El ciprés (Para Choleck)

-¿Puedo ayudarle en algo?
-Busco al padre Thatcher.

El inspector Richard Castle respondió con algo de sequedad a la Madre superiora que lo miraba por encima de sus pasadas gafas. Era una anciana de unos setenta años, mirada severa y ojos marrones oscuros que parecían traspasar a cualquiera que se dignase a mirarla durante más de dos segundos seguidos. El inspector se sentía incómodo, de buena gana les hubiera dejado esta parte a los detectives Esposito y Ryan, pero el primero estaba de vacaciones en Europa con Lanie, su mujer y el segundo se había inventado un millón de excusas para no ir al convento. Castle no lo culpaba, su compañero había ido a un colegio católico y dudaba mucho que quisiera volver a enfrentarse a esas miradas frías y altaneras del clero que tan malos recuerdos le traían. Obligándose a esbozar la mejor de sus sonrisas, esperó a que ésta surgiera efecto con la malhumorada monja y cayese cautivada, tal como venían haciendo las mujeres con él desde que cumplió los dieciséis. Obviamente, nunca había probado con una monja.

-¿Por qué lo busca?
-Necesito hacerle unas preguntas –contestó, cortante. No estaba obligado a explicarle nada más, con enseñar su placa bastaba.
-¿Sobre qué?

Castle frunció el ceño, impaciente, tenía cosas mejores que hacer que discutir con una monja. Salir a cenar con su mujer, concretamente.

-Mire, eso no es asunto suyo, simplemente dígale que la policía de Nueva York requiere de su colaboración o dígame donde está e iré yo a buscarlo.
-El padre Thatcher está en la capilla, oficiando una boda.
-Ya veo, en ese caso será mejor que vaya usted, Madre, seguro que a los novios no les gustaría que un policía interrumpiera la ceremonia.

La anciana lo fulminó con la mirada y con un hosco “espere aquí” salió del pequeño despacho. Castle suspiró, en otra ocasión hubiera sido más amable, pero estando como estaba a punto de divorciarse de su segunda esposa y con su hija con gripe simplemente no estaba de humor. Gina había accedido a regañadientes a cenar con él para, por una séptima vez, intentar arreglarlo, pero ninguno de los dos le veía futuro a esa cena. El inspector lamentaba que su relación amorosa se hubiera esfumado dando paso a una extraña combinación de editora y escritor con sexo de por medio. Con cierta amargura recordó la voz de su madre diciéndole que esa manía suya con querer ser escritor famoso iba a pasarle factura y entonces él sólo se había reído. Ahora lamentaba no haberse limitado a ejercer como padre y policía y haber añadido el título de escritor a la lista. Si no se hubiera empeñado con publicar su maldita novela, no habría conocido a Gina. Sintió una punzada de culpa ante estos pensamientos, su mujer no se los merecía, si habían dejado morir la relación, la culpa la tenían los dos.

Sacudió la cabeza, recordando por qué estaba en ese convento, decidido a dejar sus pensamientos personales a un lado, al menos mientras que investigara en el caso. El caso estaba resultando más complicado de lo que estaba acostumbrado y en cierto modo eso le gustaba, estaba cansado de casos fáciles y aburridos en los que el asesino era la hermana celosa o el marido cabreado. Necesitaba algo de emoción en su vida y un asesinato múltiple lo era. Se rio entre dientes imaginándose la cara que pondría la Madre superiora si supiera de sus pensamientos, pero el inspector no se sentía culpable. Llevaba ya diez años ejerciendo de inspector en la doce y simplemente había aprendido a verle el lado divertido a su trabajo, ese lado que muy pocos encontraban.

---o---

La joven paseaba en silencio por el claustro, sonriendo al oír la voz del padre Thatcher hablar sobre el amor y el compromiso. Pronto tendría que acudir a la cocina para ayudar a poner los cubiertos en el refectorio pero aún podía disfrutar unos cinco minutos más de la belleza del jardín. Sor Katherine adoraba especialmente las calas, blancas y soberbias, mientras que el resto de las hermanas preferías las bellas rosas, rojas, blancas y rosas. También le tenía un especial cariño al gran ciprés, el único árbol en todo el claustro, que otorgaba algo de sombra en las calurosas tardes de verano. Pero esa no era una de estas tardes, aún estaban en abril y el tiempo era fresco, incluso desapacible, aunque con sus ropas ella nunca lo notase. Mientras miraba a algunas abejas polinizar las flores, pensando en la grandeza y la belleza que Dios sabía poner en cualquier pequeño detalle, escuchó unos pasos acelerados resonar por el frío suelo de piedra. Con esa curiosidad que siempre le había acompañado desde niña se acercó a la zona cubierta del claustro que rodeaba el jardín, topándose de golpe con la madre superiora.

