslo, ¿pero qué gracia tendría? Seguid intentándolo. Pero no vale buscar en Google.
Nikki Heat se sentó a su mesa y giró su silla hacia la oficina abierta.
—¿Puedo fastidiaros el programa de esta noche de Jeopardy! por una pequeña investigación policial? Ochoa, ¿qué sabemos sobre la coartada de Kimberly Starr?
—Sabemos que no encaja. Bueno, lo sé yo, y ahora vosotros también lo sabéis. Estuvo hoy en Dino-Bites, pero se fue poco después de llegar. Su hijo se comió su sopa de alquitrán con la niñera, no con su mamá.
—¿A qué hora se fue? —preguntó Heat.
Ochoa rebuscó en sus notas.
—El encargado dice que sobre la una, una y cuarto.
—Ya os decía yo que Kimberly Starr me daba mala espina —observó Rook.
—¿Crees que Kimberly Starr es sospechosa? —preguntó Raley.
—Esto es lo que creo. —Rook se sentó en la mesa de Heat. Ella lo vio hacer un gesto de dolor por las patadas en las costillas que había recibido y deseó que se hubiera ido a hacer una revisión—. Nuestra amante esposa florero y madre ha estado recibiendo amorcito extra. Su amigo con derecho a roce, Barry, nada guapo, asegura que ella lo dejó tirado como un perro cuando su fondo de cobertura quebró y su capital se redujo. De ahí la agresión de hoy. ¿Quién sabe? Tal vez nuestro megamillonario muerto tenía a su señora atada en corto en cuestiones económicas. O tal vez Matthew Starr se enteró de su aventura y ella lo mató.
Raley asintió.
—Pinta mal que lo estuviera engañando.
—Tengo una idea muy original —dijo Heat—. ¿Por qué no hacemos esa cosa a la que llaman «investigación»? Reunir pruebas, hacer encajar las cosas. Algo que suene mejor en un tribunal que «esto es lo que yo creo».
Rook sacó su cuaderno Moleskine.
—Excelente. Añadiré todo esto a mi artículo —dijo, haciendo clic teatralmente con un bolígrafo para provocarla—. ¿Por dónde empezamos a investigar?
—Raley —ordenó Heat—, ve al Beacon y entérate de si Gable es cliente habitual. De paso enséñales una foto de la señora Starr. Ochoa, ¿cuánto puedes tardar en investigar los antecedentes de nuestra viuda florero?
—¿Qué te parece para mañana a primera hora?
—Bien, aunque esperaba que fuera para mañana a primera hora.
Rook levantó la mano.
—Una pregunta, ¿por qué no la detenéis directamente? Me encantaría ver cómo actúa en esa sala de espejos vuestra.
—Aunque la mayor preocupación de mi vida es proporcionarte diversión de la buena, creo que voy a esperar hasta tener algún dato más. Además, ella no va a ir a ninguna parte.
A la mañana siguiente, entre destellos de luz, el ayuntamiento anunció que los neoyorquinos deberían reducir el uso del aire acondicionado y las actividades intensas. Para Nikki Heat eso significaba que su combate de entrenamiento cuerpo a cuerpo con Don, el ex marine, se llevaría a cabo con las ventanas del gimnasio abiertas. Su entrenamiento consistía en una combinación de jujitsu brasileño, boxeo y judo. Su combate comenzó a las cinco y media con una ronda de forcejeos y llaves a veintiocho grados con la correspondiente humedad. Tras el segundo descanso para beber agua, Don le preguntó si quería rendirse. Heat le respondió con una llave y un estrangulamiento de libro, antes de soltarlo. Era como si las condiciones meteorológicas adversas le dieran alas, como si se alimentara de ellas. Lejos de agotarla, la sofocante intensidad del combate matinal hacía a un lado el ruido de su vida y la situaba en un tranquilo lugar central. Lo mismo sucedía cuando ella y Don se acostaban juntos de vez en cuando. Ella era la que decidía si sucedía algo. Tal vez la semana próxima le sugeriría otra sesión fuera de horario a su entrenador, con premio. Algo que le acelerase el pulso.
Lauren Parry llevó a Nikki Heat y a su periodista acompañante a través de la sala de autopsias hasta el cuerpo de Matthew Starr.
—Para variar, Nik —dijo la forense—, aún no hemos hecho el análisis de sustancias tóxicas, pero, salvo alguna sorpresa del laboratorio, la causa de la muerte ha sido un traumatismo contuso debido a la caída desde una altura excesiva.
—¿Y qué casilla vas a marcar, la de homicidio o la de suicidio?
—Para eso te he llamado. He encontrado algo que indica que ha sido un homicidio. —La forense rodeó el cuerpo para situarse al otro lado y levantó la sábana—. Tiene una serie de contusiones del tamaño de un puño en el torso. Eso quiere decir que hace poco que le han pegado una paliza. Fíjate bien en esta de aquí.
Heat y Rook se inclinaron a la vez y ella retrocedió para evitar que se repitiera lo del anuncio de colonia del balcón. Él dio un paso atrás e hizo un gesto de «por favor, tú primero».
—Un golpe muy marcado —comentó la detective—. Se pueden adivinar los nudillos y, ¿de qué es esa forma hexagonal de ahí? ¿De un anillo? —Retrocedió para dejar paso a Rook y pidió—: Lauren, me gustaría tener una foto de eso.
Su amiga le tendió una inmediatamente.
—La subiré al servidor para que puedas hacer una copia. ¿Y tú qué has hecho? ¿Meterte en una pelea en un bar? —preguntó, mirando a Rook.
—¿Yo? Nada, sólo un poco de acción durante el cumplimiento del deber ayer. Mola, ¿eh?
—Por tu postura, yo diría que tienes una lesión intercostal justo aquí. —Le tocó las costillas sin hacer presión—. ¿Te duele cuando te ríes?
—Repite lo de «acción durante el cumplimiento del deber», es muy gracioso —dijo Heat.
La agente Heat pegó las instantáneas de la autopsia en la pizarra blanca de la oficina abierta para prepararse para la reunión sobre el caso con su unidad. Trazó una línea con un rotulador no permanente y escribió los nombres de las personas a las que correspondían las huellas que los forenses habían encontrado en las puertas del balcón, en el Guilford: Matthew Starr, Kimberly Starr, Matty Starr y Agda, la niñera. Raley llegó temprano con una bolsa de donuts y confirmó las reservas regulares de Barry Gable en el Beacon. Los empleados de recepción y del servicio habían identificado a Kimberly Starr como su invitada habitual.
—Ah, y ya está el resultado del laboratorio del análisis de los vaqueros de Barry el Bruto de Beacon —añadió—. No coinciden con el tejido del balcón.
—Era de esperar —dijo Heat—. Pero fue divertido ver lo rápido que estaba dispuesto a quitarse los pantalones.
—Divertido para ti —observó Rook.
Ella sonrió.
—Sí, definitivamente, una de las ventajas de este trabajo es poder ver cómo adorables patanes se despojan de sus vaqueros falsificados.
Ochoa entró precipitadamente, hablando mientras se dirigía hacia ellos.
—Llego tarde, pero es por una buena causa, no me digáis nada. —Sacó unas hojas impresas de su bolsa de mensajero—. Acabo de terminar la investigación de Kimberly Starr. ¿O debería decir de Laldomina Batastini de Queens?
El equipo se acercó mientras él iba leyendo extractos del expediente.
—Nuestra pija mamá Stepford nació y se crió en Astoria, sobre un salón de manicura y pedicura de Steinway. Más lejos de los colegios para chicas de Connecticut y de las academias de equitación, imposible. Veamos, abandonó el instituto… y tiene antecedentes penales. —Se lo pasó a Heat.
—Ningún delito grave —dijo—. Arrestos juveniles por robos en tiendas y, posteriormente, por posesión de hierba. Detención por conducir borracha y… ¿qué tenemos aquí? Dos arrestos a los diecinueve por actos lascivos con clientes. La joven Laldomina era bailarina erótica en varios clubs cerca del aeropuerto, en los que actuaba con el nombre de Samantha.
—Siempre he dicho que Sexo en Nueva York daba mal ejemplo —dijo Rook.
Ochoa volvió a coger la hoja de manos de Heat.
—He hablado con un colega de Antivicio. Kimberly, Samantha, o quienquiera que sea, se lió con un tío, un habitual del club, y se casó con él. Tenía veinte años. Él tenía sesenta y ocho y estaba forrado. El viejo verde ricachón era de una familia adinerada de Greenwich y la quería llevar al club de yates, así que…
—Deja que adivine, contrató a un Henry Higgins —lo interrumpió Rook. Los Roach lo miraron, confusos.
—Yo entiendo de musicales —dijo Heat. Junto con las películas de animación, Broadway era la gran evasión de Nikki de su trabajo en las otras calles de Nueva York. Eso cuando conseguía una entrada—. Quiere decir que su nuevo marido contrató a un profesor de buenos modales para que la convirtiera en alguien presentable. Una clase para tener clase.
—Y así nació Kimberly Starr —añadió Rook.
—El marido murió cuando ella tenía veintiún años. Sé lo que estás pensando, por eso lo comprobé a conciencia. Muerte natural, un ataque al corazón. El hombre le dejó un millón de dólares.
—Y ganas de más. Buen trabajo, detective. —Ochoa cogió un donut como premio y Heat continuó—: Raley y tú la mantendréis vigilada. No la perdáis de vista. No estoy preparada para mostrar mi mano hasta que vea qué más campa a sus anchas en otros frentes.
Heat había aprendido hacía años que la mayor parte del trabajo de un detective es trabajo sucio hecho a golpe de teléfono, combinando archivos y buscando en la base de datos del departamento. Las llamadas que había hecho la tarde anterior al abogado de Starr y a los detectives que llevaban denuncias personales habían dado sus frutos esa mañana con una retahíla de gente que había amenazado de muerte al promotor inmobiliario. Cogió el bolso y fichó su salida pensando que ya era hora de mostrarle a su famoso escritor de revistas de qué iba realmente el tema, pero no lo vio por ninguna parte.
Ya casi se había olvidado de Rook, cuando se lo encontró de pie en el vestíbulo de la comisaría, muy ocupado. Una mujer realmente despampanante estaba colocándole el cuello de la camisa. Luego la mujer soltó una carcajada mientras chillaba «¡Oh, Jamie!» y se quitó de la cabeza sus gafas de sol de diseño para sacudirse una melena de cuervo que le llegaba al hombro. Heat vio cómo se le acercaba para susurrarle algo, presionando sus pechos contra él, que no retrocedió. ¿Qué estaba haciendo Rook, un anuncio de colonia con cada maldita mujer de la ciudad? Entonces se detuvo. ¿Qué le importaba a ella?, pensó. Le fastidiaba que aquello le molestase. Así que mandó todo a paseo y se fue, enfadada consigo misma por haber mirado hacia ellos una última vez.
—Entonces, ¿cuál es el objetivo de este ejercicio? —preguntó Rook mientras se dirigían en coche a la zona residencial.
—Es algo a lo que los profesionales del mundo de la investigación llamamos detectar. —Heat sacó el expediente del bolsillo de la puerta del conductor y se lo pasó—. Alguien quería matar a Matthew Starr. Algunos de los que ves ahí lo amenazaron formalmente. A otros simplemente les molestaba.
—¿Y esto consiste en ir eliminando?
—Esto consiste en hacer preguntas y ver adónde nos llevan las respuestas. A veces eliminas a un sospechoso, a veces consigues información que no tenías y que te lleva a otro sitio. ¿Era aquélla otro miembro del club de fans de Jameson Rook?
Rook se rió.
—¿Bree? Por favor, no.
Condujeron una manzana más en silencio.
—Pues parecía una gran fan.
—Bree Flax es una gran fan, tienes razón. De Bree Flax. Trabaja como autónoma para revistas de moda, siempre merodeando en busca de la auténtica noticia delictiva que pueda convertir en un libro instantáneo. Ya sabes, arrancado directamente de los titulares. Toda aquella opereta era para intentar sonsacarme información confidencial sobre Matthew Starr. —Rook sonrió—. Por cierto, se deletrea F-l-a-x, por si quieres expedir un cheque.
—¿Y qué se supone que significa eso?
Rook no contestó. Se limitó a dedicarle una sonrisa que hizo que se ruborizara. Ella se volvió y fingió atender a los coches que se aproximaban a la intersección por su ventanilla lateral, preocupada por lo que él habría leído en su cara.
Arriba, en el último piso del edificio Marlowe, la ola de calor no existía. En el envolvente frescor de su despacho de dirección, Omar Lamb escuchaba la grabación de su llamada telefónica amenazando a Matthew Starr. Estaba tranquilo, las palmas de sus manos descansaban planas y relajadas sobre su cartapacio de piel mientras el diminuto altavoz de la grabadora digital vibraba con una versión enfurecida de él mismo escupiendo improperios y descripciones gráficas de lo que le iba a hacer a Starr, incluyendo los lugares de su cuerpo en los que introduciría una serie de utensilios, herramientas y armas de fuego. Cuando terminó, lo apagó sin mediar palabra. Nikki Heat estudió al promotor inmobiliario, su cuerpo de gimnasio, las mejillas hundidas y sus ojos de «para mí estas muerto». Una oleada de aire refrigerado salió susurrante de los ventiladores invisibles para llenar el silencio. Por primera vez en cuatro días sentía frío. Aquello se parecía mucho a una morgue.
—¿De verdad me grabó diciendo eso?
—El abogado del señor Starr lo adjuntó cuando interpuso la denuncia por amenazas.
—Venga ya, detective, las personas dicen constantemente que van a matar a otras personas.
—Y a veces lo hacen.
Rook observaba sentado desde el alféizar de la ventana, donde dividía su atención entre Omar Lamb y el solitario patinador que desafiaba al calor en la pista de patinaje Trump de Central Park, treinta y cinco pisos más abajo. Por ahora, pensó Heat, gracias a Dios, parecía que iba a seguir sus instrucciones de no inmiscuirse.
—Matthew Starr era un titán de esta industria y lo echaremos de menos. Yo lo respetaba y lamento profundamente la llamada telefónica que hice. Su muerte ha sido una pérdida para todos nosotros.
Heat supo nada más verlo que aquel tipo iba a ser duro de pelar. Ni miró su placa cuando entró, ni pidió la presencia de su abogado. Decía que no tenía nada que ocultar, y si lo tenía, ella tenía la sensación de que era demasiado listo como para decir alguna estupidez. No era del tipo de hombres que se tragaban la vieja historia del zoo del calabozo. Así que decidió seguirle la corriente y esperar su oportunidad.
—¿Por qué toda esa bilis? —le preguntó—. ¿Qué podía haberle molestado tanto de un rival en los negocios?
—¿Mi rival? Matthew Starr no tenía la categoría suficiente para ser calificado como mi rival. Matthew Starr necesitaba una escalera para besarme el culo.
Ahí estaba. Había encontrado una herida abierta en la resistente piel de Omar Lamb. Su ego. Heat lo aprovechó. Se burló de él.
—Chorradas.
—¿Chorradas? ¿Ha dicho chorradas? —Lamb se puso bruscamente en pie y saltó como un héroe de detrás de la fortaleza de su mesa para enfrentarse a ella. Estaba claro que esto no iba a ser un anuncio de colonia.
Ella ni siquiera parpadeó.
—Starr tenía más propiedades que nadie en la ciudad. Muchas más que usted, ¿no es así?
—Tratamiento de residuos, restricciones medioambientales, derechos limitados sobre el aire… ¿Qué significa «más» cuando se refiere a basura?
—Eso me suena a rival. Debe de ser muy duro bajarse la cremallera y ponerlas sobre la mesa para darse cuenta de que uno se ha quedado corto.
—Oiga, ¿quiere algo que medir? —Eso estaba bien. Le encantaba hacer salir a los chicos duros en la conversación—. Pues mida todas las propiedades que Matthew Starr me robó delante de mis narices. —Con un dedo al que le habían hecho la manicura, le fue dando golpecitos en el hombro para destacar cada componente de su listado—. Amañaba permisos, sobornaba a inspectores, compraba por debajo de precio, vendía por encima del valor, entregaba menos de lo que prometía.
—Vaya —dijo Heat—, casi no me extraña que quisiera matarlo.
Esta vez el promotor sonrió.
—Buen intento. Escuche. Sí, amenacé a ese tipo en el pasado. He dicho «pasado». Hace años. Ahora mire estas cifras. Incluso sin contar con la recesión, Starr estaba acabado. No necesitaba matarlo. Era un muerto viviente.
—Eso lo dice su rival.
—¿No me cree? Vaya a cualquiera de sus oficinas.
—¿Para qué?
—Oiga, ¿quiere que haga todo el trabajo por usted? —Ya en la puerta, mientras se iban, Lamb dijo—: Una cosa. Leí en el Post que se había caído desde un sexto piso.
—Así es, desde el sexto —dijo Rook. La primera cosa que decía y era para provocarla.
—¿Sufrió?
—No —dijo Heat—, murió en el acto.
Lamb sonrió, mostrando una hilera de dientes perfectos.
—Bueno, tal vez en el infierno, entonces.
Su Crown Victoria dorado rodaba hacia el sur por la autopista de la Costa Oeste con el aire acondicionado al máximo y la humedad condensándose en jirones de niebla alrededor de las salidas de aire del salpicadero.
—¿Qué te parece? —preguntó Rook—. ¿Crees que Omar se lo cargó?
—Podría ser. Lo tengo en mi lista, pero la idea no era ésa.
—Así me gusta, detective. Sin prisa. Total, sólo hay, ¿cuántos? ¿Tres millones más de personas a quien ir a conocer y saludar en Nueva York? No es que no seas una agradable entrevistadora.
