Manos vacías
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Manos vacías
Dolía.
Dolía porque ella estaba herida, y cualquier cosa que la hiriera a ella lo hería también a él, con la misma intensidad si no con una aun mayor.
Kate estaba herida.
Su Kate estaba herida.
Su extraordinaria Katherine estaba herida y no había nada que él pudiera hacer al respecto, nada que sirviera para poner un alto a ese sufrimiento insoportable. Y eso lo mataba. Porque debería haber sido capaz de protegerla; porque esa bala debería haber impactado contra él; porque debería haber sido él aquél postrado en la cama del hospital, roto, conectado a toda clase de máquinas, luchando por su vida.
Se odiaba profundamente.
Odiaba cada fibra de su cuerpo.
Odiaba el aire que llenaba sus pulmones cada vez que respiraba, porque ella no podía respirar por sí misma y necesitaba de la asistencia de una máquina.
Odiaba sus palpitaciones fuertes, porque las de ella eran débiles y podían detenerse en cualquier momento, tal y como había sucedido en la ambulancia de camino al hospital cuando la línea se puso de repente plana, asustándolo al extremo de la locura, porque la mera posibilidad de perderla lo enloquecía.
Odiaba la sangre limpia que corría por sus venas, porque la de ella estaba contaminada con los antibióticos y drogas que estaba dándole para mantenerla sedada.
Odiaba no poder cambiar de lugar con ella, tomar su lugar y ser él la víctima.
Odiaba no poder darle su carne, sus huesos, su sangre; lo hubiera hecho en un segundo de haber podido, sin más preguntas, sin dudas, simplemente lo habría hecho. Él le daría el mundo, las estrellas, el sol y la luna si fueran suyos para entregárselos. Caminaría sobre el agua por ella, encontraría la fórmula para mezclar el fuego con la lluvia por ella. Iría a pararse en frente del mismísimo Hades, de Anubis o de Mors, de los tres incluso si fuera necesario, y se arrodillaría delante de ellos para ofrecerles su alma en cambio de la de ella. Se postraría delante de las moiras-grayas para pedirles encarecidamente que prometieran cortar su línea de vida y no tocar la de ella.
Haría cualquier cosa por su Kate. Cualquier cosa.
Pero en ese momento se sentía tan impotente.
Se sentía tan inútil.
Sentía las manos demasiado vacías.
Odiaba el dinero que poseía tanto como se odiaba a sí mismo, porque no le servía de nada, realmente. No podía comprar una máquina de tiempo. No podía comprar la vida de Kate. No podía comprar un ‘siempre’. No podía comprar un ‘hasta mañana’ en lugar de un seco y simple ‘buenas noches’. No podía comprarle paz o seguridad o tranquilidad. No podía comprarle otra Katherine Beckett; existía solamente una, y él quería que fuera suya, necesitaba desesperadamente que fuera suya, y perderla hubiera significado perder aquello que daba a su vida dirección y sentido, hubiera significado dejar de soñar, hubiera significado dejar de tener esperanza, hubiera significado dejar de escribir, dejar de respirar, dejar de vivir. Perderla le causaría una pena en el corazón para la cual ni todo el dinero del mundo podría pagar la cura.
Se odiaba a sí mismo. Odiaba su dinero. La desesperación estaba comiéndoselo vivo, y también a esa desesperación odiaba. Odiaba sentirse completamente impotente e inútil y con las manos tan vacías.
Y a ella la amaba.
A ella la adoraba.
Por ella hubiera sido capaz de morir.
A ella quería cuidarla hasta que sanara.
Con ella habría invertido los roles en una fracción de segundo, si la posibilidad tan solo existiera.
A ella quería protegerla, siempre.
En ese momento, en la sala de espera del hospital, se sintió terriblemente pequeño, inmensamente insignificante. Todo lo que tenía era fama, talento y dinero. ¿De qué servía eso? ¿Para qué era útil, cuando todo lo que deseaba, todo lo que amaba, todo lo que quería, se hallaba debatiéndose entre la vida y la muerte? No servía de nada.
Para un hombre acostumbrado a tener lo que quiere con sólo chasquear los dedos, para un hombre acostumbrado a escribir cheques y a hacer transacciones bancarias para obtener lo que desea, para un hombre que compró una propiedad en la luna para darse el lujo simplemente (lujo absurdo, realmente, increíblemente absurdo), de repente todo lo que importaba, todo lo que valía la pena, todo lo que tenía sentido, era algo que escapa a su control, algo que no podía manejar, algo que no podía arreglar con dinero, algo que no podía adquirir a cambio de una buena suma de dólares, algo que no estaba a la venta, algo que no podía negociarse.