-¿Madre? –La anciana apenas la miró y siguió caminando, haciéndole una señal para que la siguiera. -¿Qué sucede?
-Buscan al padre Thatcher.
-¿Quién?
-Un policía o un payaso, sólo Dios sabe –masculló.
-¡Madre! –La joven de casi treinta años miró escandalizada a su superiora, que ignoró su sorpresa y continuó andando, obviamente de mal humor. -¿Por qué lo busca? –preguntó, vacilante.
-No ha querido decírmelo.

Sin añadir una explicación más se acercó a la puerta de la Iglesia del convento y respiró hondo, le parecía una blasfemia interrumpir al padre cuando estaba ocupándose del sagrado sacramento del matrimonio. Haciéndole un gesto a la joven para que la esperase en el claustro entró y se quedó en una esquina, justo detrás del último banco, ocupado por una pareja de ancianos y un muchacho de unos quince años que bostezaba aburrido. Ignorando la falta de respeto hacia la casa de Dios, la Madre trató de hacerle señas al cura, que en aquel momento dijo algo que debió ser un chiste, pues todos se rieron, incluidos los novios. El padre Thatcher era así, sus homilías se caracterizaban por el buen humor y la cercanía. La monja suspiró, echando de menos al anciano don Bartolomé, al que ninguna hermana había mirado nunca a los ojos por temor de que la acusara de cometer actos lujuriosos. Ese sí era un padre de los de su época y no aquel muchacho vivaracho que vestía con vaqueros cuando no oficiaba alguna ceremonia.

El cura continuó hablando de cómo el hombre debía ayudar a la mujer en las tareas del hogar, jovial, cuando se percató de la madre superiora que le hacía gestos desde la esquina. Negó con la cabeza, tratando de ignorarla, pero ella insistió, diciéndole un claro “ven” con la mano. Más intrigado que preocupado pidió disculpas a los novios, que lo miraron extrañados. ¿Desde cuándo un sacerdote paraba una boda en mitad de a ceremonia? La novia tosió, enojada.

-¿Padre? –preguntó, el hombre le sonrió, devolviendo la atención por un segundo a los novios.
-No tardaré, hija mía –aseguró, mientras que se decía mentalmente que esa “hija suya” le sacaba más de veinte años.
-Pero…

El cura dejó al novio tratando de calmar a su futura esposa y también a la suegra, que se levantó indignada exigiendo que continuase la ceremonia.

-Padre, no puede dejar a mi hija sin casarse.
-Hija mía, si su hija ha esperado cincuenta años podrá esperar unos minutos más.

Se oyeron murmuraciones y una anciana se tapó la boca, alarmada. El padre de la novia se rio con ganas ante la desfachatez del oficiante, que pasó por su lado con una mueca de disculpa y avanzó hasta acercarse a la madre superiora, saliendo con ella al
claustro, donde sor Kaherine seguía esperando.

-¿Y bien? ¿A qué venía interrumpir la ceremonia? –exigió a ambas.
-Lo busca la policía –respondió la anciana sin mucha sutileza.
-¿En serio? ¡Pero si pagué la multa! –Bromeó ganándose una mirada glacial por parte de la mujer mayor y una risilla de la otra.
-Déjese de estupideces, padre, esto es serio.  
-Está bien –la tranquilizó -. Veamos que quieren, usted mientras entre ahí y calme a las fieras, la madre de la novia está a punto de abofetear al crucifijo.
-¡Padre! –Ambas gritaron. El cura las ignoró, preguntándose porque Dios no les otorgaba algo de sentido del humor a sus siervas y se dirigió al despacho de la madre superiora, oyendo como ésta le decía a sor Katherine que le siguiera, evidentemente para vigilarle. Sonrió oyendo los pasos de la joven al seguirle -.¿La madre cree que necesito niñera?
-La pone usted de los nervios, padre –respondió ella caminando a su lado.
-¿En serio? –fingió asombrarse, haciéndola reír de nuevo.
-¿Padre? –ella lo miró, preocupada -. No ha hecho usted nada malo, ¿verdad?
-No, no desde que dejé la universidad para meterme en el seminario.
-Padre es usted de lo que no hay-suspiró.

Catle miró su reloj, cabreado.

-¿Dónde demonios se ha metido la monja? –masculló.
-No debería blasfemar en un convento –dijo una voz masculina. El inspector se dio la vuelta, para encarar al que había hablado pero algo lo distrajo. Eran unos ojos. Los ojos más bellos que había visto nunca. Y su propietaria iba vestida con el hábito y lo fulminaba con la mirada.

