(+18) Le château (Traicionada)

l amor que se tendrían Castle y Kate debío ser muy fuerte para que ella no se acuerde ya no del marido ni siquiera de la hija, pero claro la situación que describes es para que no te acuerdes ni de como te llamas, siguela pronto que está en un punto de no retorno

-Richard, por favor, necesito…
-Shhh –me acarició suavemente la boca con un par de dedos, haciéndome callar. Reprimí un jadeo –yo sé lo que necesitas y créeme lo tendrás.

¿Cuándo?, quise preguntar, pero me contuve. Rick me soltó el pañuelo que ataba mis manos al respaldo de la silla y cariñosamente me frotó las muñecas. Impaciente me solté de un tirón y aún sin poder verle lo atraje con fiereza hacia mí. Lo escuché gemir en mi boca, hasta que rompió el beso, excitado.

-Eso no ha estado bien –me regañó –tendré que volver a atarte.
-No es necesario, seré buena –sonreí.
-Eso espero, si no te quedarás sin postre.

Me relamí, imaginando que tendría preparado para el postre. Sentí como sus manos acariciaban mi rostro y me quitaban la venda. Parpadeé, acostumbrándome a la tenue luz y le miré. Llevaba la camisa de chef desabrochada, me miraba como si fuera un caramelo, un caramelo al que saborear. Me producía escalofríos al mirarme así.

-¿Cuál es el postre, chef? –pregunté. Él se rio, con esa mueca de encantador tan característica suya y tiró de mí, pegándome contra su cuerpo.
-Si quieres saberlo tendrás que venir esta noche.
-Pero…

Aún desconcertada no pude evitar suspirar cuando de nuevos sus labios rozaron los míos, calientes, exigentes. Enredé mis manos en su pelo, nuestras lenguas jugaron, se retaron en duelo, saboreamos el gusto al vino y a la canela, era una combinación deliciosa. Una vez más él rompió el beso, apartó un mechó de mi cabello que había ido a parar a mis ojos, me dio un último beso, esta vez, tierno.

-Te espero esta noche, amor.

Al salir del restaurante ni el frío aire parisino servía para calmarme. Sentía como cada milímetro de mi cuerpo suplicaba ese calor que él me había regalado para luego dejarme con la miel en los labios. Al igual que había hecho a la ida, no me detuve a contemplar la hermosa ciudad donde estaba y llegué rápidamente al hotel. Apenas paré en recepción lo justo para coger la tarjeta y fui a la habitación, desnudándome nada más cerrar la puerta. Entré en la ducha y dejé que el agua y mis manos se ocuparan de aquella excitación. Tuve que controlarme para no gritar cuando el intenso clímax me poseyó, gimiendo su nombre en mis labios. Me dejé caer en el plato de la ducha, las piernas me temblaban, mi corazón latía desbocado. Me apoyé contra los húmedos azulejos, sintiendo como el orgasmo no tenía fin, como cada ola de placer acariciaba mi cuerpo y lo enviaba hasta el borde de un alto precipicio, pero a mí no me importaba, yo deseaba caer.
Tras aquello estuve un largo tiempo sentada, dejando el agua caer. El placer poco a poco fue desapareciendo, para dejar paso a la culpa, la soledad y la amargura del saber que has traicionado a un ser querido.

-Dios, ¿qué he hecho? –grité, golpeando con frustración la fría pared de azulejos. No tuve tiempo para pensar en aquello cuando mi móvil sonó, lo miré asustada -. No… -susurré.

No podía cogerlo, hablar con él, hacer como si nada hubiera ocurrido. Acababa de engañar a mi marido, ¿cómo había dejado que ocurriera aquello? Rick sólo era un recuerdo del pasado, un maldito recuerdo y había sido volver a verlo y…
El móvil seguía sonando, temblorosa, como si al contestarle él pudiera verme lo cogí y pulsé el botón de descolgar. La voz infantil y risueña de mi niña resonó en la habitación, sollocé, en las últimas horas no había pensado en ella, en mi hija, lo más importante de mi vida.

-¡Mami!
-Hola, mi vida –respondí, tragándome mis lágrimas -. ¿Cómo estás, princesa?
-Bien mami, papá me va a llevar esta tarde al zoo –dijo, muy animada.
-¿Al zoo?, que bien cielo… -traté de sonreír.
-Sí y veremos los leones, los elefantes y las jirafas. ¡Y dice que después comeremos unas hamburguesas enormes!
-No comas demasiado, cariño, luego te duele la barriguita.
-No, mami –aseguró -. Mamá, ¿cuándo vuelves?
-Pronto nena, te lo prometo. Mamá estará en casa muy pronto.
-Vale…
-¿Está papá ahí, cielo? –Pregunté, respirando hondo. Laura me mandó un millón de besos y luego me pasó con su padre. La voz de Tom sonaba alegre, no había rastro alguno del enfado anterior a mi partida. Con remordimiento pensé en como habíamos hecho el amor esa noche. Y apenas unas horas después había estado a punto de hacerlo con otro hombre, me sentí sucia.