Para un hombre de gran talento, para un hombre que fue bendecido con el don de tomar palabras y convertirlas en frases y tomar frases y convertirlas en párrafos y tomar párrafos y convertirlos en novelas que se devoran a uno mientras uno las devora a ellas, de repente todo lo que deseaba poder escribir a su antojo, modelando la escena, moviendo los hilos, jalando de las cuerdas de los personajes que como marionetas se ponen a merced de sus dedos, era algo que no podía ser reescrito, algo de cuya autoría no era dueño, algo que no podía modificar, algo que era simplemente lo que era, algo que no estaba en sus manos si no en las de Dios.
Y era frustrante.
Y hubiera dado todo por ella.
Todo su talento.
Cada centavo, hasta el último.
Su sangre.
Sus huesos.
Su piel.
Su cuerpo.
Su vida.
Pero estaba obligado a aguardar, a aguardar como cualquier otro hombre – rico, pobre, mediocre, talentoso, inteligente, tonto, obrero, abogado, doctor, arquitecto, estilista, barrendero, policía, albañil o escritor –, obligado a esperar, obligado a rezar, obligado a sufrir de la impotencia y de la sensación de ser un inútil con las manos vacías, obligado a pedirle al destino que les concediera por pura y divina gracia otra chance, obligado a dejar todo frente al trono de Dios.
Su dinero no podía comprar la vida de ella.
Su dinero no podía comprarle salud.
Su dinero no podía comprarle más tiempo.
Su dinero no podía comprarles un ‘siempre’.
De nada servía su dinero allí, en el pasillo de aquél hospital, en la penumbra, en aquella madrugada, mientras esperaba a que ella despertara, mientras esperaba a que ella mejorara, mientras esperaba… Simplemente esperaba, como cualquier otro.
Impotente.
Inútil.
Y con las manos vacías, aunque los bolsillos estuvieran llenos.
Dolía porque ella estaba herida, y cualquier cosa que la hiriera a ella lo hería también a él, con la misma intensidad si no con una aun mayor.
Kate estaba herida.
Su Kate estaba herida.
Su extraordinaria Katherine estaba herida y no había nada que él pudiera hacer al respecto, nada que sirviera para poner un alto a ese sufrimiento insoportable. Y eso lo mataba. Porque debería haber sido capaz de protegerla; porque esa bala debería haber impactado contra él; porque debería haber sido él aquél postrado en la cama del hospital, roto, conectado a toda clase de máquinas, luchando por su vida.
Se odiaba profundamente.
Odiaba cada fibra de su cuerpo.
Odiaba el aire que llenaba sus pulmones cada vez que respiraba, porque ella no podía respirar por sí misma y necesitaba de la asistencia de una máquina.
Odiaba sus palpitaciones fuertes, porque las de ella eran débiles y podían detenerse en cualquier momento, tal y como había sucedido en la ambulancia de camino al hospital cuando la línea se puso de repente plana, asustándolo al extremo de la locura, porque la mera posibilidad de perderla lo enloquecía.
Odiaba la sangre limpia que corría por sus venas, porque la de ella estaba contaminada con los antibióticos y drogas que estaba dándole para mantenerla sedada.
Odiaba no poder cambiar de lugar con ella, tomar su lugar y ser él la víctima.
Odiaba no poder darle su carne, sus huesos, su sangre; lo hubiera hecho en un segundo de haber podido, sin más preguntas, sin dudas, simplemente lo habría hecho. Él le daría el mundo, las estrellas, el sol y la luna si fueran suyos para entregárselos. Caminaría sobre el agua por ella, encontraría la fórmula para mezclar el fuego con la lluvia por ella. Iría a pararse en frente del mismísimo Hades, de Anubis o de Mors, de los tres incluso si fuera necesario, y se arrodillaría delante de ellos para ofrecerles su alma en cambio de la de ella. Se postraría delante de las moiras-grayas para pedirles encarecidamente que prometieran cortar su línea de vida y no tocar la de ella.
Haría cualquier cosa por su Kate. Cualquier cosa.
Pero en ese momento se sentía tan impotente.