—Vaya, qué impaciencia. ¿Acaso le dijiste a Bono que estabas harto de los dispensarios en Etiopía? ¿Presionaste a los líderes militares chechenos para conseguir la paz? «Venga, Iván, veamos un poco de acción de líderes militares».
—Me gusta ir al grano, eso es todo.
A ella le gustó ese cambio radical. La mantenía fuera del radar personal de él, así que continuó por ahí.
—¿De verdad quieres aprender algo mientras te estás documentando para ese proyecto tuyo? Prueba a escuchar. Esto es una investigación policial. Los asesinos no andan por ahí con cuchillos ensangrentados encima, y los ladrones de casas no van vestidos como Hamburglar. Hay que hablar con la gente. Escuchar. Ver si ocultan algo. O, en ocasiones, si prestas atención, puedes ir más allá y obtener información que no tenías antes.
—¿Como cuál?
—Como ésta.
Cuando llegaron al edificio Starr, situado en la Avenida 11 en el Lower West Side, lo encontraron desierto. Ni rastro de obreros. Era una obra fantasma. Aparcó a un lado de la calle, en la sucia franja entre el bordillo y el cierre de contrachapado de la obra. Salieron del coche.
—¿Oyes lo mismo que yo? —preguntó Nikki.
—No oigo nada.
—Exacto.
—Oiga, señorita, esto es propiedad privada, lárguese. —Un tipo con casco y sin camisa soltaba una nubecilla de polvo al caminar hacia ellos, que manipulaban la puerta cerrada con una cadena. La forma en que se pavoneaba y aquella barriga hizo que Heat se imaginara a alborozadas amas de casa de Nueva Jersey metiéndole billetes de un dólar en su tanga—. Tú también, colega —dijo, dirigiéndose a Rook—. Bye, bye. —Heat hizo brillar la hojalata y Descamisado pronunció la palabra que empieza por «j».
—Vale —dijo Rook.
Nikki Heat se le encaró.
—Quiero hablar con tu capataz.
—No creo que eso sea posible.
Ella se llevó una mano ahuecada a la oreja.
—¿Me has oído preguntar? No, definitivamente no creo que fuera una pregunta.
—Dios mío, ¿Jamie? —La voz venía del otro lado del patio. Un hombre escuálido con gafas de sol y calentadores de satén azul estaba en la puerta abierta de la caravana de la obra.
—¡Vaya! —gritó Rook—. ¡Tommy el Gordo!
El hombre los saludó con la mano.
—Venga, daos prisa, no tengo el aire acondicionado encendido para refrescar a medio estado.
Una vez dentro de la caravana doble, Heat se sentó con Rook y su amigo, pero no en la silla que éste le ofreció. Aunque actualmente no había ninguna orden judicial relacionada con él, Tomaso —Tommy el Gordo— Nicolosi pertenecía a una de las familias de Nueva York, y el sentido común le decía que no debía quedarse encajonada entre la mesa y la pared de contrachapado. Se sentó en la silla que estaba más en el extremo y la giró para no estar de espaldas a la puerta. A pesar de su sonrisa, la forma en que la miró Tommy el Gordo le hizo ver que sabía exactamente qué estaba haciendo.
—¿Qué te ha pasado, Tommy el Gordo? Ya no estás gordo.
—Mi mujer me ha puesto a dieta. Dios mío, ¿ha pasado tanto tiempo desde la última vez que nos vimos? —Se quitó las gafas polarizadas y dirigió una mirada a Heat—. Jamie estuvo haciendo un artículo hace un par de años sobre «la vida» en Staten Island. Nos conocimos, parecía un buen tipo, para ser periodista, y qué le parece, al final acabó haciéndome un pequeño favor. —Heat esbozó una sonrisa y él se rió—. No se preocupe, detective, fue algo legal.
—Sólo maté a un par de tíos, eso fue todo.
—Qué bromista. ¿Sabía que es un bromista?
—¿Jamie? Me toma el pelo continuamente —dijo ella.
—Bien —dijo Tommy el Gordo—. Está claro que esto no es una visita de cortesía, así que vayamos al grano. Nosotros dos nos podemos poner al día más tarde.
—Este edificio es del constructor Matthew Starr, ¿no?
—Lo era hasta ayer por la tarde. —Aquel graciosillo tenía una de esas caras perpetuamente equilibradas entre la amenaza y la diversión. Heat podía haber entendido su respuesta como un chiste o como un hecho.
—¿Le importa que le pregunte cuál es su trabajo aquí?
Se recostó en la silla, se relajó; estaba en su elemento.
—Consultoría laboral.
—No veo que se esté llevando a cabo ningún trabajo.
—Qué directa. Lo dejamos hace una semana. Problemas con los incentivos. Starr no nos pagaba lo acordado.
—¿Qué clase de acuerdo era ése, señor Nicolosi? —Sabía de sobra qué era. Lo llamaban de mil maneras diferentes. Principalmente, «impuesto extraoficial de construcción». El porcentaje actual solía ser de un dos por ciento. Y no iba a parar al gobierno.
—Me cae bien tu novia —dijo, volviéndose hacia Rook.
—Repita eso y le parto las piernas —amenazó ella.
Él la miró, sopesando si sería capaz, luego sonrió.
—No hablará en serio, ¿verdad?
Rook lo corroboró con un ligero movimiento de cabeza.
—Vaya —dijo Tommy el Gordo—, me habéis engañado. De todos modos, le debo una a Jamie, así que responderé a la pregunta. ¿Qué tipo de acuerdo? Llamémosle «tasa de expedición». Sí, ese nombre es apropiado.
—¿Por qué dejó de pagar Starr, Tommy? —Rook estaba haciendo preguntas, pero ella se alegró de que participara, relevándola para sonsacarle desde ángulos que ella no podía. Llamémoslo poli bueno y poli malo.
—Tío, ese hombre estaba arruinado. Nos lo dijo, y nos fuimos. Tenía el agua tan hasta el cuello que le estaban saliendo branquias. —Tommy el Gordo se rió de su propio chiste y añadió—: No nos importa.
—¿Han matado a alguien alguna vez por eso? —preguntó Rook.
—¿Por eso? Venga ya. Nosotros nos limitamos a cerrar el chiringuito y a dejar que la naturaleza siga su curso. —Se encogió de hombros—. Bueno, a veces la gente lo paga con la muerte, pero éste no era el caso. Al menos no en principio. —Se cruzó de brazos y sonrió burlonamente—. ¿De verdad no es tu novia?
Con unas carnitas y unos burritos en Chipotle delante, Heat le preguntó a Rook si aún tenía la sensación de que estaban dando palos de ciego. Antes de responder, Rook sorbió los cubitos de hielo con su pajita, aspirando más Coca-Cola light.
—Bueno —dijo finalmente—, no creo que hayamos conocido hoy al asesino de Matthew Starr, si es eso a lo que te refieres.
Tommy el Gordo entraba y salía de su cabeza como posible candidato, pero eso se lo guardó para sí. Él le leyó el pensamiento.
—Si Tommy el Gordo me dice que él no se cargó a Matthew Starr, no hay más que hablar.
—Vaya, caballero, parece que lleva a un investigador dentro.
—Conozco a ese tío.
—¿Te acuerdas de lo que te dije antes de lo de hacer preguntas y ver adonde llevaban las respuestas? A mí me han llevado hasta una imagen de Matthew Starr que no me encaja. ¿Qué imagen quería dar él? —Dibujó un marco en el aire con ambas manos—. De persona de éxito, respetable y, sobre todo, con mucho dinero. Bien, ahora pregúntate esto. ¿Con tanto dinero y no podía pagar su impuesto a la mafia? ¿El incentivo que hace que el hormigón siga brotando y el acero levantándose? —Hizo una bola con el envoltorio y se puso en pie—. Vamos.
—¿Adónde?
—A hablar con el gestor de Starr. Míralo por este lado, así tienes otra oportunidad para que veas mi actitud más encantadora.
Los oídos de Heat se destaponaron en el rápido ascensor que se dirigía al ático del Starr Pointe, el cuartel general de Matthew Starr en la 57 Oeste cerca de Carnegie Hall. Salieron al opulento vestíbulo y le susurró a Rook:
—¿Te has dado cuenta de que este despacho está un piso más arriba que el de Omar Lamb?
—Creo que podríamos decir sin temor a equivocarnos que, hasta el final, Matthew Starr tuvo muy en cuenta las alturas.
Se presentaron en recepción. Mientras esperaban, Nikki Heat examinó una galería de fotos enmarcadas de Matthew Starr con presidentes, miembros de la realeza y famosos. En la pared del fondo, una pantalla plana reproducía silenciosamente un vídeo publicitario corporativo de Promociones Inmobiliarias Starr. En una urna para trofeos de cristal, debajo de triunfantes maquetas a escala de edificios de oficinas de Starr y relucientes réplicas del G-4 y del Sikorsky-76, se extendía una larga hilera de tarros de cristal de mermelada llenos de tierra. Sobre cada uno de ellos, una fotografía de Matthew Starr poniendo el primer ladrillo en la obra en la que habían llenado el tarro.
Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
vaya palizon que te vas a pegar para escribir todo el libro, pero si ya apenas vale nada el libro, ya ha salido en bolsillo y vale menos de 10 euros, que no sean tan perros y se arrasquen el bolsillo un pocos los que aun no se lo han leido, que no es para tanto el precio, si no me equivoco sale por 8.95 euros.
cimbarro- Policia de homicidios
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Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
cimbarro escribió:vaya palizon que te vas a pegar para escribir todo el libro, pero si ya apenas vale nada el libro, ya ha salido en bolsillo y vale menos de 10 euros, que no sean tan perros y se arrasquen el bolsillo un pocos los que aun no se lo han leido, que no es para tanto el precio, si no me equivoco sale por 8.95 euros.
No es molestia, ademas ya lo tengo escrito y solo tengo que subirlo€ porque con los timpos que corren si te ahorras 9 euros de aqui o otros 9 de alla, al final puedes comprarte algo mas importante
Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
Mu chas gracias por ponerlo aquí, pero yo lo voy a leer aquí hasta que pueda comprarlo
Invitado- Invitado
Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
Capítulo 3
Heat y Rook siguieron a Noah Paxton un par de pasos por detrás mientras éste los guiaba a través de los despachos y cubículos vacíos del cuartel general de Promociones Inmobiliarias Starr. En claro contraste con la desbordante opulencia del vestíbulo, el ático de la torre Starr Pointe, de treinta y seis pisos, tenía el sonido hueco y el aspecto de un gran hotel sobre el que se hubiera ejecutado una hipoteca después de que los acreedores lo hubieran expoliado de todo lo que no estuviera clavado al suelo. El espacio tenía un aire fantasmagórico, como si se hubiera producido un desastre biológico. No de simple vacío, sino de abandono.
Paxton señaló una puerta abierta y entraron en su despacho, el único de los que Heat había visto que aún estaba en funcionamiento. Supuestamente, él era el director financiero de la empresa, pero sus muebles eran una mezcla de Staples, Office Depot y muebles de Lavender de segunda mano. Sencillo y funcional, pero no del estilo de un directivo de una empresa de Manhattan, ni siquiera de una empresa venida a menos. Y, por supuesto, nada adecuado a la marca de la casa Starr de ostentación y arrogancia.
Nikki Heat oyó una risita ahogada de Rook y siguió la mirada que el periodista dirigía a un póster de un gatito colgado de un árbol. Bajo sus patas traseras se podía leer la frase: «Aguanta, nene». Paxton no les ofreció café de su cafetera, que llevaba hecho cuatro horas; se limitaron a tomar asiento en unas sillas para invitados desparejadas. Él se acomodó en la curva interior de su mesa de trabajo con forma de herradura.
—Hemos venido para que nos ayude a entender el estado financiero del negocio de Matthew Starr —dijo la detective, haciendo que sonara trivial y neutral. Noah Paxton estaba tenso. Ella estaba acostumbrada a eso; la gente se ponía nerviosa delante de las placas, igual que las batas blancas de los médicos. Pero este tipo era incapaz de mantener el contacto visual, una señal de alarma de libro. Parecía distraído, como si estuviera preocupado porque hubiera dejado la plancha enchufada en casa y quisiera ir allí cuanto antes. Decidió hacerlo de forma suave. A ver qué dejaba caer cuando se relajara.
Él miró de nuevo su tarjeta de visita.
—Por supuesto, detective Heat. —Una vez más intentó sostener su mirada, pero sólo lo consiguió a medias. Hizo como que examinaba de nuevo la tarjeta—. Aunque tengo una duda —añadió.
—Adelante —dijo ella, alerta por si intentaba esquivar la pregunta o por si llamaba a la oficina abierta para que viniera un picapleitos.
—No quiero ofenderle, señor Rook.
—Jamie, por favor.
—Tener que responder a las preguntas de la policía es una cosa. Pero si pretende publicar una exclusiva mía en Vanity Fair o First Press…
—No se preocupe —lo tranquilizó Rook.
—Por respeto a la memoria de Matthew y a su familia, no pienso airear sus negocios en las páginas de ninguna revista.
—Sólo me estoy documentando para un artículo que estoy preparando sobre la agente Heat y su brigada. Cualquier cosa que diga sobre los negocios de Matthew Starr será extraoficial. Lo he hecho con Mick Jagger, podré hacerlo con usted.
Heat no daba crédito a lo que acababa de oír. El desgastado ego de un famoso periodista en acción. No sólo había dejado caer como quien no quiere la cosa un nombre, sino también un favor. Y lo que estaba claro era que eso no ayudaría a conseguir que Paxton estuviera predispuesto.
—Es un momento horrible para hacer esto —dijo, poniéndola a prueba, ahora que Rook había aceptado sus condiciones. Se alejó para analizar lo que quiera que estaba en su pantalla plana y luego volvió con ella—. No lleva muerto ni veinticuatro horas. Estoy en pleno… Bueno, ya se lo puede imaginar. ¿Qué le parecería mañana?
—Son sólo unas cuantas preguntas.
—Sí, pero los archivos están… Bueno, lo que quiero decir es que no lo tengo todo —chasqueó los dedos— a mano. Haremos una cosa. ¿Por qué no me dice lo que necesita para tenerlo listo cuando vuelva?
Vale. Había intentado ser amable. Pero él seguía sin cooperar y ahora creía que podía echarla de allí para fijar una cita de su conveniencia. Decidió que había llegado el momento de cambiar de táctica.
—Noah. ¿Le importa que le llame Noah? Quiero que esto continúe en un tono cordial mientras le digo lo que vamos a hacer, ¿de acuerdo? Esto es la investigación de un homicidio. No sólo le voy a hacer unas cuantas preguntas aquí y ahora, sino que espero que las responda. Y no me preocupa lo más mínimo si tiene sus números —chasqueó los dedos— a mano. ¿Sabe por qué? Porque mis contables forenses van a revisar sus libros. Así que decida ya lo cordial que va a ser esto. ¿Nos entendemos, Noah?
Tras una brevísima pausa, el hombre le hizo un resumen en una sola frase:
—Matthew Starr estaba arruinado.
Una declaración de hechos tranquila y moderada. ¿Qué más oyó Nikki Heat oculto tras ello? Franqueza, con toda certeza. Él la miró directamente a los ojos cuando lo dijo, ahora no había ningún tipo de evasión, sólo claridad. Pero había algo más, es como si se estuviera acercando a ella, mostrándole algún sentimiento más, y justo cuando se estaba devanando los sesos en busca de la palabra que lo definiera, Noah Paxton dijo como si estuviera con ella dentro de su mente:
—Qué alivio. —Eso era, alivio—. Por fin puedo hablar con alguien de esto.
Durante la hora siguiente, Noah hizo algo más que hablar. Desentrañó la historia de cómo una máquina de hacer dinero caracterizada por su personalidad había llegado a lo más alto pilotada por el ostentoso Matthew Starr, amasando capital, adquiriendo propiedades clave y construyendo edificios emblemáticos que permanecerían para siempre dibujados en la imagen mundial del skyline de Nueva York, y que luego había sido volada por los aires por el propio Starr. Era la historia de una caída en barrena desde lo más alto.
Paxton, que según los informes de la empresa tenía treinta y cinco años, se había unido a la compañía con su recién estrenado MBA casi en el momento de pleno apogeo de la empresa. Su firme gestión de la financiación creativa para dar luz verde a la construcción del vanguardista StarrScraper en Times Square lo había consolidado como el empleado de mayor confianza de Matthew Starr. Tal vez porque había decidido cooperar, Nikki miraba a Noah Paxton y le inspiraba confianza. Era sólido, competente, un hombre capaz de guiarte en medio de la batalla.
No tenía mucha experiencia con hombres como él. Los había visto, por supuesto, en el tren de la Metro-North en dirección a Darien al final del día, con las corbatas flojas, sorbiendo una lata de cerveza del vagón cafetería con algún compañero o vecino. O con sus esposas vestidas de Anne Klein, cenando un menú degustación antes de asistir a algún espectáculo de Broadway. Podría haber sido Nikki la que estuviera a la luz de las velas con el cosmopolitan de Absolut, poniéndolo al corriente de la reunión con los profesores y planificando la semana en el viñedo, si las cosas hubieran sido diferentes para ella. Se preguntó cómo sería tener un césped y una vida segura con un Noah.
—Esa confianza que Matthew tenía en mí —continuó— era un arma de doble filo. Yo guardaba todos los secretos. Pero también conocía todos los secretos.
El secreto más desagradable, según Noah Paxton, era que su jefe con toque de Midas estaba llevando a su empresa a la ruina de forma imparable.
—Demuéstremelo —pidió la detective.
—¿Quiere decir ahora?