Sole... esto... yo... verás es que... bueno... lo siento mucho        ¿Me perdonas?
Intentaré seguirlo pronto, tendrá pocos capítulos (pero más largos que los dos primeros). Un beso.

Capítulo 1

-¿Suele usted acudir a clubs de alterne?
Castle preguntó sin andarse con rodeos. El sacerdote lo observó durante unos segundos, evidentemente sorprendido y luego soltó una carcajada.

-¿Me lo está preguntando en serio? ¿Es que no sabe que es el voto de castidad?
-Algo muy fácil de ignorar para un hombre joven –replicó -. Responda a la pregunta, por favor.
-No. Jamás me he acostado con una mujer.

Pobre infeliz –Entonces, ¿de qué conocía a la señorita Marisol Rodríguez?
-¿Le ha ocurrido algo? –El rostro del sacerdote se tornó serio, preocupado, toda diversión había desaparecido. El inspector tomó nota de la expresión y se dijo mentalmente que aquel hombre parecía no saber nada. Suspirando, odiando aquella parte, sacó la fotografía de la joven prostituta de veinte años a la que habían asesinado varias noches atrás. Al menos la imagen no presentaba las marcas de quemaduras que habían encontrado por todo el cuerpo de la chica, las mismas encontradas en las otras dos mujeres que la habían acompañado en su última noche con vida. El cura cogió la foto con manos temblorosas y se santiguó.

-¿Quién le ha hecho esto? –susurró.
-Eso intentamos averiguar.

El inspector esperó unos minutos antes de continuar, comprendía la pena del hombre, pero debía darse prisa.

-¿Padre? Encontramos un papel con su nombre y número de teléfono en su chaqueta, ¿de que la conocía?
-Marisol formaba parte del grupo.
-¿El grupo?
-El grupo de ayuda social que lleva el convento, ayudamos a chicas que quieren salir de la calle, intentamos buscarle un trabajo, un piso barato para alquilar, les ayudamos a continuar con sus estudios… todo eso.
-¿Cuánto llevaba Marisol en el grupo?
-Dos meses, pero…
-Continúe.
-La semana pasada la llamé para darle una buena noticia, le había encontrado un puesto como cajera en un supermercado, pero ella rechazó el puesto y me colgó. Me quedé muy preocupado e intenté contactar con ella varias veces, pero fue en vano. No puedo creer que esté muerta.
-No sólo ella, padre. Dos mujeres fueron asesinadas también, encontramos los tres cuerpos… juntos. –Decidió no darles más detalles -. ¿Las conoce?

El cura miró las fotos de las otras dos mujeres pero negó, devolviéndoselas. –No, lo siento.

-Está bien. ¿Dónde estuvo usted la noche del lunes?
-¿Me considera sospechoso?
-Un hombre de Dios… quizás se cansó de ver a tantas pecadoras y decidió tomarse la justicia por su mano, adelantarle el trabajo a su jefe…
-Me está insultando, inspector –le advirtió -. Jamás haría daño a una mujer y ya le he dicho que no conozco a las otras chicas.
-No me ha respondido.
-Estuve con sor Elaine. El lunes fue un día muy frío y estuvimos toda la noche acomodando a gente sin hogar en una de las salas del convento. Les dimos mantas y un plato caliente, puede preguntarle a ella.
-Lo haré –aseguró -. Aun así, no salga de la ciudad.
-No pensaba hacerlo –replicó -. Ahora si no le importa tengo que oficiar una boda.
-Una cosa más –le dijo -. ¿Reconoce esto? –Le enseñó una bolsita de pruebas con un rosario dentro, precioso, morado. El padre asintió, confuso. -¿Y bien?
-Es de la hermana Katherine. ¿De dónde lo ha sacado?
-Lo usaron para estrangular a las víctimas, justo después de quemarlas con un cigarrillo.
-No puede ser. Debe haber algún error, quizás sólo se le parece…
-Creo que voy a tener que hablar con la hermana Katherine. Por favor, dígale que debo verla.

El inspector esperó sentado, descartando en su mente al cura como sospechoso. Luego no pudo evitar sonreír al pensar en la bonita monja a la que había visto antes. Una verdadera lástima que llevase hábito, no le hubiera importado conocer mejor a una mujer con semejantes ojos. Basta Rick, aún no estás divorciado. Suspiró, si Gina le encendiera la mitad de lo que lo había hecho esa novicia, pero no, su matrimonio estaba muerto. Aunque él intentaría por última vez resucitarlo.

-El padre Thatcher dice que quiere hacerme unas preguntas.

Castle levantó la mirada para encontrarse de nuevo con aquellos ojos. Y con aquellos labios.

-Sien… siéntese, por favor -tartamudeó. ¿Era esa preciosidad la propietaria del rosario?