Se sentía tan inútil.
Sentía las manos demasiado vacías.
Odiaba el dinero que poseía tanto como se odiaba a sí mismo, porque no le servía de nada, realmente. No podía comprar una máquina de tiempo. No podía comprar la vida de Kate. No podía comprar un ‘siempre’. No podía comprar un ‘hasta mañana’ en lugar de un seco y simple ‘buenas noches’. No podía comprarle paz o seguridad o tranquilidad. No podía comprarle otra Katherine Beckett; existía solamente una, y él quería que fuera suya, necesitaba desesperadamente que fuera suya, y perderla hubiera significado perder aquello que daba a su vida dirección y sentido, hubiera significado dejar de soñar, hubiera significado dejar de tener esperanza, hubiera significado dejar de escribir, dejar de respirar, dejar de vivir. Perderla le causaría una pena en el corazón para la cual ni todo el dinero del mundo podría pagar la cura.
Se odiaba a sí mismo. Odiaba su dinero. La desesperación estaba comiéndoselo vivo, y también a esa desesperación odiaba. Odiaba sentirse completamente impotente e inútil y con las manos tan vacías.
Y a ella la amaba.
A ella la adoraba.
Por ella hubiera sido capaz de morir.
A ella quería cuidarla hasta que sanara.
Con ella habría invertido los roles en una fracción de segundo, si la posibilidad tan solo existiera.
A ella quería protegerla, siempre.
En ese momento, en la sala de espera del hospital, se sintió terriblemente pequeño, inmensamente insignificante. Todo lo que tenía era fama, talento y dinero. ¿De qué servía eso? ¿Para qué era útil, cuando todo lo que deseaba, todo lo que amaba, todo lo que quería, se hallaba debatiéndose entre la vida y la muerte? No servía de nada.
Para un hombre acostumbrado a tener lo que quiere con sólo chasquear los dedos, para un hombre acostumbrado a escribir cheques y a hacer transacciones bancarias para obtener lo que desea, para un hombre que compró una propiedad en la luna para darse el lujo simplemente (lujo absurdo, realmente, increíblemente absurdo), de repente todo lo que importaba, todo lo que valía la pena, todo lo que tenía sentido, era algo que escapa a su control, algo que no podía manejar, algo que no podía arreglar con dinero, algo que no podía adquirir a cambio de una buena suma de dólares, algo que no estaba a la venta, algo que no podía negociarse.
Para un hombre de gran talento, para un hombre que fue bendecido con el don de tomar palabras y convertirlas en frases y tomar frases y convertirlas en párrafos y tomar párrafos y convertirlos en novelas que se devoran a uno mientras uno las devora a ellas, de repente todo lo que deseaba poder escribir a su antojo, modelando la escena, moviendo los hilos, jalando de las cuerdas de los personajes que como marionetas se ponen a merced de sus dedos, era algo que no podía ser reescrito, algo de cuya autoría no era dueño, algo que no podía modificar, algo que era simplemente lo que era, algo que no estaba en sus manos si no en las de Dios.
Y era frustrante.
Y hubiera dado todo por ella.
Todo su talento.
Cada centavo, hasta el último.
Su sangre.
Sus huesos.
Su piel.
Su cuerpo.
Su vida.
Pero estaba obligado a aguardar, a aguardar como cualquier otro hombre – rico, pobre, mediocre, talentoso, inteligente, tonto, obrero, abogado, doctor, arquitecto, estilista, barrendero, policía, albañil o escritor –, obligado a esperar, obligado a rezar, obligado a sufrir de la impotencia y de la sensación de ser un inútil con las manos vacías, obligado a pedirle al destino que les concediera por pura y divina gracia otra chance, obligado a dejar todo frente al trono de Dios.
Su dinero no podía comprar la vida de ella.
Su dinero no podía comprarle salud.
Su dinero no podía comprarle más tiempo.
Su dinero no podía comprarles un ‘siempre’.
De nada servía su dinero allí, en el pasillo de aquél hospital, en la penumbra, en aquella madrugada, mientras esperaba a que ella despertara, mientras esperaba a que ella mejorara, mientras esperaba… Simplemente esperaba, como cualquier otro.
Impotente.
Inútil.
Y con las manos vacías, aunque los bolsillos estuvieran llenos.
Re: Manos vacías
¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡ME HA ENCANTADOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!!!!!!!!!
caskett mola- Autor de best-seller
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