—Ahora o en un escenario más… —conocía el baile y dejó que su pausa hiciera su trabajo— formal. Usted elige.
Abrió una serie de hojas de cálculo en su Mac y los invitó a sentarse dentro de la U de su lugar de trabajo para verlas en la gran pantalla plana. Las cifras eran alarmantes. Luego vino una progresión de gráficos que hacían una crónica del viaje de un vital promotor inmobiliario que prácticamente imprimía dinero hasta su caída en picado desde una montaña de números rojos, bastante antes de la crisis de los créditos hipotecarios, que le llevó a la debacle de la ejecución hipotecaria.
—¿Así que esto no tiene nada que ver con los tiempos difíciles de la crisis económica? —preguntó Heat, señalando por encima del hombro de él lo que a ella le parecía una escalera pintada de rojo que conducía al sótano.
—No. Y gracias por no tocar mi monitor. Nunca he entendido por qué hay gente que tiene que tocar las pantallas de los ordenadores cuando señalan.
—Son los mismos que necesitan imitar un teléfono con los dedos cuando dicen «llámame». —Se rieron y a ella le llegó el aroma a cítricos y a limpio que él desprendía. L'Occitane, adivinó.
—¿Cómo se las arregló para seguir en el negocio? —preguntó Rook cuando volvieron a sus asientos.
—Ése era mi trabajo, y no era nada fácil. Y le prometo que todo era legal —dijo, mirando a Nikki de forma reveladora.
—Explíqueme cómo —se limitó a decir ella.
—Muy fácil. Empecé a liquidar y a diversificar. Pero cuando el desplome inmobiliario llegó, nos comieron la tostada. Entonces fue cuando caímos en picado financieramente hablando. Y cuando empezamos a tener problemas para mantener nuestras relaciones laborales. Tal vez lo ignore, pero actualmente nuestras obras están paradas. —Nikki asintió y barrió con la mirada al campeón de Tommy el Gordo—. No podíamos pagar nuestra deuda, no podíamos continuar construyendo. Es una regla muy simple: no hay edificio, no hay alquiler.
—Parece una pesadilla —observó Heat.
—Para tener una pesadilla hay que ser capaz de dormir. —Ella se fijó en la manta doblada con la almohada encima del sofá del despacho—. Digamos que nuestras vidas se convirtieron en un infierno. Y esto es sólo el aspecto financiero del negocio. Ni siquiera he mencionado aún sus problemas personales de dinero.
—¿La mayoría de los altos cargos de las empresas no ponen un cortafuegos entre su empresa y sus finanzas personales? —preguntó Rook.
Una pregunta realmente maravillosa. «Finalmente está actuando como un periodista», pensó Nikki, así que ella cogió el tren.
—Siempre había pensado que la idea era estructurar las cosas para que un fallo en los negocios no estropeara el lado personal, y viceversa.
—Y eso fue lo que yo hice cuando me puse al frente también de sus finanzas familiares. Pero en ambos lados del cortafuegos el dinero estaba ardiendo. Ya ve… —Se puso serio, y su joven rostro envejeció veinte años—. De verdad, necesito que me aseguren que esto es extraoficial. Que no saldrá de aquí.
—Yo puedo prometérselo —dijo Rook.
—Yo no —dijo la agente Heat—. Ya se lo dije. Ésta es la investigación de un homicidio.
—Ya —dijo él—. Matthew Starr tenía algunas costumbres personales que comprometieron su fortuna personal. Hacía daño. —Noah hizo una pausa y luego ya no pudo detenerse—: En primer lugar, era un jugador compulsivo. Y con ello me refiero a un jugador perdedor. No sólo sangraba a los casinos desde Atlantic City a Mohegan Sun, sino que también apostaba a los caballos y al fútbol americano con corredores de apuestas locales. A alguno de esos personajes les debía grandes cantidades de dinero.
Heat escribió sólo tres palabras en su cuaderno de espiral: «Corredores de apuestas».
—Y luego estaban las prostitutas. Matthew tenía ciertos… ¿cómo decirlo…? gustos sobre los que no vamos a entrar en detalles en este momento, a menos que usted indique lo contrario, quiero decir, y los satisfacía con prostitutas muy caras, de alto standing.
Rook no se pudo contener:
—Ésa es una colocación que siempre me choca: «alto standing» y «prostituta». ¿Es su nivel laboral o una postura sexual? —Recibió unas silenciosas miradas como respuesta y susurró—: Lo siento. Continúen.
—Podría detallarle la tasa de despilfarro, aunque huelga decir que esos y otros hábitos acabaron con él financieramente. La pasada primavera tuvimos que vender la propiedad familiar de los Hamptons.
—Stormfall. —Nikki recordó el enfado de Kimberly Starr, que aseguraba que el asesinato nunca habría tenido lugar si hubieran estado en los Hamptons. Ahora entendía su profundidad e ironía.
—Sí, Stormfall. No es necesario que le cuente lo que se fue por el desagüe con la venta de esa propiedad tal y como está el mercado. Se la vendimos a algún famoso que salía en un reality show y perdimos millones. El dinero de la venta apenas afectó a la deuda de Matthew. Las cosas iban tan mal que me ordenó que dejara de pagar su seguro de vida, que dejó vencer en contra de mi consejo.
Heat apuntó dos nuevas palabras: «Sin seguro».
—¿La señora Starr lo sabía? —Por el rabillo del ojo vio cómo Rook se inclinaba hacia delante en su silla.
—Sí, lo sabía. Yo hice todo lo que pude para ahorrarle a Kimberly los detalles más escabrosos de los gastos de Matthew, pero sabía lo del seguro de vida. Yo estaba allí cuando Matthew se lo dijo.
—¿Y cómo reaccionó?
—Dijo que… —Hizo una pausa—. Tiene que entender que estuviera enfadada.
—¿Qué dijo, Noah? ¿Cuáles fueron sus palabras exactas, si las recuerda?
—Dijo: «Te odio. No me vas a dar nada bueno ni muerto».
Cuando volvían en el coche a la ciudad, Rook fue directo a la afligida viuda.
—Vamos, detective Heat, ¿«no me vas a dar nada bueno ni muerto»? Tú dices que hay que reunir información para pintar un cuadro. ¿Qué te parece el retrato que hemos visto de Samantha, la Bailarina Erótica?
—Pero sabía que no tenía seguro de vida. ¿Dónde está el móvil?
Él sonrió burlón y la provocó de nuevo:
—Caray, no lo sé, pero mi consejo es continuar haciendo preguntas y ver adónde nos llevan.
—Que te den.
—¿Ahora que tienes otros panes en el horno eres desagradable conmigo?
—Soy desagradable porque eres un gilipollas. Y no sé a qué te refieres con lo de otros panes.
—Me refiero a Noah Paxton. No sabía si tirarte un cubo de agua por encima o fingir que me llamaban al móvil para dejaros solos.
—Por eso eres un simple escritor de revistas jugando a los policías. Tu imaginación es mucho mayor que tu comprensión de los hechos.
Él se encogió de hombros.
—Supongo que estoy equivocado. —Y en su rostro apareció esa sonrisa, la que hacía que ella se ruborizara. Y allí estaba ella de nuevo, atormentándose por Rook por algo de lo que se tenía que haber reído. En lugar de eso, cogió su manos libres y utilizó el modo de marcación rápida para llamar a Raley.
—Raley, soy yo. —Inclinó la cabeza hacia Rook y su voz sonó enérgica y formal, para que él no se perdiera su intención, aunque rebosara de mensajes subliminales—. Quiero que investigues al tío de las finanzas de Matthew Starr. Se llama Noah Paxton. Sólo a ver qué aparece: condenas, arrestos, lo de siempre.
Cuando colgó, Rook la miró divertido. Eso no iba a llevar a ningún sitio que le gustara, pero tuvo que decirlo:
—¿Qué pasa? —Él no respondió—. ¿Qué?
—Olvidaste pedirle que se enterara de qué colonia usa Paxton. —Y abrió una revista y se puso a leer.
El agente Raley levantó la vista del ordenador cuando Heat y Rook entraron en la oficina abierta.
—El tío ese que querías que investigara, ¿Noah Paxton?
—¿Sí? ¿Has encontrado algo?
—Aún no. Pero acaba de llamarte.
Nikki evitó la mirada burlona que le dirigía Rook y echó un vistazo al montón de mensajes que tenía sobre la mesa. El de Noah Paxton estaba arriba de todo. No lo cogió. En vez de eso le preguntó a Raley si Ochoa había llegado. Estaba vigilando a Kimberly Starr. La viuda estaba pasando la tarde en Bergdorf Goodman.
—Dicen que ir de compras es un bálsamo para los afligidos —señaló Rook—. O tal vez la feliz viuda esté devolviendo algunos modelitos de diseño para conseguir algo de dinero.
Cuando Rook desapareció en el baño de hombres, Heat marcó el número de Noah Paxton. No tenía nada que ocultarle a Rook, simplemente no quería tratos con sus burlas de preadolescente. Ni ver esa sonrisa que la hacía derretirse. Maldijo al alcalde por la deuda que había hecho que ella tuviera que soportarlo.
Paxton contestó y le dijo que había encontrado los documentos del seguro de vida que quería ver.
—Bien, enviaré a alguien a buscarlos.
—También he recibido la visita de esos contables forenses de los que me habló. Copiaron todos mis archivos y se fueron. Usted no bromeaba.
—Son los dólares de sus impuestos en acción. —No pudo resistirse a añadir—: ¿Paga sus impuestos?
—Sí, aunque no es necesario que se fíe de mí. Sus censores jurados de cuentas con placas y pistolas parecen capaces de informarla.
—Cuente con ello.
—Escuche, sé que no me he mostrado demasiado abierto a cooperar.
—Lo ha hecho bastante bien. Después de que lo amenazara.
—Me gustaría pedirle disculpas. Al parecer, no llevo bien el dolor.
—No sería el primero, Noah —dijo Nikki—, créame.
Esa noche se sentó sola en la fila central del cine, riendo y engullendo palomitas. Nikki Heat estaba hechizada, enfrascada en una inocente historia y embelesada por la maravillosa animación digital. Se dejó llevar como si fuera una casa atada a un millar de globos. Sólo noventa minutos después, volvió a soportar de nuevo su carga mientras volvía a casa atontada por la ola de calor, que hacía que ascendieran desagradables olores por las rejillas del metro e, incluso en la oscuridad, dejaba sentir el calor acumulado durante el día que irradiaban los edificios al pasar al lado de ellos.
En momentos como ése, sin el trabajo para esconderse, sin las artes marciales para tranquilizarse, siempre le volvían aquellas imágenes a la cabeza. Ya habían pasado diez años, pero seguía siendo la semana pasada y la noche pasada y todas ellas entretejidas. El tiempo no importaba. Nunca lo hacía cuando volvía a revivir «la Noche».
Eran las primeras vacaciones universitarias de Acción de Gracias desde que sus padres se habían divorciado. Nikki se había pasado el día de compras con su madre, una tradición de la tarde anterior a Acción de Gracias transformada en una misión sagrada por la nueva soltería de su progenitora. Había una hija decidida a tener, si no el mejor día de Acción de Gracias de su vida, al menos uno lo más parecido posible a lo normal, a pesar de la silla vacía en la cabecera de la mesa y los fantasmas de tiempos más felices.
Aquella noche, ambas se encerraron como siempre hacían en la cocina del apartamento tamaño Nueva York para hacer tartas para el día siguiente. Manejando el rodillo para estirar la masa congelada, Nikki defendía su deseo de cambiarse de inglés a teatro. ¿Dónde estaba la canela en rama? ¿Cómo se podían haber olvidado de la canela en rama? Su madre nunca usaba canela molida en las tartas de los días de fiesta. Rallaba ella misma un palito, y ¿cómo podían haberlo pasado por alto en su lista?
Nikki se sintió como si le hubiera tocado la lotería cuando encontró un tarro de ellos en el pasillo de las especias de Morton Williams en Park Avenue South. Para asegurarse, cogió el móvil y llamó a su casa. Sonó y sonó. Cuando saltó el contestador, se dijo que quizá su madre no oía el teléfono con el ruido de la batidora. Pero luego contestó. Se disculpó con los chirridos del contestador de fondo, se estaba limpiando la mantequilla de las manos. Nikki odiaba la aguda reverberación del contestador, pero su madre nunca sabía cómo apagar ese maldito trasto sin desconectarlo. Estaban a punto de cerrar, ¿necesitaba algo más del súper? Esperó mientras su madre iba con el teléfono inalámbrico a ver si había leche condensada.
Entonces Nikki oyó el ruido de cristales rotos.
Y los gritos de su madre. Se le aflojaron las rodillas y llamó a su madre. La gente que estaba en las cajas volvió la cabeza. Otro grito. Mientras oía caerse el teléfono al otro lado de la línea, Nikki dejó caer el tarro de canela en rama y corrió hacia la puerta. Mierda, era la puerta de entrada. La abrió a la fuerza y se precipitó hacia la calle, donde casi la atropella un repartidor con su bicicleta. Dos manzanas de distancia. Mantenía el teléfono móvil pegado a la oreja mientras corría, rogándole a su madre que dijera algo, que cogiera el teléfono, que dijera qué había pasado. Oyó una voz masculina como en medio de un forcejeo. Los gemidos de su madre y cómo su cuerpo se desplomaba cerca del teléfono. Un sonido de algo metálico rebotando en el suelo de la cocina. Sólo una manzana más. Un repiqueteo de botellas en la puerta de la nevera. El ruido de una lata al abrirse. Pasos. Silencio.
Y luego, el débil y apagado gemido de su madre. Y a continuación sólo un susurro. «Nikki…».
Heat y Rook siguieron a Noah Paxton un par de pasos por detrás mientras éste los guiaba a través de los despachos y cubículos vacíos del cuartel general de Promociones Inmobiliarias Starr. En claro contraste con la desbordante opulencia del vestíbulo, el ático de la torre Starr Pointe, de treinta y seis pisos, tenía el sonido hueco y el aspecto de un gran hotel sobre el que se hubiera ejecutado una hipoteca después de que los acreedores lo hubieran expoliado de todo lo que no estuviera clavado al suelo. El espacio tenía un aire fantasmagórico, como si se hubiera producido un desastre biológico. No de simple vacío, sino de abandono.
Paxton señaló una puerta abierta y entraron en su despacho, el único de los que Heat había visto que aún estaba en funcionamiento. Supuestamente, él era el director financiero de la empresa, pero sus muebles eran una mezcla de Staples, Office Depot y muebles de Lavender de segunda mano. Sencillo y funcional, pero no del estilo de un directivo de una empresa de Manhattan, ni siquiera de una empresa venida a menos. Y, por supuesto, nada adecuado a la marca de la casa Starr de ostentación y arrogancia.
Nikki Heat oyó una risita ahogada de Rook y siguió la mirada que el periodista dirigía a un póster de un gatito colgado de un árbol. Bajo sus patas traseras se podía leer la frase: «Aguanta, nene». Paxton no les ofreció café de su cafetera, que llevaba hecho cuatro horas; se limitaron a tomar asiento en unas sillas para invitados desparejadas. Él se acomodó en la curva interior de su mesa de trabajo con forma de herradura.
—Hemos venido para que nos ayude a entender el estado financiero del negocio de Matthew Starr —dijo la detective, haciendo que sonara trivial y neutral. Noah Paxton estaba tenso. Ella estaba acostumbrada a eso; la gente se ponía nerviosa delante de las placas, igual que las batas blancas de los médicos. Pero este tipo era incapaz de mantener el contacto visual, una señal de alarma de libro. Parecía distraído, como si estuviera preocupado porque hubiera dejado la plancha enchufada en casa y quisiera ir allí cuanto antes. Decidió hacerlo de forma suave. A ver qué dejaba caer cuando se relajara.
Él miró de nuevo su tarjeta de visita.
—Por supuesto, detective Heat. —Una vez más intentó sostener su mirada, pero sólo lo consiguió a medias. Hizo como que examinaba de nuevo la tarjeta—. Aunque tengo una duda —añadió.
—Adelante —dijo ella, alerta por si intentaba esquivar la pregunta o por si llamaba a la oficina abierta para que viniera un picapleitos.
—No quiero ofenderle, señor Rook.
—Jamie, por favor.
—Tener que responder a las preguntas de la policía es una cosa. Pero si pretende publicar una exclusiva mía en Vanity Fair o First Press…
—No se preocupe —lo tranquilizó Rook.
—Por respeto a la memoria de Matthew y a su familia, no pienso airear sus negocios en las páginas de ninguna revista.
—Sólo me estoy documentando para un artículo que estoy preparando sobre la agente Heat y su brigada. Cualquier cosa que diga sobre los negocios de Matthew Starr será extraoficial. Lo he hecho con Mick Jagger, podré hacerlo con usted.
Heat no daba crédito a lo que acababa de oír. El desgastado ego de un famoso periodista en acción. No sólo había dejado caer como quien no quiere la cosa un nombre, sino también un favor. Y lo que estaba claro era que eso no ayudaría a conseguir que Paxton estuviera predispuesto.
—Es un momento horrible para hacer esto —dijo, poniéndola a prueba, ahora que Rook había aceptado sus condiciones. Se alejó para analizar lo que quiera que estaba en su pantalla plana y luego volvió con ella—. No lleva muerto ni veinticuatro horas. Estoy en pleno… Bueno, ya se lo puede imaginar. ¿Qué le parecería mañana?
—Son sólo unas cuantas preguntas.
—Sí, pero los archivos están… Bueno, lo que quiero decir es que no lo tengo todo —chasqueó los dedos— a mano. Haremos una cosa. ¿Por qué no me dice lo que necesita para tenerlo listo cuando vuelva?
