Un libro que empecé a escribir.

Sentada bajo la sombra de aquel árbol, nada podía arrebatarme eso a lo que había amado tanto, eso a lo que había dado mi vida, eso a lo que yo más quería.

No se oía nada más que el murmullo de los árboles golpeando sus ramas unas contra otras, nada mas que los pasos de unos insignificantes pies diminutos para el ser humano normal, pero muy significativos y gigantes para un ser excepcional; alguien como yo, de los que solo existían un

ejemplar de cada una de las principales razas. Yo era el elegido de la raza mas inteligente, o eso es lo que pensaba la mayoría. Había habido, y habría unas razas capaces de dominar cosas que vosotros aún no conseguís dominar, ni siquiera sabéis si son ciertas o no. Eso es lo que nos hacía excepcionales, no el echo de poder dominarlas, sino el hecho de saber que existían, y que, de algún modo u otro, todos llegaríamos a conocerlo y ser capaces de dominarlo. Y eso era lo que nos asustaba. No cabía duda de que no todo el mundo usaría esa cualidad para hacer el bien, y nosotros no podíamos permitirlo. De ahí venia nuestra existencia; éramos como una vacuna, pero no exactamente eso. Nosotros llegábamos con el poder de dominar ante cualquier cosa, pero ellos no podían hacerlo. Nosotros retrasábamos la llegada de aquel “virus” para retrasar también las consecuencias. No podíamos hacerlo solos, así que nuestros superiores nos regalaron a cada uno de nosotros un Don especial, un amuleto diferente para cada uno, del que solo podían tener poder sobre él aquellos de quien era ese preciado objeto. Y los verdaderos dueños a los que pertenecían los Dones eran a los reyes de los cinco elementos: aire, tierra, fuego, luz y agua.

Solo si cada rey de cada elemento sostenía nuestro Don a la vez que los otros, el poder que nosotros teníamos desaparecería para siempre. Parecía muy fácil, solo había que reunir a todos los elegidos y pedirles su propio Don, recogerlos y llevárselos a los reyes de los elementos, pero no era así. Los reyes que antiguamente reinaban en todas las dimensiones fueron raptados y arrojados a las diferentes dimensiones que su peor enemigo había creado: Lendrians, Sandblow, Adbrindeu, Cesacta y Maltoria. Todos pensaban que no había salida, que todo aquello que tenían en mente nunca se podría cumplir, mas no se fijaron en que siempre, dimensión malvada o creada para fines correctos, había salida y entrada creadas mediante la magia. Decidieron que era el momento de llevar al mundo los elegidos para salvar a sus reyes. Y así fue como nací yo, elegida por los súbditos de los que también eran mis reyes.

A los cinco años, yo era más lista que todos los demás niños, sabía cosas que se aprendían en cursos superiores al mío y nadie era tan inteligente como yo. En los descansos que teníamos en el colegio, yo prefería leer antes que practicar ningún deporte. Me parecía absurdo correr para pegarle una patada a una pelota o intentar colarla en un aro.

No obstante, yo era la que más sabia jugar a aquellos deportes, aunque nunca los había practicado. Eso se debía a los libros. Yo estaba siempre con un libro en la mano, fuera del tema que fuera, y nunca dejaba de leer. Era mi gran pasión, lo conocía todo acerca de trenes, automóviles, plantas, animales, geografía etc. Pero no tenía amigos. Tampoco los necesitaba. Observaba como, día tras día, había peleas, risas, compañerismo y egoísmo entre los niños y niñas de mi colegio. Muchas veces agradecía no estar con ellos y no tener que aguantar sus idioteces de niños, que, en realidad, eran lo que tenían que hacer, y lo que supuestamente yo tenía que hacer a esa edad. Pero nunca experimenté los sentimientos que se tienen al estar enfadada con una amiga o la “amistad”. No estaba creada para eso. Y nunca quise estarlo. Y esa fue mi infancia, en mi propio mundo y sin poder hablar con nadie que no fuera mi familia. Pero ese era otro tema. Estaba obligada a hablar con ellos. Nos veíamos cada día, y era difícil evitarles, pero tampoco nos comunicábamos mucho. Eramos demasiado diferentes, y desde que pude averiguar (no hace falta destacar que fue gracias a los libros) que no eran mis padres no les di mucha importancia. Por supuesto que les quería y no les despreciaba, pero simplemente veníamos de mundos distintos. Para completar esta información con un detalle os puedo decir que me dí cuenta de que no eran mis padres por nuestros ojos. Ellos los tenían de un azul intensamente oscuro y yo de un verde oliva. A los seis años encontré un libro donde explicaba que el descendiente de dos seres humanos con los ojos de un tono azul inevitablemente tendría los ojos del mismo color. Y en mi caso no era así.

Mi adolescencia no fue muy diferente. Seguía sin tener amigos, sacando maravillosas notas y descubriendo más sobre la vida. Pero necesitaba algo más. Mi vida no podía seguir así. Si no encontraba la manera de seguir mi destino no serviría de nada. Así que decidí ir a buscarlo, pero no hizo falta. Él mismo llegó a mi.