Vale. Había intentado ser amable. Pero él seguía sin cooperar y ahora creía que podía echarla de allí para fijar una cita de su conveniencia. Decidió que había llegado el momento de cambiar de táctica.
—Noah. ¿Le importa que le llame Noah? Quiero que esto continúe en un tono cordial mientras le digo lo que vamos a hacer, ¿de acuerdo? Esto es la investigación de un homicidio. No sólo le voy a hacer unas cuantas preguntas aquí y ahora, sino que espero que las responda. Y no me preocupa lo más mínimo si tiene sus números —chasqueó los dedos— a mano. ¿Sabe por qué? Porque mis contables forenses van a revisar sus libros. Así que decida ya lo cordial que va a ser esto. ¿Nos entendemos, Noah?
Tras una brevísima pausa, el hombre le hizo un resumen en una sola frase:
—Matthew Starr estaba arruinado.
Una declaración de hechos tranquila y moderada. ¿Qué más oyó Nikki Heat oculto tras ello? Franqueza, con toda certeza. Él la miró directamente a los ojos cuando lo dijo, ahora no había ningún tipo de evasión, sólo claridad. Pero había algo más, es como si se estuviera acercando a ella, mostrándole algún sentimiento más, y justo cuando se estaba devanando los sesos en busca de la palabra que lo definiera, Noah Paxton dijo como si estuviera con ella dentro de su mente:
—Qué alivio. —Eso era, alivio—. Por fin puedo hablar con alguien de esto.
Durante la hora siguiente, Noah hizo algo más que hablar. Desentrañó la historia de cómo una máquina de hacer dinero caracterizada por su personalidad había llegado a lo más alto pilotada por el ostentoso Matthew Starr, amasando capital, adquiriendo propiedades clave y construyendo edificios emblemáticos que permanecerían para siempre dibujados en la imagen mundial del skyline de Nueva York, y que luego había sido volada por los aires por el propio Starr. Era la historia de una caída en barrena desde lo más alto.
Paxton, que según los informes de la empresa tenía treinta y cinco años, se había unido a la compañía con su recién estrenado MBA casi en el momento de pleno apogeo de la empresa. Su firme gestión de la financiación creativa para dar luz verde a la construcción del vanguardista StarrScraper en Times Square lo había consolidado como el empleado de mayor confianza de Matthew Starr. Tal vez porque había decidido cooperar, Nikki miraba a Noah Paxton y le inspiraba confianza. Era sólido, competente, un hombre capaz de guiarte en medio de la batalla.
No tenía mucha experiencia con hombres como él. Los había visto, por supuesto, en el tren de la Metro-North en dirección a Darien al final del día, con las corbatas flojas, sorbiendo una lata de cerveza del vagón cafetería con algún compañero o vecino. O con sus esposas vestidas de Anne Klein, cenando un menú degustación antes de asistir a algún espectáculo de Broadway. Podría haber sido Nikki la que estuviera a la luz de las velas con el cosmopolitan de Absolut, poniéndolo al corriente de la reunión con los profesores y planificando la semana en el viñedo, si las cosas hubieran sido diferentes para ella. Se preguntó cómo sería tener un césped y una vida segura con un Noah.
—Esa confianza que Matthew tenía en mí —continuó— era un arma de doble filo. Yo guardaba todos los secretos. Pero también conocía todos los secretos.
El secreto más desagradable, según Noah Paxton, era que su jefe con toque de Midas estaba llevando a su empresa a la ruina de forma imparable.
—Demuéstremelo —pidió la detective.
—¿Quiere decir ahora?
—Ahora o en un escenario más… —conocía el baile y dejó que su pausa hiciera su trabajo— formal. Usted elige.
Abrió una serie de hojas de cálculo en su Mac y los invitó a sentarse dentro de la U de su lugar de trabajo para verlas en la gran pantalla plana. Las cifras eran alarmantes. Luego vino una progresión de gráficos que hacían una crónica del viaje de un vital promotor inmobiliario que prácticamente imprimía dinero hasta su caída en picado desde una montaña de números rojos, bastante antes de la crisis de los créditos hipotecarios, que le llevó a la debacle de la ejecución hipotecaria.
—¿Así que esto no tiene nada que ver con los tiempos difíciles de la crisis económica? —preguntó Heat, señalando por encima del hombro de él lo que a ella le parecía una escalera pintada de rojo que conducía al sótano.
—No. Y gracias por no tocar mi monitor. Nunca he entendido por qué hay gente que tiene que tocar las pantallas de los ordenadores cuando señalan.
—Son los mismos que necesitan imitar un teléfono con los dedos cuando dicen «llámame». —Se rieron y a ella le llegó el aroma a cítricos y a limpio que él desprendía. L'Occitane, adivinó.
—¿Cómo se las arregló para seguir en el negocio? —preguntó Rook cuando volvieron a sus asientos.
—Ése era mi trabajo, y no era nada fácil. Y le prometo que todo era legal —dijo, mirando a Nikki de forma reveladora.
—Explíqueme cómo —se limitó a decir ella.
—Muy fácil. Empecé a liquidar y a diversificar. Pero cuando el desplome inmobiliario llegó, nos comieron la tostada. Entonces fue cuando caímos en picado financieramente hablando. Y cuando empezamos a tener problemas para mantener nuestras relaciones laborales. Tal vez lo ignore, pero actualmente nuestras obras están paradas. —Nikki asintió y barrió con la mirada al campeón de Tommy el Gordo—. No podíamos pagar nuestra deuda, no podíamos continuar construyendo. Es una regla muy simple: no hay edificio, no hay alquiler.
—Parece una pesadilla —observó Heat.
—Para tener una pesadilla hay que ser capaz de dormir. —Ella se fijó en la manta doblada con la almohada encima del sofá del despacho—. Digamos que nuestras vidas se convirtieron en un infierno. Y esto es sólo el aspecto financiero del negocio. Ni siquiera he mencionado aún sus problemas personales de dinero.
—¿La mayoría de los altos cargos de las empresas no ponen un cortafuegos entre su empresa y sus finanzas personales? —preguntó Rook.
Una pregunta realmente maravillosa. «Finalmente está actuando como un periodista», pensó Nikki, así que ella cogió el tren.
—Siempre había pensado que la idea era estructurar las cosas para que un fallo en los negocios no estropeara el lado personal, y viceversa.
—Y eso fue lo que yo hice cuando me puse al frente también de sus finanzas familiares. Pero en ambos lados del cortafuegos el dinero estaba ardiendo. Ya ve… —Se puso serio, y su joven rostro envejeció veinte años—. De verdad, necesito que me aseguren que esto es extraoficial. Que no saldrá de aquí.
—Yo puedo prometérselo —dijo Rook.
—Yo no —dijo la agente Heat—. Ya se lo dije. Ésta es la investigación de un homicidio.
—Ya —dijo él—. Matthew Starr tenía algunas costumbres personales que comprometieron su fortuna personal. Hacía daño. —Noah hizo una pausa y luego ya no pudo detenerse—: En primer lugar, era un jugador compulsivo. Y con ello me refiero a un jugador perdedor. No sólo sangraba a los casinos desde Atlantic City a Mohegan Sun, sino que también apostaba a los caballos y al fútbol americano con corredores de apuestas locales. A alguno de esos personajes les debía grandes cantidades de dinero.
Heat escribió sólo tres palabras en su cuaderno de espiral: «Corredores de apuestas».
—Y luego estaban las prostitutas. Matthew tenía ciertos… ¿cómo decirlo…? gustos sobre los que no vamos a entrar en detalles en este momento, a menos que usted indique lo contrario, quiero decir, y los satisfacía con prostitutas muy caras, de alto standing.
Rook no se pudo contener:
—Ésa es una colocación que siempre me choca: «alto standing» y «prostituta». ¿Es su nivel laboral o una postura sexual? —Recibió unas silenciosas miradas como respuesta y susurró—: Lo siento. Continúen.
—Podría detallarle la tasa de despilfarro, aunque huelga decir que esos y otros hábitos acabaron con él financieramente. La pasada primavera tuvimos que vender la propiedad familiar de los Hamptons.
—Stormfall. —Nikki recordó el enfado de Kimberly Starr, que aseguraba que el asesinato nunca habría tenido lugar si hubieran estado en los Hamptons. Ahora entendía su profundidad e ironía.
—Sí, Stormfall. No es necesario que le cuente lo que se fue por el desagüe con la venta de esa propiedad tal y como está el mercado. Se la vendimos a algún famoso que salía en un reality show y perdimos millones. El dinero de la venta apenas afectó a la deuda de Matthew. Las cosas iban tan mal que me ordenó que dejara de pagar su seguro de vida, que dejó vencer en contra de mi consejo.
Heat apuntó dos nuevas palabras: «Sin seguro».
—¿La señora Starr lo sabía? —Por el rabillo del ojo vio cómo Rook se inclinaba hacia delante en su silla.
—Sí, lo sabía. Yo hice todo lo que pude para ahorrarle a Kimberly los detalles más escabrosos de los gastos de Matthew, pero sabía lo del seguro de vida. Yo estaba allí cuando Matthew se lo dijo.
—¿Y cómo reaccionó?
—Dijo que… —Hizo una pausa—. Tiene que entender que estuviera enfadada.
—¿Qué dijo, Noah? ¿Cuáles fueron sus palabras exactas, si las recuerda?
—Dijo: «Te odio. No me vas a dar nada bueno ni muerto».
Cuando volvían en el coche a la ciudad, Rook fue directo a la afligida viuda.
—Vamos, detective Heat, ¿«no me vas a dar nada bueno ni muerto»? Tú dices que hay que reunir información para pintar un cuadro. ¿Qué te parece el retrato que hemos visto de Samantha, la Bailarina Erótica?
—Pero sabía que no tenía seguro de vida. ¿Dónde está el móvil?
Él sonrió burlón y la provocó de nuevo:
—Caray, no lo sé, pero mi consejo es continuar haciendo preguntas y ver adónde nos llevan.
—Que te den.
—¿Ahora que tienes otros panes en el horno eres desagradable conmigo?
—Soy desagradable porque eres un gilipollas. Y no sé a qué te refieres con lo de otros panes.
—Me refiero a Noah Paxton. No sabía si tirarte un cubo de agua por encima o fingir que me llamaban al móvil para dejaros solos.
—Por eso eres un simple escritor de revistas jugando a los policías. Tu imaginación es mucho mayor que tu comprensión de los hechos.
Él se encogió de hombros.
—Supongo que estoy equivocado. —Y en su rostro apareció esa sonrisa, la que hacía que ella se ruborizara. Y allí estaba ella de nuevo, atormentándose por Rook por algo de lo que se tenía que haber reído. En lugar de eso, cogió su manos libres y utilizó el modo de marcación rápida para llamar a Raley.
—Raley, soy yo. —Inclinó la cabeza hacia Rook y su voz sonó enérgica y formal, para que él no se perdiera su intención, aunque rebosara de mensajes subliminales—. Quiero que investigues al tío de las finanzas de Matthew Starr. Se llama Noah Paxton. Sólo a ver qué aparece: condenas, arrestos, lo de siempre.
Cuando colgó, Rook la miró divertido. Eso no iba a llevar a ningún sitio que le gustara, pero tuvo que decirlo:
—¿Qué pasa? —Él no respondió—. ¿Qué?
—Olvidaste pedirle que se enterara de qué colonia usa Paxton. —Y abrió una revista y se puso a leer.
El agente Raley levantó la vista del ordenador cuando Heat y Rook entraron en la oficina abierta.
—El tío ese que querías que investigara, ¿Noah Paxton?
—¿Sí? ¿Has encontrado algo?
—Aún no. Pero acaba de llamarte.
Nikki evitó la mirada burlona que le dirigía Rook y echó un vistazo al montón de mensajes que tenía sobre la mesa. El de Noah Paxton estaba arriba de todo. No lo cogió. En vez de eso le preguntó a Raley si Ochoa había llegado. Estaba vigilando a Kimberly Starr. La viuda estaba pasando la tarde en Bergdorf Goodman.
—Dicen que ir de compras es un bálsamo para los afligidos —señaló Rook—. O tal vez la feliz viuda esté devolviendo algunos modelitos de diseño para conseguir algo de dinero.
Cuando Rook desapareció en el baño de hombres, Heat marcó el número de Noah Paxton. No tenía nada que ocultarle a Rook, simplemente no quería tratos con sus burlas de preadolescente. Ni ver esa sonrisa que la hacía derretirse. Maldijo al alcalde por la deuda que había hecho que ella tuviera que soportarlo.
Paxton contestó y le dijo que había encontrado los documentos del seguro de vida que quería ver.
—Bien, enviaré a alguien a buscarlos.
—También he recibido la visita de esos contables forenses de los que me habló. Copiaron todos mis archivos y se fueron. Usted no bromeaba.
—Son los dólares de sus impuestos en acción. —No pudo resistirse a añadir—: ¿Paga sus impuestos?
—Sí, aunque no es necesario que se fíe de mí. Sus censores jurados de cuentas con placas y pistolas parecen capaces de informarla.
—Cuente con ello.
—Escuche, sé que no me he mostrado demasiado abierto a cooperar.
—Lo ha hecho bastante bien. Después de que lo amenazara.
—Me gustaría pedirle disculpas. Al parecer, no llevo bien el dolor.
—No sería el primero, Noah —dijo Nikki—, créame.
Esa noche se sentó sola en la fila central del cine, riendo y engullendo palomitas. Nikki Heat estaba hechizada, enfrascada en una inocente historia y embelesada por la maravillosa animación digital. Se dejó llevar como si fuera una casa atada a un millar de globos. Sólo noventa minutos después, volvió a soportar de nuevo su carga mientras volvía a casa atontada por la ola de calor, que hacía que ascendieran desagradables olores por las rejillas del metro e, incluso en la oscuridad, dejaba sentir el calor acumulado durante el día que irradiaban los edificios al pasar al lado de ellos.
En momentos como ése, sin el trabajo para esconderse, sin las artes marciales para tranquilizarse, siempre le volvían aquellas imágenes a la cabeza. Ya habían pasado diez años, pero seguía siendo la semana pasada y la noche pasada y todas ellas entretejidas. El tiempo no importaba. Nunca lo hacía cuando volvía a revivir «la Noche».
Eran las primeras vacaciones universitarias de Acción de Gracias desde que sus padres se habían divorciado. Nikki se había pasado el día de compras con su madre, una tradición de la tarde anterior a Acción de Gracias transformada en una misión sagrada por la nueva soltería de su progenitora. Había una hija decidida a tener, si no el mejor día de Acción de Gracias de su vida, al menos uno lo más parecido posible a lo normal, a pesar de la silla vacía en la cabecera de la mesa y los fantasmas de tiempos más felices.
Aquella noche, ambas se encerraron como siempre hacían en la cocina del apartamento tamaño Nueva York para hacer tartas para el día siguiente. Manejando el rodillo para estirar la masa congelada, Nikki defendía su deseo de cambiarse de inglés a teatro. ¿Dónde estaba la canela en rama? ¿Cómo se podían haber olvidado de la canela en rama? Su madre nunca usaba canela molida en las tartas de los días de fiesta. Rallaba ella misma un palito, y ¿cómo podían haberlo pasado por alto en su lista?
Nikki se sintió como si le hubiera tocado la lotería cuando encontró un tarro de ellos en el pasillo de las especias de Morton Williams en Park Avenue South. Para asegurarse, cogió el móvil y llamó a su casa. Sonó y sonó. Cuando saltó el contestador, se dijo que quizá su madre no oía el teléfono con el ruido de la batidora. Pero luego contestó. Se disculpó con los chirridos del contestador de fondo, se estaba limpiando la mantequilla de las manos. Nikki odiaba la aguda reverberación del contestador, pero su madre nunca sabía cómo apagar ese maldito trasto sin desconectarlo. Estaban a punto de cerrar, ¿necesitaba algo más del súper? Esperó mientras su madre iba con el teléfono inalámbrico a ver si había leche condensada.
Entonces Nikki oyó el ruido de cristales rotos.
Y los gritos de su madre. Se le aflojaron las rodillas y llamó a su madre. La gente que estaba en las cajas volvió la cabeza. Otro grito. Mientras oía caerse el teléfono al otro lado de la línea, Nikki dejó caer el tarro de canela en rama y corrió hacia la puerta. Mierda, era la puerta de entrada. La abrió a la fuerza y se precipitó hacia la calle, donde casi la atropella un repartidor con su bicicleta. Dos manzanas de distancia. Mantenía el teléfono móvil pegado a la oreja mientras corría, rogándole a su madre que dijera algo, que cogiera el teléfono, que dijera qué había pasado. Oyó una voz masculina como en medio de un forcejeo. Los gemidos de su madre y cómo su cuerpo se desplomaba cerca del teléfono. Un sonido de algo metálico rebotando en el suelo de la cocina. Sólo una manzana más. Un repiqueteo de botellas en la puerta de la nevera. El ruido de una lata al abrirse. Pasos. Silencio.
Y luego, el débil y apagado gemido de su madre. Y a continuación sólo un susurro. «Nikki…».
Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
puf! hay si que se ha quedado interesante
Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
Aqui va otro bss
Capítulo 4
Nikki no subió a casa inmediatamente después de ver la película. Se quedó de pie en la acera, bajo el cálido y esponjoso aire de la noche de verano mirando hacia arriba, a su apartamento, en el que había vivido de niña hasta que se había ido a la universidad a Boston, y del que se había vuelto a ir para comprar canela en rama porque la molida no servía. Lo único que había allá arriba, en aquel piso de dos habitaciones, era soledad sin tregua. Tenía diecinueve años otra vez y entraba en una cocina en la que la sangre de su madre formaba un charco que se metía por debajo de la nevera o, si intentaba alejar aquellas imágenes, escuchaba alguna noticia en el metro y oía hablar de más crímenes: fruto del calor, dirían en Team Coverage. Crímenes fruto del calor. Hubo un tiempo en que eso hacía sonreír a Nikki Heat.
Sopesó la posibilidad de enviarle un mensaje a Don, su entrenador de lucha, para ver si le apetecía una cerveza y unas cuantas llaves en un combate cuerpo a cuerpo en la cama, frente a la alternativa de dejar que algún gracioso nocturno trajeado le echase una mano sin ocupar el baño por la mañana. Pero había otra opción.
Veinte minutos después, en su sala de brigada de la comisaría completamente vacía, la detective giraba su silla para contemplar la pizarra blanca. Ya lo había pulido en su cabeza, tenía todos los elementos disponibles hasta la fecha pegados y garabateados dentro de ese marco en el que aún no se veía ningún cuadro: la lista de las correspondencias de las huellas dactilares, la tarjeta verde de cinco por siete con sus apartados de las coartadas de Kimberly Starr y sus vidas anteriores, fotos del cadáver de Matthew Starr tras estrellarse contra la acera, fotos del Departamento Forense de la marca del puñetazo en el torso de Starr con la peculiar forma hexagonal dejada por un anillo.
Se levantó y se acercó a la foto de la marca del anillo. Más que analizar el tamaño y la forma, la detective la escuchó a sabiendas de que, en cualquier momento, cualquiera de las pruebas podía ponerse a hablar. Esa foto, más que cualquiera de las otras pruebas de la pizarra, le estaba susurrando algo. La había tenido en el oído todo el día y su susurro era el sonido que la había llevado a la sala de brigada en la tranquilidad de la noche para poder escuchar con claridad. Su susurro era una pregunta: «¿Por qué un asesino que lanzaba a un hombre por un balcón, lo agredía además con inofensivos puñetazos?». Aquellas marcas no eran contusiones al azar resultantes de cualquier refriega. Eran precisas y claras, algunas hasta se superponían. Don, su instructor de lucha, llamaba a eso «pintar» al contrincante.
Una de las primeras cosas que Nikki Heat había emprendido cuando se hizo con el mando de su unidad de homicidios era un sistema que facilitaba compartir la información. Entró en el servidor y abrió el archivo OCHOA sólo de lectura. Se desplazó por las páginas hasta llegar a la entrevista del portero del Guilford como testigo. Adoraba a Ochoa, pensó. Su habilidad con el teclado era una mierda, pero tomaba notas maravillosas y hacía preguntas certeras.
P: ¿Salió la vict. del edif. x la mañana?
R: N.
Nikki cerró el archivo de Ochoa y miró el reloj. Podía enviarle un mensaje a su jefe, pero cabía la posibilidad de que no lo viera. Quizá estuviera durmiendo. Tamborilear con los dedos en el teléfono sólo conseguía que se hiciera más tarde, así que marcó su número. Al cuarto tono, Heat se aclaró la garganta, preparándose para dejar un mensaje de voz, pero Montrose contestó. Su saludo no sonaba somnoliento y se oía la previsión meteorológica en la televisión.
—Espero que no sea demasiado tarde para llamar, capitán.
—Si es demasiado tarde para llamar, también lo es para tener esperanza. ¿Qué sucede?
—He venido a echar un ojo al vídeo de la cámara de vigilancia del Guilford, pero no está aquí. ¿Sabe dónde está?
Su jefe tapó el teléfono y le dijo algo a su esposa, con la voz amortiguada. Cuando volvió con Nikki, ya no se oía la televisión.
—Esta noche, durante la cena, he recibido una llamada del abogado que representa a los vecinos. Se trata de un edificio con inquilinos adinerados que son muy susceptibles al tema de la privacidad —dijo.
—¿Y al de que sus vecinos salgan volando por las ventanas?
—¿Intentas convencerme? Para que den su consentimiento hará falta una orden judicial. Según el reloj parece que tendremos que esperar a mañana por la mañana para encontrar a un juez que firme una. —Lo oyó suspirar porque estaba segura de que lo había hecho. La verdad era que Heat no podía soportar el hecho de perder otro día más esperando una orden judicial.
—Nikki, duerme un poco —dijo con su habitual amabilidad—. Mañana te la conseguiremos.
Claro que el jefe tenía razón. Despertar a un juez para que firmara una orden judicial era una baza que sólo se utilizaba en caso de extrema necesidad en la que se jugaba contrarreloj. Para la mayoría de los jueces, éste era sólo un homicidio más, y ella lo sabía demasiado bien como para presionar al capitán Montrose para que malgastase una baza como ésa. Así que apagó la luz de su lámpara.
A continuación, la volvió a encender. Rook era colega de un juez. Horace Simpson era compañero suyo de póquer en la partida semanal a la que ella siempre rechazaba asistir cuando era invitada por el periodista. Dejar caer el nombre de Simpson no era tan sexy como dejar caer el de Jagger, pero, según su información, ninguno de los Stones firmaba órdenes judiciales.
Pero se detuvo a pensar un momento. Tener prisa era una cosa, y deberle un favor a Jameson Rook era otra. Además, había oído cómo les contaba a los Roach que había quedado para cenar con aquella fan de la camiseta de escote halter que había irrumpido en el escenario del crimen de Nikki. A esas horas, Heat debía de estar continuando la firma de su autógrafo en una nueva y más excitante parte del cuerpo.
Así que levantó el teléfono y marcó el número de móvil de Rook.
—Heat —dijo sin tono de sorpresa. Era más como un saludo, como en Cheers cuando gritaban ¡Norm! Prestó atención para oír el ruido de fondo, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba oír, a Kenny G y el corcho de una botella de champán?
—¿Te llamo en mal momento?
—Según la identificación de llamadas estás en la comisaría. —Evasiva. El Mono Escritor no respondió a su pregunta. Tal vez si lo amenazaba con el zoo del calabozo…
—El trabajo de un policía no acaba nunca, y todo ese rollo. ¿Estás escribiendo?
—Estoy en una limusina. Acabo de tener una cena maravillosa en Balthazar. —Silencio. Lo había llamado para fastidiarlo, ¿cómo era posible que acabara siendo ella la fastidiada?
—Ya me darás tu puntuación Zagat en otro momento, esto es una llamada de trabajo —dijo ella, aunque se preguntaba si esa fan de la camiseta halter sabría que no se podían llevar vaqueros cortados a un restaurante, un local de moda del SoHo o lo que fuera—. Llamaba para decirte que no vengas a la reunión de la mañana. La hemos cancelado.
—¿La habéis cancelado? Pues será la primera vez.
—Era para prepararnos para una reunión con Kimberly Starr mañana por la mañana. Ahora esa reunión está en el aire.
Rook pareció maravillosamente alarmado.
—¿Cómo? Necesitamos reunirnos con ella. —Lejos de sentirse culpable por jugar con él, le encantó la urgencia de su voz.
—El motivo para quedar con ella era visionar las imágenes de ayer de la cámara de vigilancia del Guilford, pero no puedo tener acceso a ellas sin una orden judicial y ¿cómo vamos a encontrar a un juez esta noche? —Heat se imaginó un vídeo rodado bajo el agua de la boca enorme de una perca a punto de morder el anzuelo milagroso en uno de esos publirreportajes que ella veía con demasiada frecuencia en sus noches de insomnio.
—Yo conozco a un juez.
—Olvídalo.
—Horace Simpson.
Ahora Nikki estaba de pie, midiendo con sus pasos el largo de la oficina abierta, intentando que su sonrisa no se reflejara en su voz mientras decía:
—Escúchame, Rook. No te metas en esto.
—Ahora te llamo.
—Rook, te estoy diciendo que no —dijo con su voz más autoritaria.
—Sé que aún está despierto. Probablemente viendo su canal de porno blando. —Entonces, justo cuando Rook estaba cortando la comunicación, Nikki oyó la risita de fondo de la mujer. Heat había conseguido lo que quería, pero, por alguna razón, no se sentía todo lo victoriosa que se había imaginado. ¿Pero por qué se ponía así?, se preguntó una vez más.
A las diez de la mañana siguiente, en medio del bochorno al que la prensa amarilla llamaba «el verano hirviente», Nikki Heat, Roach y Rook se encontraron bajo el toldo del Guilford llevando dos juegos de doce fotogramas estáticos de la cámara de vigilancia del vestíbulo. Heat dejó a Raley y Ochoa enseñándole uno de ellos al portero, mientras ella y Rook entraban en el edificio para su cita con Kimberley Starr.
En cuanto las puertas del ascensor se cerraron, él empezó.
—No hace falta que me des las gracias.
—¿Por qué iba a dártelas? Te dije claramente que no llamaras a ese juez. Como siempre, hiciste lo que te dio la gana, es decir, lo contrario de lo que yo te digo.
Él hizo una pausa para asimilar la veracidad de aquello.
—De nada —dijo.
Luego empezó con aquella perorata suya de «es la información subliminal. El aire está lleno de ella esta mañana, agente Heat». ¿Al menos estaba mirando para ella? No, estaba de espaldas disfrutando del contador de pisos de LED y, aun así, ella se sentía como si la estuviera observando desnuda con rayos X y se quedó sin palabras. La campanilla emitió una señal de rescate en el sexto. Cabrón.
Cuando Noah Paxton abrió la puerta principal del apartamento de Kimberly Starr, Nikki tomó nota mentalmente para investigar si la viuda y el contable se acostaban juntos. En un caso abierto de asesinato todas las posibilidades estaban sobre la mesa, ¿y había algo con más derecho a formar parte de una lista de probabilidades que una mujer florero con ansias de dinero y el hombre que manejaba el dinero tramando una conspiración desde la cama? Pero dejó eso a un lado, y se limitó a decir:
—Qué sorpresa.
—Kimberly está tardando más de lo normal en volver del salón de belleza —dijo Paxton—. He venido a traerle algunos documentos para firmar y ella ha llamado para ver si podía entretenerlos hasta que llegara.
—Me alegra ver que está centrada en encontrar al asesino de su marido —dijo Rook.
—Bienvenidos a mi mundo. Créame, Kimberly nunca se centra en nada.
La agente Heat intentó interpretar su tono de voz. ¿Era verdadera exasperación, o estaba fingiendo?
—Mientras esperamos, quiero que vea unas fotos. —Heat se sentó en la misma silla tapizada de su última visita y sacó un sobre tipo manila. Paxton se sentó frente a ella en el sofá, y ella desplegó dos filas de imágenes de diez por quince sobre la mesa de centro lacada en rojo situada delante de él.
—Observe detenidamente a estas personas. Dígame si alguna de ellas le resulta familiar.
Paxton analizó cada una de las doce fotos. Nikki hizo lo habitual durante un reconocimiento de fotos, analizar a su analizador. Era metódico, de derecha a izquierda, primero la fila superior y luego la inferior, sin cambios de orden, todo muy constante. Sin ningún sentimiento de deseo, se preguntó si sería así en la cama y, una vez más, pensó en la carretera que no había cogido que conducía hacia las afueras y hacia rutinas más agradables.
—Lo siento, pero no reconozco a ninguna de estas personas —dijo Paxton, cuando hubo acabado. Y luego añadió lo que todos dicen cuando no reconocen a nadie—: ¿El asesino es uno de ellos? —Y volvió a mirar, como todos hacían, preguntándose cuál de ellos sería, como si lo pudieran descubrir a simple vista.
—¿Puedo hacer una pregunta tonta? —dijo Rook mientras Heat metía de nuevo las fotos en el sobre. Como siempre, no esperó a que le dieran permiso para sacar a pasear la lengua—. Si Matthew Starr estaba tan arruinado, ¿por qué no vendía alguna de sus posesiones y listo? Estoy viendo todos estos muebles antiguos, la colección de arte… Esa lámpara de araña podría financiar a un país emergente durante un año.
Heat miró la araña de porcelana italiana, los apliques franceses, la exposición de pinturas enmarcadas que cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo abovedado, el espejo dorado de estilo Luis XV y los ornamentados muebles, y pensó de nuevo que a veces el Mono Escritor soltaba verdaderas perlas.
—No me siento cómodo hablando de esto —dijo, mirando por encima del hombro de Nikki, como si Kimberly Starr pudiera entrar en cualquier momento.
—Es una pregunta sencilla —dijo la detective. Sabía que lamentaría darle la razón a Rook, pero añadió—: Y muy buena. Y usted es el hombre del dinero, ¿no?
—Ojalá fuera tan fácil de explicar.
—Inténtelo. Porque usted me ha hablado de lo arruinado que estaba el hombre, de que había llevado a pique la empresa, de las fugas de su fortuna personal como si fuera un tanque de petróleo de Alaska, y luego veo todo esto. ¿Cuál es su valor, por cierto?
—Eso sí se lo puedo decir —afirmó—. E.E.A., entre cuarenta y ocho y sesenta millones.
—¿E.E.A.?
Rook respondió a la pregunta:
—En la economía actual.
—Aunque se lo compraran a precio de ganga, cuarenta y ocho millones resuelven muchos problemas.
—Les he enseñado los libros, les he explicado el mapa financiero, he mirado sus fotos, ¿no es suficiente?
—No. ¿Y sabe por qué? —Con los antebrazos en las rodillas, ella se inclinó hacia adelante y continuó—: Porque hay algo que no quiere contarnos, pero va a hacerlo, aquí o en comisaría.
Le dio un tiempo para que pudiera mantener fuese cual fuese el diálogo interno que estaba teniendo.
—No me parece correcto hablar mal de él en su propia casa cuando acaba de morir —dijo el contable tras unos segundos. Ella esperó de nuevo, y él prosiguió—: Matthew tenía un ego monstruoso. Hay que tenerlo para llegar a lo que él consiguió, pero el suyo se salía de los gráficos. Su narcisismo hacía que esta colección fuera intocable.
—Pero tenía problemas financieros —señaló ella.
—Que es precisamente la razón por la que ignoró mi consejo, o más bien debería decir mi insistencia, para que la vendiera. Quería que vendiera antes de que los acreedores fueran a por ella cuando se declarase en bancarrota, pero esta habitación era su palacio. La prueba para él y para el mundo de que seguía siendo el rey. —Ahora que lo había soltado, Paxton estaba más animado y se puso a caminar recorriendo las paredes—. Ya vio las oficinas ayer. De ninguna manera, Matthew podía citar a un cliente allí. Así que los traía aquí para poder negociar desde su trono, rodeado por este pequeño Versalles. La Colección Starr. Adoraba cómo los peces gordos observaban estas sillas Reina Ana y preguntaban si eran para sentarse. O cómo se quedaban mirando un cuadro y preguntaban cuánto había pagado por él. Y si no le preguntaban, él se aseguraba de contárselo. A veces yo tenía que girar la cara de la vergüenza.
—¿Y ahora qué va a pasar con todo esto?
—Ahora, por supuesto, puedo empezar la liquidación. Hay deudas que pagar, eso sin contar con mantener los caprichos de Kimberly. Creo que preferirá perder unas cuantas fruslerías para mantener su estilo de vida.
—Y cuando haya saldado las deudas, ¿le quedará lo suficiente como para que no importe que su marido no tuviera seguro de vida?
—No creo que Kimberly vaya a necesitar que hagan un telemaratón en beneficio suyo —comentó Paxton.
Nikki lo procesó mientras deambulaba por la habitación. La última vez que había estado allí era el escenario de un crimen. Ahora, simplemente, admiraba su opulencia. El cristal, las tapicerías, la librería de Kentia con tallas de frutas y flores… Vio un cuadro que le gustaba, una marina con barcos de Raoul Dufy, y se acercó para verlo más de cerca. El Museo de Bellas Artes de Boston estaba a diez minutos andando desde su residencia de estudiantes cuando Nikki iba al Northeastern. Aunque las horas que había pasado allí como amante del arte no la calificaban como experta, reconoció algunas de las obras que Matthew Starr había coleccionado. Eran caras, pero, desde su punto de vista, la habitación era un cajón de sastre de dos pisos. Impresionistas colgados al lado de los Viejos Maestros; un cartel alemán de los años treinta codo con codo con un tríptico religioso del 1400. Se detuvo ante un estudio de John Singer Sargent de una de sus pinturas preferidas: Clavel, lirio, lirio, rosa. Aunque se trataba de un boceto preliminar en óleo, uno de los muchos que Sargent hacía antes de terminar un cuadro, se sintió hechizada por aquellas niñitas tan familiares, tan maravillosamente inocentes con sus vestidos de juego blancos que encendían farolillos chinos en un jardín bajo el delicado resplandor del crepúsculo. Luego se preguntó qué estaba haciendo ese cuadro al lado del hortera Gino Severini; un caro, sin duda, aunque chillón lienzo pintado al óleo y con trozos de lentejuelas.
—Todas las colecciones que había visto hasta ahora tenían un… No sé, un tema común, o un sentimiento común, no sé cómo llamarle…
—¿Gusto? —dijo Paxton. Ahora que había cruzado la línea, se había abierto la veda. Aun así, bajó la voz hasta que se convirtió en un susurro y miró a su alrededor como si lo fuera a partir un rayo por hablar mal del fallecido. Y tan mal—. No intente buscarle ni pies ni cabeza a su colección, no tiene. Eso se debe a un hecho innegable: Matthew era un hortera. No entendía de arte. Entendía de precio.
Rook se acercó a Heat.
—Creo que, si seguimos buscando —dijo—, nos encontraremos con uno de Perros jugando al póquer. —Eso la hizo reír. Hasta Paxton se permitió una sonrisa. Todos pararon cuando la puerta principal se abrió y Kimberly Starr entró con aire despreocupado.
—Siento llegar tarde. —Heat y Rook se quedaron mirándola, sin apenas disimular su incredulidad y su opinión. Tenía la cara hinchada por el botox o por otro tipo de inyecciones cosméticas similares. El enrojecimiento y los hematomas resaltaban la hinchazón antinatural de sus labios y de sus arrugas de expresión. Tenía las cejas y la frente llenas de badenes rosa fucsia que rellenaban las arrugas y que parecían estar creciendo ante sus ojos. Era como si se hubiera caído de cabeza en un nido de avispas—. Los semáforos de Lexington estaban apagados. Maldita ola de calor.
—He dejado los papeles sobre la mesa del estudio —dijo Noah Paxton. Ya tenía su maletín en una mano y en la otra el picaporte de la puerta—. Tengo un montón de asuntos que rematar en la oficina. Agente Heat, si me necesita para algo ya sabe dónde encontrarme. —Miró a Nikki poniendo los ojos en blanco, lo que echó por tierra la teoría de la hipotética relación entre la mujer florero y el contable, pero, de todas formas, lo confirmaría.
Kimberly y la detective se sentaron exactamente en los mismos sitios del salón que el día del asesinato. Rook evitó la orejera y se sentó en el sofá con la señora Starr. Probablemente para no tener que verle la cara, pensó Nikki.
El de la cara no era el único cambio. Se había despojado de su ropa de Talbots e iba vestida de Ed Hardy, con un vestido negro de tirantes, con el dibujo de un enorme tatuaje de una rosa roja y la inscripción «Dedicado a aquel que amo» en un pergamino motero. Al menos la viuda iba vestida de negro. Kimberly se dirigió a ella con brusquedad, como si aquello fuera una especie de intromisión en su actividad cotidiana.
—¿Y bien? Dijo que tenía algo que quería que viera.
Heat no personalizaba. Su estilo era evaluar, no juzgar. Su evaluación era que, modalidades personales de dolor aparte, Kimberly Starr la estaba tratando como a una sirvienta y era preciso revertir esa dinámica de poder inmediatamente.
—¿Por qué me mintió sobre su paradero a la hora del asesinato de su marido, señora Starr?
La cara hinchada de la mujer todavía era capaz de reflejar algunas emociones, y el miedo era una de ellas. A Nikki Heat le gustó aquella mirada.
—¿A qué se refiere? ¿Mentir? ¿Por qué iba yo a mentir?
—Se lo diré cuando llegue el momento. Antes quiero saber dónde estaba entre la una y las dos de la tarde, ya que no estaba usted en Dino-Bites. Mintió.
—No mentí. Estaba allí.
—Dejó a su hijo y a la niñera allí y se fue. Ya tengo testigos. ¿Quiere que le pregunte también a la niñera?
—No. Es verdad, me marché.
—¿Dónde estaba, señora Starr? Y esta vez le recomendaría que dijera la verdad.
—Está bien. Estaba con un hombre. Me daba vergüenza contárselo.
—Cuéntemelo ahora. ¿A qué se refiere cuando dice «un hombre»?
—Es usted una zorra. Estaba en la cama con ese tío, ¿vale? ¿Contenta?
—¿Cómo se llama?
—No lo dirá en serio.
La cara que Nikki le puso todavía tenía toda su expresividad. Y dejaba ver que iba bastante en serio.
—Y no me diga que con Barry Gable, él dice que usted lo dejó plantado. —Heat vio cómo Kimberly abría la boca—. Barry Gable. Ya sabe, el hombre que la agredió en la calle. El hombre que, según le dijo usted al agente Ochoa, debía de ser un carterista y al que no conocía de nada.
—Tenía una aventura. Mi marido acababa de morir. Me dio vergüenza contarlo.
—Pues si ya ha superado su timidez, Kimberly, hábleme de esa otra aventura para que pueda verificar dónde estaba. Y, como puede imaginarse, pienso comprobarlo.
Kimberly le dio el nombre de un médico, Cory Van Peldt. Sí, era la verdad, dijo, y sí, era el mismo médico al que había ido por la mañana. Heat le pidió que deletreara el nombre y lo escribió en su bloc junto con su número de teléfono. Kimberly dijo que lo había conocido cuando había ido a que le hiciera una valoración facial hacía dos semanas y había saltado la chispa. Heat apostaba a que la chispa estaba en sus pantalones y en su cartera, pero no iba a rebajarse a decir eso. Esperaba que Rook tampoco.
Como las cosas seguían teniendo un cariz hostil, Nikki decidió presionarla. En unos minutos necesitaría la cooperación de Kimberly con las fotos y quería que se lo pensara dos veces antes de mentir, o que estuviera tan nerviosa que se le notara si lo hacía.
—No es usted muy de fiar.
—¿Qué se supone que quiere decir con eso?
—Dígamelo usted, Laldomina.
—¿Perdón?
—Y Samantha.
—Oiga, no empiece con eso, nanai.
—Vaya, estupendo. Long Island cien por cien. —Miró a Rook—. ¿Ves lo que es capaz de hacer la tensión? Toda esa bonita pose por los suelos.
—En primer lugar, mi nombre legal es Kimberly Starr. No es ningún delito cambiarse el nombre.
—Écheme una mano, ¿por qué Samantha? Me la estoy imaginando con su color natural y la veo más como Tiffany o Crystal.
—A ustedes, los polis, siempre les ha encantado jodernos la marrana a las chicas que salimos adelante como podemos. La gente hace lo que tiene que hacer, ¿se entera?
—Por eso estamos teniendo esta conversación. Para descubrir quién hizo qué.
—Si eso significa si yo he matado a mi marido… Dios, no me puedo creer ni que haya dicho eso… La respuesta es no. —Esperó alguna reacción por parte de Heat, pero no se la dio. Que se imaginara lo que quisiera, pensó.
—Mi marido también se cambió el nombre, ¿lo sabía? En los años ochenta. Hizo un seminario sobre marcas y llegó a la conclusión de que lo que lo estaba frenando era su nombre. Bruce DeLay. Decía que las palabras «construcción» y «DeLay» no eran la mejor herramienta de venta, así que buscó nombres que fueran positivos para la marca. Ya sabe, que fueran optimistas y que inspiraran confianza. Hizo una lista, nombres como Champion y Best. Eligió Star y añadió una «r» para que no sonara falso.
Al igual que le había sucedido el día anterior, cuando había pasado de su opulento vestíbulo a sus oficinas de ciudad fantasma, Heat vio cómo otro trozo de la imagen pública de Matthew Starr se rompía y se caía al suelo.
—¿Cómo se decidió por Matthew?
—Investigando. Hizo una encuesta entre el público objetivo para ver qué nombre creía la gente que le pegaba más. Así que, ¿y qué si yo me he cambiado también el mío? Me importa un bledo, ¿se entera?
La agente Heat decidió que ya había obtenido todo lo posible de ese tipo de preguntas, y estaba contenta por tener finalmente una coartada fresca que comprobar. Sacó las fotos de reconocimiento. Cuando las estaba colocando y diciéndole que se tomara su tiempo, Kimberly la interrumpió en la tercera instantánea.
—Ese hombre de ahí. Lo conozco. Es Miric.
Nikki percibió el hormigueo que solía sentir cuando una ficha de dominó se inclinaba, a punto de caerse.
—¿Y de qué lo conoce?
—Era el corredor de apuestas de Matt.
—¿Miric es un nombre o un apellido?
—Parece que hoy no le interesan más que los nombres.
—Kimberly, puede que haya matado a su marido.
—No lo sé. Era sólo Miric. Un tío polaco, creo. No estoy segura.
Nikki hizo que examinara el resto de las fotos de reconocimiento, sin más éxito.
—¿Está segura de que su marido hacía apuestas por medio de este hombre?
—Claro, ¿por qué no iba a estar segura de eso?
—Cuando Noah Paxton miró estas fotos, no lo reconoció. Él paga las facturas, ¿cómo no lo va a conocer?
—¿Noah? Se negaba a tratar con los corredores de apuestas. Tenía que darle a Matthew el dinero, pero miraba para otro lado. —Kimberly dijo que no sabía ni la dirección ni el teléfono de Miric—. No, sólo lo veía cuando venía a casa o cuando nos lo encontrábamos en algún restaurante.
La detective tendría que volver a revisar la mesa de Starr y el diario personal de su BlackBerry en busca de alguna entrada codificada o lista de teléfonos. A pesar de todo, un nombre, una cara y una profesión eran un buen comienzo.
Mientras ordenaba su montón de fotos para retirarlas, le dijo a Kimberly que creía que ella no sabía nada sobre la afición al juego de su marido.
—Venga ya, una esposa se da cuenta. Igual que también sabía lo de sus mujeres. ¿Quiere saber cuánto Flagyl he tomado en los últimos seis años?
No, a Nikki no le importaba en absoluto. Pero sí le preguntó si recordaba el nombre de alguna de sus amantes. Kimberly dijo que la mayoría de ellas, al parecer, eran ocasionales, algunos líos de una noche y de fines de semana en casinos, y que no sabía sus nombres. Sólo había tenido una aventura seria, con una joven del departamento de marketing de su plantilla, una aventura que duró seis meses y que acabó hacía unos tres años, tras lo cual la ejecutiva dejó la empresa. Kimberly le dio a Nikki el nombre de la mujer y consiguió su dirección de una carta de amor que había interceptado.
—Puede quedársela, si quiere. Sólo la guardaba por si nos divorciábamos y necesitaba retorcerle las pelotas. —Con eso, Nikki la dejó llorar su pena tranquila.
Encontraron a los Roach esperándolos en el vestíbulo. Ambos se habían quitado la chaqueta y la camisa de Raley estaba de nuevo empapada.
—Tienes que empezar a llevar camiseta interior, Raley —dijo Heat mientras echaban a andar.
—¿Y qué te parecería cambiarte a las Oxford? —añadió Ochoa—. Esas cosas de poliéster que llevas se quedan transparentes cuando sudas.
—¿Te pone, Ochoa? —preguntó Raley.
—Soy como tu camisa, no te puedo ocultar nada —contraatacó su compañero.
Los Roach le informaron de que, en la rueda de reconocimiento de fotos por parte del portero, el éxito había sido el mismo.
—Casi tenemos que sacárselo a la fuerza —dijo Ochoa—. El portero estaba un poco avergonzado de que Miric se hubiera colado en el edificio. Estos tipos siempre llaman al piso antes de dejar entrar a nadie. Dijo que había ido a mear al callejón, y que debía de haberse colado entonces. Pero lo vio salir.
Textualmente, según sus notas, el portero había descrito a Miric como un «huroncillo escuálido» que venía a ver de vez en cuando al señor Starr, pero cuyas visitas se habían hecho más frecuentes en las dos últimas semanas.
—Además, hemos marcado otro tanto —señaló Raley—. Este caballero salió acompañando al amigo hurón ese día. —Separó otra de las fotos de la selección y la levantó—. Parece que Miric se trajo a un musculitos.
Por supuesto, Nikki ya había tenido una corazonada con ese otro hombre, el matón, al ver el vídeo del vestíbulo por la mañana.
Llevaba una camisa holgada, pero era obvio que era culturista o que posiblemente se pasaba gran parte del día dándole a las pesas. En otras circunstancias, no le habría dado mayor importancia y habría asumido que repartía aparatos de aire acondicionado, probablemente uno con cada brazo, a juzgar por su aspecto. Pero el sereno vestíbulo del Guilford no era la entrada de servicio, y un hombre hecho y derecho había sido arrojado por el balcón ese mismo día.
—¿Os dijo el portero el nombre de ese tipo?
Ochoa consultó de nuevo sus notas.
—Sólo el apodo que le daba: Hombre de Hierro.
Mientras en comisaría buscaban a Miric y a Hombre de Hierro Anónimo en el ordenador, enviaron las fotos digitalizadas de ambos a agentes y patrullas. Para la pequeña unidad de Heat era imposible tener constancia de todos los corredores de apuestas conocidos en Manhattan, y eso suponiendo que Miric fuera de los conocidos y no fuera de otro distrito, o incluso de Jersey. Además, un hombre como Matthew Starr podía incluso utilizar un servicio exclusivo de apuestas o Internet —y probablemente utilizaba ambas cosas—, aunque, si era la voluble mezcla de desesperación e invencibilidad que Noah Paxton aseguraba, cabía la posibilidad de que también se moviera en la calle.
Así que se separaron para concentrarse en los corredores de apuestas conocidos de dos zonas. El equipo Roach ganó la visita al Upper West Side en un radio alrededor del Guilford, mientras que Heat y Rook cubrían Midtown cerca de los cuarteles generales de Starr Pointe, más o menos de Central Park South hasta Times Square.
—Esto es exasperante —dijo Rook tras su cuarta parada, un vendedor callejero que de repente decidió que no hablaba inglés cuando Heat le mostró su placa. Era uno de los diversos agentes de los principales corredores de apuestas, cuyos carritos móviles de comida eran un práctico punto para matar dos pájaros de un tiro: apostar y comer kebabs. Estuvieron aguantando el humo de su plancha que les hacía cerrar los ojos y que los seguía se pusieran donde se pusieran, mientras el vendedor miraba las fotos con el entrecejo fruncido y, finalmente, se encogió de hombros.
—Bienvenido al mundo de la investigación policial, Rook. Esto es lo que yo llamo el Google callejero. Nosotros somos el motor de búsqueda, así es como se hace.
Mientras conducían hasta la siguiente dirección, una tienda de saldos de electrónica en la 51, una tapadera más especializada en apuestas que en «loros», Rook dijo:
—Tengo que admitir que, si hace una semana me dices que voy a estar de carrito en carrito de kebabs buscando al corredor de apuestas de Matthew Starr, no lo habría creído ni en broma.
—¿Quieres decir que no va contigo? En eso es en lo que nos diferenciamos. Tú escribes esos artículos para revistas, lo tuyo es una cuestión de imagen. Lo mío es una cuestión de ver lo que hay detrás de ella. A menudo me decepciono, pero casi nunca me equivoco. Detrás de cada imagen se encuentra la verdadera historia. Sólo tienes que estar dispuesto a mirar.
—Sí, pero este tío era importante. Quizá no pertenecía a la élite-élite, pero por lo menos era el Donald Trump de los autobuses y los camiones.
—Siempre había creído que Donald Trump era el Donald Trump de los autobuses y los camiones —lo corrigió ella.
—¿Y quién es Kimberly Starr? ¿La Tara Reid de los bares de carretera? Si es la pobre niña rica, ¿qué está haciendo malgastando diez de los grandes en esa cara?
—Si tengo que ponerme a adivinar, diría que se la compró con el dinero de Barry Gable.
—O puede que fuera un intercambio comercial con su nuevo novio médico.
—Confía en mí, lo averiguaré. Aunque una mujer como Kimberly no es de las que empiezan a coleccionar cupones de supermercado y a comer fideos una noche a la semana. Es de las que se arreglan la cara para la próxima temporada de El soltero.
—Si la hacen en La isla del doctor Moreau. —No se enorgulleció de ello, pero se rió. Eso no hizo más que darle alas a él—. O tal vez está haciendo una nueva versión de El hombre elefante. —Rook tomó aire guturalmente y dijo arrastrando las palabras—: No soy una sospechosa, soy un ser humano.
La llamada por radio tuvo lugar cuando estaban entrando con el coche detrás del callejón sin salida de la tienda de saldos de electrónica. Los Roach habían localizado a Miric frente a las instalaciones de Off Track Bettin en la 72 Oeste, y estaban poniéndose en marcha, pidiendo refuerzos.
Heat pegó la sirena al techo y le dijo a Rook que se abrochara el cinturón y que se agarrara. Él sonrió y preguntó:
—¿Puedo encender la sirena?
Capítulo 4
Nikki no subió a casa inmediatamente después de ver la película. Se quedó de pie en la acera, bajo el cálido y esponjoso aire de la noche de verano mirando hacia arriba, a su apartamento, en el que había vivido de niña hasta que se había ido a la universidad a Boston, y del que se había vuelto a ir para comprar canela en rama porque la molida no servía. Lo único que había allá arriba, en aquel piso de dos habitaciones, era soledad sin tregua. Tenía diecinueve años otra vez y entraba en una cocina en la que la sangre de su madre formaba un charco que se metía por debajo de la nevera o, si intentaba alejar aquellas imágenes, escuchaba alguna noticia en el metro y oía hablar de más crímenes: fruto del calor, dirían en Team Coverage. Crímenes fruto del calor. Hubo un tiempo en que eso hacía sonreír a Nikki Heat.
Sopesó la posibilidad de enviarle un mensaje a Don, su entrenador de lucha, para ver si le apetecía una cerveza y unas cuantas llaves en un combate cuerpo a cuerpo en la cama, frente a la alternativa de dejar que algún gracioso nocturno trajeado le echase una mano sin ocupar el baño por la mañana. Pero había otra opción.
Veinte minutos después, en su sala de brigada de la comisaría completamente vacía, la detective giraba su silla para contemplar la pizarra blanca. Ya lo había pulido en su cabeza, tenía todos los elementos disponibles hasta la fecha pegados y garabateados dentro de ese marco en el que aún no se veía ningún cuadro: la lista de las correspondencias de las huellas dactilares, la tarjeta verde de cinco por siete con sus apartados de las coartadas de Kimberly Starr y sus vidas anteriores, fotos del cadáver de Matthew Starr tras estrellarse contra la acera, fotos del Departamento Forense de la marca del puñetazo en el torso de Starr con la peculiar forma hexagonal dejada por un anillo.
Se levantó y se acercó a la foto de la marca del anillo. Más que analizar el tamaño y la forma, la detective la escuchó a sabiendas de que, en cualquier momento, cualquiera de las pruebas podía ponerse a hablar. Esa foto, más que cualquiera de las otras pruebas de la pizarra, le estaba susurrando algo. La había tenido en el oído todo el día y su susurro era el sonido que la había llevado a la sala de brigada en la tranquilidad de la noche para poder escuchar con claridad. Su susurro era una pregunta: «¿Por qué un asesino que lanzaba a un hombre por un balcón, lo agredía además con inofensivos puñetazos?». Aquellas marcas no eran contusiones al azar resultantes de cualquier refriega. Eran precisas y claras, algunas hasta se superponían. Don, su instructor de lucha, llamaba a eso «pintar» al contrincante.
Una de las primeras cosas que Nikki Heat había emprendido cuando se hizo con el mando de su unidad de homicidios era un sistema que facilitaba compartir la información. Entró en el servidor y abrió el archivo OCHOA sólo de lectura. Se desplazó por las páginas hasta llegar a la entrevista del portero del Guilford como testigo. Adoraba a Ochoa, pensó. Su habilidad con el teclado era una mierda, pero tomaba notas maravillosas y hacía preguntas certeras.
P: ¿Salió la vict. del edif. x la mañana?
R: N.
Nikki cerró el archivo de Ochoa y miró el reloj. Podía enviarle un mensaje a su jefe, pero cabía la posibilidad de que no lo viera. Quizá estuviera durmiendo. Tamborilear con los dedos en el teléfono sólo conseguía que se hiciera más tarde, así que marcó su número. Al cuarto tono, Heat se aclaró la garganta, preparándose para dejar un mensaje de voz, pero Montrose contestó. Su saludo no sonaba somnoliento y se oía la previsión meteorológica en la televisión.
—Espero que no sea demasiado tarde para llamar, capitán.
—Si es demasiado tarde para llamar, también lo es para tener esperanza. ¿Qué sucede?
—He venido a echar un ojo al vídeo de la cámara de vigilancia del Guilford, pero no está aquí. ¿Sabe dónde está?
Su jefe tapó el teléfono y le dijo algo a su esposa, con la voz amortiguada. Cuando volvió con Nikki, ya no se oía la televisión.
—Esta noche, durante la cena, he recibido una llamada del abogado que representa a los vecinos. Se trata de un edificio con inquilinos adinerados que son muy susceptibles al tema de la privacidad —dijo.
—¿Y al de que sus vecinos salgan volando por las ventanas?
—¿Intentas convencerme? Para que den su consentimiento hará falta una orden judicial. Según el reloj parece que tendremos que esperar a mañana por la mañana para encontrar a un juez que firme una. —Lo oyó suspirar porque estaba segura de que lo había hecho. La verdad era que Heat no podía soportar el hecho de perder otro día más esperando una orden judicial.
—Nikki, duerme un poco —dijo con su habitual amabilidad—. Mañana te la conseguiremos.
Claro que el jefe tenía razón. Despertar a un juez para que firmara una orden judicial era una baza que sólo se utilizaba en caso de extrema necesidad en la que se jugaba contrarreloj. Para la mayoría de los jueces, éste era sólo un homicidio más, y ella lo sabía demasiado bien como para presionar al capitán Montrose para que malgastase una baza como ésa. Así que apagó la luz de su lámpara.
A continuación, la volvió a encender. Rook era colega de un juez. Horace Simpson era compañero suyo de póquer en la partida semanal a la que ella siempre rechazaba asistir cuando era invitada por el periodista. Dejar caer el nombre de Simpson no era tan sexy como dejar caer el de Jagger, pero, según su información, ninguno de los Stones firmaba órdenes judiciales.
Pero se detuvo a pensar un momento. Tener prisa era una cosa, y deberle un favor a Jameson Rook era otra. Además, había oído cómo les contaba a los Roach que había quedado para cenar con aquella fan de la camiseta de escote halter que había irrumpido en el escenario del crimen de Nikki. A esas horas, Heat debía de estar continuando la firma de su autógrafo en una nueva y más excitante parte del cuerpo.
Así que levantó el teléfono y marcó el número de móvil de Rook.
—Heat —dijo sin tono de sorpresa. Era más como un saludo, como en Cheers cuando gritaban ¡Norm! Prestó atención para oír el ruido de fondo, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba oír, a Kenny G y el corcho de una botella de champán?
—¿Te llamo en mal momento?
—Según la identificación de llamadas estás en la comisaría. —Evasiva. El Mono Escritor no respondió a su pregunta. Tal vez si lo amenazaba con el zoo del calabozo…
—El trabajo de un policía no acaba nunca, y todo ese rollo. ¿Estás escribiendo?
—Estoy en una limusina. Acabo de tener una cena maravillosa en Balthazar. —Silencio. Lo había llamado para fastidiarlo, ¿cómo era posible que acabara siendo ella la fastidiada?
—Ya me darás tu puntuación Zagat en otro momento, esto es una llamada de trabajo —dijo ella, aunque se preguntaba si esa fan de la camiseta halter sabría que no se podían llevar vaqueros cortados a un restaurante, un local de moda del SoHo o lo que fuera—. Llamaba para decirte que no vengas a la reunión de la mañana. La hemos cancelado.
—¿La habéis cancelado? Pues será la primera vez.
—Era para prepararnos para una reunión con Kimberly Starr mañana por la mañana. Ahora esa reunión está en el aire.
Rook pareció maravillosamente alarmado.
—¿Cómo? Necesitamos reunirnos con ella. —Lejos de sentirse culpable por jugar con él, le encantó la urgencia de su voz.
—El motivo para quedar con ella era visionar las imágenes de ayer de la cámara de vigilancia del Guilford, pero no puedo tener acceso a ellas sin una orden judicial y ¿cómo vamos a encontrar a un juez esta noche? —Heat se imaginó un vídeo rodado bajo el agua de la boca enorme de una perca a punto de morder el anzuelo milagroso en uno de esos publirreportajes que ella veía con demasiada frecuencia en sus noches de insomnio.
—Yo conozco a un juez.
—Olvídalo.
—Horace Simpson.
Ahora Nikki estaba de pie, midiendo con sus pasos el largo de la oficina abierta, intentando que su sonrisa no se reflejara en su voz mientras decía:
—Escúchame, Rook. No te metas en esto.
—Ahora te llamo.
—Rook, te estoy diciendo que no —dijo con su voz más autoritaria.
—Sé que aún está despierto. Probablemente viendo su canal de porno blando. —Entonces, justo cuando Rook estaba cortando la comunicación, Nikki oyó la risita de fondo de la mujer. Heat había conseguido lo que quería, pero, por alguna razón, no se sentía todo lo victoriosa que se había imaginado. ¿Pero por qué se ponía así?, se preguntó una vez más.
A las diez de la mañana siguiente, en medio del bochorno al que la prensa amarilla llamaba «el verano hirviente», Nikki Heat, Roach y Rook se encontraron bajo el toldo del Guilford llevando dos juegos de doce fotogramas estáticos de la cámara de vigilancia del vestíbulo. Heat dejó a Raley y Ochoa enseñándole uno de ellos al portero, mientras ella y Rook entraban en el edificio para su cita con Kimberley Starr.
En cuanto las puertas del ascensor se cerraron, él empezó.
—No hace falta que me des las gracias.
—¿Por qué iba a dártelas? Te dije claramente que no llamaras a ese juez. Como siempre, hiciste lo que te dio la gana, es decir, lo contrario de lo que yo te digo.
Él hizo una pausa para asimilar la veracidad de aquello.
—De nada —dijo.
Luego empezó con aquella perorata suya de «es la información subliminal. El aire está lleno de ella esta mañana, agente Heat». ¿Al menos estaba mirando para ella? No, estaba de espaldas disfrutando del contador de pisos de LED y, aun así, ella se sentía como si la estuviera observando desnuda con rayos X y se quedó sin palabras. La campanilla emitió una señal de rescate en el sexto. Cabrón.
Cuando Noah Paxton abrió la puerta principal del apartamento de Kimberly Starr, Nikki tomó nota mentalmente para investigar si la viuda y el contable se acostaban juntos. En un caso abierto de asesinato todas las posibilidades estaban sobre la mesa, ¿y había algo con más derecho a formar parte de una lista de probabilidades que una mujer florero con ansias de dinero y el hombre que manejaba el dinero tramando una conspiración desde la cama? Pero dejó eso a un lado, y se limitó a decir:
—Qué sorpresa.
—Kimberly está tardando más de lo normal en volver del salón de belleza —dijo Paxton—. He venido a traerle algunos documentos para firmar y ella ha llamado para ver si podía entretenerlos hasta que llegara.
—Me alegra ver que está centrada en encontrar al asesino de su marido —dijo Rook.
—Bienvenidos a mi mundo. Créame, Kimberly nunca se centra en nada.
La agente Heat intentó interpretar su tono de voz. ¿Era verdadera exasperación, o estaba fingiendo?
—Mientras esperamos, quiero que vea unas fotos. —Heat se sentó en la misma silla tapizada de su última visita y sacó un sobre tipo manila. Paxton se sentó frente a ella en el sofá, y ella desplegó dos filas de imágenes de diez por quince sobre la mesa de centro lacada en rojo situada delante de él.
—Observe detenidamente a estas personas. Dígame si alguna de ellas le resulta familiar.
Paxton analizó cada una de las doce fotos. Nikki hizo lo habitual durante un reconocimiento de fotos, analizar a su analizador. Era metódico, de derecha a izquierda, primero la fila superior y luego la inferior, sin cambios de orden, todo muy constante. Sin ningún sentimiento de deseo, se preguntó si sería así en la cama y, una vez más, pensó en la carretera que no había cogido que conducía hacia las afueras y hacia rutinas más agradables.
—Lo siento, pero no reconozco a ninguna de estas personas —dijo Paxton, cuando hubo acabado. Y luego añadió lo que todos dicen cuando no reconocen a nadie—: ¿El asesino es uno de ellos? —Y volvió a mirar, como todos hacían, preguntándose cuál de ellos sería, como si lo pudieran descubrir a simple vista.
—¿Puedo hacer una pregunta tonta? —dijo Rook mientras Heat metía de nuevo las fotos en el sobre. Como siempre, no esperó a que le dieran permiso para sacar a pasear la lengua—. Si Matthew Starr estaba tan arruinado, ¿por qué no vendía alguna de sus posesiones y listo? Estoy viendo todos estos muebles antiguos, la colección de arte… Esa lámpara de araña podría financiar a un país emergente durante un año.
Heat miró la araña de porcelana italiana, los apliques franceses, la exposición de pinturas enmarcadas que cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo abovedado, el espejo dorado de estilo Luis XV y los ornamentados muebles, y pensó de nuevo que a veces el Mono Escritor soltaba verdaderas perlas.
—No me siento cómodo hablando de esto —dijo, mirando por encima del hombro de Nikki, como si Kimberly Starr pudiera entrar en cualquier momento.
—Es una pregunta sencilla —dijo la detective. Sabía que lamentaría darle la razón a Rook, pero añadió—: Y muy buena. Y usted es el hombre del dinero, ¿no?
—Ojalá fuera tan fácil de explicar.
—Inténtelo. Porque usted me ha hablado de lo arruinado que estaba el hombre, de que había llevado a pique la empresa, de las fugas de su fortuna personal como si fuera un tanque de petróleo de Alaska, y luego veo todo esto. ¿Cuál es su valor, por cierto?
—Eso sí se lo puedo decir —afirmó—. E.E.A., entre cuarenta y ocho y sesenta millones.
—¿E.E.A.?
Rook respondió a la pregunta:
—En la economía actual.
—Aunque se lo compraran a precio de ganga, cuarenta y ocho millones resuelven muchos problemas.
—Les he enseñado los libros, les he explicado el mapa financiero, he mirado sus fotos, ¿no es suficiente?
—No. ¿Y sabe por qué? —Con los antebrazos en las rodillas, ella se inclinó hacia adelante y continuó—: Porque hay algo que no quiere contarnos, pero va a hacerlo, aquí o en comisaría.
Le dio un tiempo para que pudiera mantener fuese cual fuese el diálogo interno que estaba teniendo.
—No me parece correcto hablar mal de él en su propia casa cuando acaba de morir —dijo el contable tras unos segundos. Ella esperó de nuevo, y él prosiguió—: Matthew tenía un ego monstruoso. Hay que tenerlo para llegar a lo que él consiguió, pero el suyo se salía de los gráficos. Su narcisismo hacía que esta colección fuera intocable.
—Pero tenía problemas financieros —señaló ella.
—Que es precisamente la razón por la que ignoró mi consejo, o más bien debería decir mi insistencia, para que la vendiera. Quería que vendiera antes de que los acreedores fueran a por ella cuando se declarase en bancarrota, pero esta habitación era su palacio. La prueba para él y para el mundo de que seguía siendo el rey. —Ahora que lo había soltado, Paxton estaba más animado y se puso a caminar recorriendo las paredes—. Ya vio las oficinas ayer. De ninguna manera, Matthew podía citar a un cliente allí. Así que los traía aquí para poder negociar desde su trono, rodeado por este pequeño Versalles. La Colección Starr. Adoraba cómo los peces gordos observaban estas sillas Reina Ana y preguntaban si eran para sentarse. O cómo se quedaban mirando un cuadro y preguntaban cuánto había pagado por él. Y si no le preguntaban, él se aseguraba de contárselo. A veces yo tenía que girar la cara de la vergüenza.
—¿Y ahora qué va a pasar con todo esto?
—Ahora, por supuesto, puedo empezar la liquidación. Hay deudas que pagar, eso sin contar con mantener los caprichos de Kimberly. Creo que preferirá perder unas cuantas fruslerías para mantener su estilo de vida.
—Y cuando haya saldado las deudas, ¿le quedará lo suficiente como para que no importe que su marido no tuviera seguro de vida?
—No creo que Kimberly vaya a necesitar que hagan un telemaratón en beneficio suyo —comentó Paxton.
Nikki lo procesó mientras deambulaba por la habitación. La última vez que había estado allí era el escenario de un crimen. Ahora, simplemente, admiraba su opulencia. El cristal, las tapicerías, la librería de Kentia con tallas de frutas y flores… Vio un cuadro que le gustaba, una marina con barcos de Raoul Dufy, y se acercó para verlo más de cerca. El Museo de Bellas Artes de Boston estaba a diez minutos andando desde su residencia de estudiantes cuando Nikki iba al Northeastern. Aunque las horas que había pasado allí como amante del arte no la calificaban como experta, reconoció algunas de las obras que Matthew Starr había coleccionado. Eran caras, pero, desde su punto de vista, la habitación era un cajón de sastre de dos pisos. Impresionistas colgados al lado de los Viejos Maestros; un cartel alemán de los años treinta codo con codo con un tríptico religioso del 1400. Se detuvo ante un estudio de John Singer Sargent de una de sus pinturas preferidas: Clavel, lirio, lirio, rosa. Aunque se trataba de un boceto preliminar en óleo, uno de los muchos que Sargent hacía antes de terminar un cuadro, se sintió hechizada por aquellas niñitas tan familiares, tan maravillosamente inocentes con sus vestidos de juego blancos que encendían farolillos chinos en un jardín bajo el delicado resplandor del crepúsculo. Luego se preguntó qué estaba haciendo ese cuadro al lado del hortera Gino Severini; un caro, sin duda, aunque chillón lienzo pintado al óleo y con trozos de lentejuelas.
—Todas las colecciones que había visto hasta ahora tenían un… No sé, un tema común, o un sentimiento común, no sé cómo llamarle…
—¿Gusto? —dijo Paxton. Ahora que había cruzado la línea, se había abierto la veda. Aun así, bajó la voz hasta que se convirtió en un susurro y miró a su alrededor como si lo fuera a partir un rayo por hablar mal del fallecido. Y tan mal—. No intente buscarle ni pies ni cabeza a su colección, no tiene. Eso se debe a un hecho innegable: Matthew era un hortera. No entendía de arte. Entendía de precio.
Rook se acercó a Heat.
—Creo que, si seguimos buscando —dijo—, nos encontraremos con uno de Perros jugando al póquer. —Eso la hizo reír. Hasta Paxton se permitió una sonrisa. Todos pararon cuando la puerta principal se abrió y Kimberly Starr entró con aire despreocupado.
—Siento llegar tarde. —Heat y Rook se quedaron mirándola, sin apenas disimular su incredulidad y su opinión. Tenía la cara hinchada por el botox o por otro tipo de inyecciones cosméticas similares. El enrojecimiento y los hematomas resaltaban la hinchazón antinatural de sus labios y de sus arrugas de expresión. Tenía las cejas y la frente llenas de badenes rosa fucsia que rellenaban las arrugas y que parecían estar creciendo ante sus ojos. Era como si se hubiera caído de cabeza en un nido de avispas—. Los semáforos de Lexington estaban apagados. Maldita ola de calor.
—He dejado los papeles sobre la mesa del estudio —dijo Noah Paxton. Ya tenía su maletín en una mano y en la otra el picaporte de la puerta—. Tengo un montón de asuntos que rematar en la oficina. Agente Heat, si me necesita para algo ya sabe dónde encontrarme. —Miró a Nikki poniendo los ojos en blanco, lo que echó por tierra la teoría de la hipotética relación entre la mujer florero y el contable, pero, de todas formas, lo confirmaría.
Kimberly y la detective se sentaron exactamente en los mismos sitios del salón que el día del asesinato. Rook evitó la orejera y se sentó en el sofá con la señora Starr. Probablemente para no tener que verle la cara, pensó Nikki.
El de la cara no era el único cambio. Se había despojado de su ropa de Talbots e iba vestida de Ed Hardy, con un vestido negro de tirantes, con el dibujo de un enorme tatuaje de una rosa roja y la inscripción «Dedicado a aquel que amo» en un pergamino motero. Al menos la viuda iba vestida de negro. Kimberly se dirigió a ella con brusquedad, como si aquello fuera una especie de intromisión en su actividad cotidiana.
—¿Y bien? Dijo que tenía algo que quería que viera.
Heat no personalizaba. Su estilo era evaluar, no juzgar. Su evaluación era que, modalidades personales de dolor aparte, Kimberly Starr la estaba tratando como a una sirvienta y era preciso revertir esa dinámica de poder inmediatamente.
—¿Por qué me mintió sobre su paradero a la hora del asesinato de su marido, señora Starr?
La cara hinchada de la mujer todavía era capaz de reflejar algunas emociones, y el miedo era una de ellas. A Nikki Heat le gustó aquella mirada.
—¿A qué se refiere? ¿Mentir? ¿Por qué iba yo a mentir?
—Se lo diré cuando llegue el momento. Antes quiero saber dónde estaba entre la una y las dos de la tarde, ya que no estaba usted en Dino-Bites. Mintió.
—No mentí. Estaba allí.
—Dejó a su hijo y a la niñera allí y se fue. Ya tengo testigos. ¿Quiere que le pregunte también a la niñera?
—No. Es verdad, me marché.
—¿Dónde estaba, señora Starr? Y esta vez le recomendaría que dijera la verdad.
—Está bien. Estaba con un hombre. Me daba vergüenza contárselo.
—Cuéntemelo ahora. ¿A qué se refiere cuando dice «un hombre»?
—Es usted una zorra. Estaba en la cama con ese tío, ¿vale? ¿Contenta?
—¿Cómo se llama?
—No lo dirá en serio.
La cara que Nikki le puso todavía tenía toda su expresividad. Y dejaba ver que iba bastante en serio.
—Y no me diga que con Barry Gable, él dice que usted lo dejó plantado. —Heat vio cómo Kimberly abría la boca—. Barry Gable. Ya sabe, el hombre que la agredió en la calle. El hombre que, según le dijo usted al agente Ochoa, debía de ser un carterista y al que no conocía de nada.
—Tenía una aventura. Mi marido acababa de morir. Me dio vergüenza contarlo.
—Pues si ya ha superado su timidez, Kimberly, hábleme de esa otra aventura para que pueda verificar dónde estaba. Y, como puede imaginarse, pienso comprobarlo.
Kimberly le dio el nombre de un médico, Cory Van Peldt. Sí, era la verdad, dijo, y sí, era el mismo médico al que había ido por la mañana. Heat le pidió que deletreara el nombre y lo escribió en su bloc junto con su número de teléfono. Kimberly dijo que lo había conocido cuando había ido a que le hiciera una valoración facial hacía dos semanas y había saltado la chispa. Heat apostaba a que la chispa estaba en sus pantalones y en su cartera, pero no iba a rebajarse a decir eso. Esperaba que Rook tampoco.
Como las cosas seguían teniendo un cariz hostil, Nikki decidió presionarla. En unos minutos necesitaría la cooperación de Kimberly con las fotos y quería que se lo pensara dos veces antes de mentir, o que estuviera tan nerviosa que se le notara si lo hacía.
—No es usted muy de fiar.
—¿Qué se supone que quiere decir con eso?
—Dígamelo usted, Laldomina.
—¿Perdón?
—Y Samantha.
—Oiga, no empiece con eso, nanai.
—Vaya, estupendo. Long Island cien por cien. —Miró a Rook—. ¿Ves lo que es capaz de hacer la tensión? Toda esa bonita pose por los suelos.
—En primer lugar, mi nombre legal es Kimberly Starr. No es ningún delito cambiarse el nombre.
—Écheme una mano, ¿por qué Samantha? Me la estoy imaginando con su color natural y la veo más como Tiffany o Crystal.
—A ustedes, los polis, siempre les ha encantado jodernos la marrana a las chicas que salimos adelante como podemos. La gente hace lo que tiene que hacer, ¿se entera?
—Por eso estamos teniendo esta conversación. Para descubrir quién hizo qué.
—Si eso significa si yo he matado a mi marido… Dios, no me puedo creer ni que haya dicho eso… La respuesta es no. —Esperó alguna reacción por parte de Heat, pero no se la dio. Que se imaginara lo que quisiera, pensó.
—Mi marido también se cambió el nombre, ¿lo sabía? En los años ochenta. Hizo un seminario sobre marcas y llegó a la conclusión de que lo que lo estaba frenando era su nombre. Bruce DeLay. Decía que las palabras «construcción» y «DeLay» no eran la mejor herramienta de venta, así que buscó nombres que fueran positivos para la marca. Ya sabe, que fueran optimistas y que inspiraran confianza. Hizo una lista, nombres como Champion y Best. Eligió Star y añadió una «r» para que no sonara falso.
Al igual que le había sucedido el día anterior, cuando había pasado de su opulento vestíbulo a sus oficinas de ciudad fantasma, Heat vio cómo otro trozo de la imagen pública de Matthew Starr se rompía y se caía al suelo.
—¿Cómo se decidió por Matthew?
—Investigando. Hizo una encuesta entre el público objetivo para ver qué nombre creía la gente que le pegaba más. Así que, ¿y qué si yo me he cambiado también el mío? Me importa un bledo, ¿se entera?
La agente Heat decidió que ya había obtenido todo lo posible de ese tipo de preguntas, y estaba contenta por tener finalmente una coartada fresca que comprobar. Sacó las fotos de reconocimiento. Cuando las estaba colocando y diciéndole que se tomara su tiempo, Kimberly la interrumpió en la tercera instantánea.
—Ese hombre de ahí. Lo conozco. Es Miric.
Nikki percibió el hormigueo que solía sentir cuando una ficha de dominó se inclinaba, a punto de caerse.
—¿Y de qué lo conoce?
—Era el corredor de apuestas de Matt.
—¿Miric es un nombre o un apellido?
—Parece que hoy no le interesan más que los nombres.
—Kimberly, puede que haya matado a su marido.
—No lo sé. Era sólo Miric. Un tío polaco, creo. No estoy segura.
Nikki hizo que examinara el resto de las fotos de reconocimiento, sin más éxito.
—¿Está segura de que su marido hacía apuestas por medio de este hombre?
—Claro, ¿por qué no iba a estar segura de eso?
—Cuando Noah Paxton miró estas fotos, no lo reconoció. Él paga las facturas, ¿cómo no lo va a conocer?
—¿Noah? Se negaba a tratar con los corredores de apuestas. Tenía que darle a Matthew el dinero, pero miraba para otro lado. —Kimberly dijo que no sabía ni la dirección ni el teléfono de Miric—. No, sólo lo veía cuando venía a casa o cuando nos lo encontrábamos en algún restaurante.
La detective tendría que volver a revisar la mesa de Starr y el diario personal de su BlackBerry en busca de alguna entrada codificada o lista de teléfonos. A pesar de todo, un nombre, una cara y una profesión eran un buen comienzo.
Mientras ordenaba su montón de fotos para retirarlas, le dijo a Kimberly que creía que ella no sabía nada sobre la afición al juego de su marido.
—Venga ya, una esposa se da cuenta. Igual que también sabía lo de sus mujeres. ¿Quiere saber cuánto Flagyl he tomado en los últimos seis años?
No, a Nikki no le importaba en absoluto. Pero sí le preguntó si recordaba el nombre de alguna de sus amantes. Kimberly dijo que la mayoría de ellas, al parecer, eran ocasionales, algunos líos de una noche y de fines de semana en casinos, y que no sabía sus nombres. Sólo había tenido una aventura seria, con una joven del departamento de marketing de su plantilla, una aventura que duró seis meses y que acabó hacía unos tres años, tras lo cual la ejecutiva dejó la empresa. Kimberly le dio a Nikki el nombre de la mujer y consiguió su dirección de una carta de amor que había interceptado.
—Puede quedársela, si quiere. Sólo la guardaba por si nos divorciábamos y necesitaba retorcerle las pelotas. —Con eso, Nikki la dejó llorar su pena tranquila.
Encontraron a los Roach esperándolos en el vestíbulo. Ambos se habían quitado la chaqueta y la camisa de Raley estaba de nuevo empapada.
—Tienes que empezar a llevar camiseta interior, Raley —dijo Heat mientras echaban a andar.
—¿Y qué te parecería cambiarte a las Oxford? —añadió Ochoa—. Esas cosas de poliéster que llevas se quedan transparentes cuando sudas.
—¿Te pone, Ochoa? —preguntó Raley.
—Soy como tu camisa, no te puedo ocultar nada —contraatacó su compañero.
Los Roach le informaron de que, en la rueda de reconocimiento de fotos por parte del portero, el éxito había sido el mismo.
—Casi tenemos que sacárselo a la fuerza —dijo Ochoa—. El portero estaba un poco avergonzado de que Miric se hubiera colado en el edificio. Estos tipos siempre llaman al piso antes de dejar entrar a nadie. Dijo que había ido a mear al callejón, y que debía de haberse colado entonces. Pero lo vio salir.
Textualmente, según sus notas, el portero había descrito a Miric como un «huroncillo escuálido» que venía a ver de vez en cuando al señor Starr, pero cuyas visitas se habían hecho más frecuentes en las dos últimas semanas.
—Además, hemos marcado otro tanto —señaló Raley—. Este caballero salió acompañando al amigo hurón ese día. —Separó otra de las fotos de la selección y la levantó—. Parece que Miric se trajo a un musculitos.
Por supuesto, Nikki ya había tenido una corazonada con ese otro hombre, el matón, al ver el vídeo del vestíbulo por la mañana.
Llevaba una camisa holgada, pero era obvio que era culturista o que posiblemente se pasaba gran parte del día dándole a las pesas. En otras circunstancias, no le habría dado mayor importancia y habría asumido que repartía aparatos de aire acondicionado, probablemente uno con cada brazo, a juzgar por su aspecto. Pero el sereno vestíbulo del Guilford no era la entrada de servicio, y un hombre hecho y derecho había sido arrojado por el balcón ese mismo día.
—¿Os dijo el portero el nombre de ese tipo?
Ochoa consultó de nuevo sus notas.
—Sólo el apodo que le daba: Hombre de Hierro.
Mientras en comisaría buscaban a Miric y a Hombre de Hierro Anónimo en el ordenador, enviaron las fotos digitalizadas de ambos a agentes y patrullas. Para la pequeña unidad de Heat era imposible tener constancia de todos los corredores de apuestas conocidos en Manhattan, y eso suponiendo que Miric fuera de los conocidos y no fuera de otro distrito, o incluso de Jersey. Además, un hombre como Matthew Starr podía incluso utilizar un servicio exclusivo de apuestas o Internet —y probablemente utilizaba ambas cosas—, aunque, si era la voluble mezcla de desesperación e invencibilidad que Noah Paxton aseguraba, cabía la posibilidad de que también se moviera en la calle.
Así que se separaron para concentrarse en los corredores de apuestas conocidos de dos zonas. El equipo Roach ganó la visita al Upper West Side en un radio alrededor del Guilford, mientras que Heat y Rook cubrían Midtown cerca de los cuarteles generales de Starr Pointe, más o menos de Central Park South hasta Times Square.
—Esto es exasperante —dijo Rook tras su cuarta parada, un vendedor callejero que de repente decidió que no hablaba inglés cuando Heat le mostró su placa. Era uno de los diversos agentes de los principales corredores de apuestas, cuyos carritos móviles de comida eran un práctico punto para matar dos pájaros de un tiro: apostar y comer kebabs. Estuvieron aguantando el humo de su plancha que les hacía cerrar los ojos y que los seguía se pusieran donde se pusieran, mientras el vendedor miraba las fotos con el entrecejo fruncido y, finalmente, se encogió de hombros.
—Bienvenido al mundo de la investigación policial, Rook. Esto es lo que yo llamo el Google callejero. Nosotros somos el motor de búsqueda, así es como se hace.
Mientras conducían hasta la siguiente dirección, una tienda de saldos de electrónica en la 51, una tapadera más especializada en apuestas que en «loros», Rook dijo:
—Tengo que admitir que, si hace una semana me dices que voy a estar de carrito en carrito de kebabs buscando al corredor de apuestas de Matthew Starr, no lo habría creído ni en broma.
—¿Quieres decir que no va contigo? En eso es en lo que nos diferenciamos. Tú escribes esos artículos para revistas, lo tuyo es una cuestión de imagen. Lo mío es una cuestión de ver lo que hay detrás de ella. A menudo me decepciono, pero casi nunca me equivoco. Detrás de cada imagen se encuentra la verdadera historia. Sólo tienes que estar dispuesto a mirar.
—Sí, pero este tío era importante. Quizá no pertenecía a la élite-élite, pero por lo menos era el Donald Trump de los autobuses y los camiones.
—Siempre había creído que Donald Trump era el Donald Trump de los autobuses y los camiones —lo corrigió ella.
—¿Y quién es Kimberly Starr? ¿La Tara Reid de los bares de carretera? Si es la pobre niña rica, ¿qué está haciendo malgastando diez de los grandes en esa cara?
—Si tengo que ponerme a adivinar, diría que se la compró con el dinero de Barry Gable.
—O puede que fuera un intercambio comercial con su nuevo novio médico.
—Confía en mí, lo averiguaré. Aunque una mujer como Kimberly no es de las que empiezan a coleccionar cupones de supermercado y a comer fideos una noche a la semana. Es de las que se arreglan la cara para la próxima temporada de El soltero.
—Si la hacen en La isla del doctor Moreau. —No se enorgulleció de ello, pero se rió. Eso no hizo más que darle alas a él—. O tal vez está haciendo una nueva versión de El hombre elefante. —Rook tomó aire guturalmente y dijo arrastrando las palabras—: No soy una sospechosa, soy un ser humano.
La llamada por radio tuvo lugar cuando estaban entrando con el coche detrás del callejón sin salida de la tienda de saldos de electrónica. Los Roach habían localizado a Miric frente a las instalaciones de Off Track Bettin en la 72 Oeste, y estaban poniéndose en marcha, pidiendo refuerzos.
Heat pegó la sirena al techo y le dijo a Rook que se abrochara el cinturón y que se agarrara. Él sonrió y preguntó:
—¿Puedo encender la sirena?
Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
Muchas gracias por los capitulos de esta magnifico libro. Espero el siguiente
Sekai_Nakamura- Escritor novato
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Fecha de inscripción : 29/03/2012
Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
hay un link en internet con el libro traducido al español ... si queréis lo cuelgo
masqga- Ayudante de policia
- Mensajes : 71
Fecha de inscripción : 16/02/2012
Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
oye puedes decirme quien es ochoa y quien es braley? me puedo imaginar mas o menos jeeje pero me gustaria saberlo ciertamente
simike- Escritor novato
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Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
muchas gracias por el libro laura
juliavs- Escritor novato
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Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
simike escribió:oye puedes decirme quien es ochoa y quien es braley? me puedo imaginar mas o menos jeeje pero me gustaria saberlo ciertamente
Son los que en los libros de Castle representan a Esposito y Ryan, en este orden.
Delta5- Escritor - Policia
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Capitulo 4 de castle
Una pregunta, esto lo que has publicado aqui laura, es todo el libro o solo son capitulos que pones tu cuando puedes?
Es que necesito leer el ,ibro entero para hacer un trabajo de un libro, y me quiero terminar de leer este, me harias un gran favor si publicaras todos los capitulos
Es que necesito leer el ,ibro entero para hacer un trabajo de un libro, y me quiero terminar de leer este, me harias un gran favor si publicaras todos los capitulos
Ana POPI- Invitado
Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
En el foro no se va a publicar algo si ya se puede encontrar en las librerías.
El libro de Ola de Calor lo puedes tener tanto en castellano como en inglés y al arreglo de tu bolsillo (entre 0 a 20 euros), sólo tienes que buscar dónde.
Te has puesto como invitado, yo ya no te puedo ayudar más
El libro de Ola de Calor lo puedes tener tanto en castellano como en inglés y al arreglo de tu bolsillo (entre 0 a 20 euros), sólo tienes que buscar dónde.
Te has puesto como invitado, yo ya no te puedo ayudar más
qwerty- Escritor - Policia
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ola laura
ola laura me gusta esto es lo mejor que a pasado y grasias a ti puedo leer el libro por que aka en mexico no esta chale peo grasias
brissa- Invitado
Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
Estoi esperando a que laura ponga el cap. 5 ya me he enganchado.
casicasi- Invitado
Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
pillatelo en .pdf por ahi, como ha dicho qwerty algo que ya se puede obtener en papel no se pone en el forocasicasi escribió:Estoi esperando a que laura ponga el cap. 5 ya me he enganchado.
Capitulos Nikki Heat
Soy de Venezuela y no he conseguido el libro de Ola de Calor ni Calor Desnudo, aqui no lo estan vendiendo, sera q me pueden indicar donde comprarlo o bajarlo por internet, con los links que consigo no lo podido lograr, gracias.
Mireya V- Invitado
Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
Una pregunta, podrias poner el número de pagina?
lucia150602- Escritor novato
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Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
No entiendo la pregunta, ¿el número de página de qué cosa?lucia150602 escribió:Una pregunta, podrias poner el número de pagina?
qwerty- Escritor - Policia
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Localización : En la luna de Valencia
Re: Los libros de Nikki Heat (Richard Castle) ;) OLA DE CALOR "Heat Wave" CAP.4
De cada pagina del libro,
lucia150602- Escritor novato
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