-¡Kate! ¿cómo estás, cariño?
-Bien… -respondí quedamente. Enseguida noté como Tom se ponía alerta, preocupado por mi tono de voz.
-¿Va todo bien?
No, he estado a punto de engañarte con otro. –Sí… todo bien, ¿por qué lo dices? –mentí.
-Te noto la voz tomada… y ayer me llamaste en medio de la noche… ¿ha pasado algo?
-No… es sólo, me he resfriado, hace bastante frío. Y ayer necesitaba oír tu voz… te echaba mucho de menos –murmuré, tratando de callar mis sollozos.
-Yo también te echo de menos, cariño, pero sólo será una semana, aprovecha para disfrutar de París, pronto estaremos los tres juntos –trató de animarme. Y yo no podré mirarte a la cara, pensé.
-Sí, tienes razón…
-Cielo, he quedado con mi madre para ir a verla con Lau, te llamaré mañana. Cuídate ese resfriado, ¿vale?
-Sí, lo haré –murmuré -. ¿Tom?
-¿Sí?
-Te quiero mucho.
-Yo también te quiero, amor.

Cuando colgué me dejé caer en la cama, llorando a lágrima viva. No recordaba haberme sentido nunca tan miserable, tan sucia. ¿Cómo había caído en los brazos de un antiguo amante sin pensar en mi familia? Pero no era esa sensación de desprecio hacia mí misma la que me reconcomía por dentro, no. Era que aún después de haber hablado con Tom, después de haber oído la voz de mi niña, seguía pensando el Rick. En Rick y en los deliciosos sabores que me habían poseído, en Rick y en aquellas manos que despertaron sensaciones dormidas, en Rick y en su boca que conocía mejor que la de nadie cada rincón de la mía.

-¿Qué te está pasando, Kate?

Traté de pasar el resto de la tarde buscando distracciones, comencé a redactar mi crítica, salí a la calle y probé uno de los conocidos macarons que vendían en una pastelería cercana al hotel. Al morderlo y oír el crujido no pude evitar odiarme de nuevo al preguntarme si él podría hacerlos para mí. Paseé por los bellos jardines franceses, pero el viento helado me hizo desistir de ir mucho más lejos. Cuando decidí regresar ya era noche cerrada y sin darme cuenta mi mente tomó la decisión de volver por el camino más corto, es decir, por la misma calle donde se situaba Le château. Pasé de largo, decidida a no volver a entrar en ese restaurante, no sin asegurarme primero de que habría gente, pero una voz me detuvo en medio de la calle. Su voz.

-Kate.

Tomé aire, decidida a terminar con aquella estúpida situación, pero antes de poder hablar él volvía a besarme. Sus labios, impetuosos golpeaban los míos con violencia, su lengua trataba de hacerse paso; me resistí como pude y me aparté, dándole un sonoro bofetón; agradecí que no hubiera muchos transeúntes por la calle en aquel momento. Rick se frotó la mejilla y luego me miró, sin sorpresa alguna.

-Tú ya lo sabías, ¿verdad? –murmuré, enojada con él y conmigo misma. ¡Claro que lo sabía!
-Sí –respondió sin alterarse. Su calma me ponía histérica, lo golpeé en el pecho, acusadora, indignada.
-¿Entonces cómo has podido?
-Él me da igual –replicó.
-¿Qué te da… ¿y mi hija también te da igual? ¿El daño que puedas hacerle a ella tampoco te importa? –grité. Rick permaneció imperturbable.
-No es hija mía, no sería yo quien le haría daño –repuso.
-Como puedes ser tan…
-Porque te quiero –parpadeé un par de veces, creyendo haber oído mal.
-¿Cómo dices? –exigí; mi rabia crecía por momentos.
-Te quiero, Kate, nunca he dejado de quererte, nunca te he olvidado. Y cuando vi esa foto de ti en internet, tú sonriendo con tu hija en brazos y con ese… hombre abrazándote por la cintura, me dije que no tenía que ser así. Tenía que ser yo quien te abrazara, no él.
-¿Y no pensaste en qué yo quería que las cosas fueran así? Son mi familia, Richard, ¡mi familia!
-Lo sé.
-¿Entonces qué coño es lo que quieres? ¿De qué va este juego, Rick?
-No puedo tener de ti lo que deseo, no puedo ser yo quien ocupe tu cama cada noche y quien lea un cuento a tu hija antes de dormir, perdí ese derecho hace muchos años –murmuró, apretando suavemente los puños. Me aparté de él, negando con la cabeza, incrédula ante su comportamiento. Rick siguió hablando -. Pero si puedo tener una semana contigo, eso es lo que quiero.
-No me hablas en serio –bufé.
-Nunca había hablado tan en serio.
-Eres un cabrón –le escupí. Me di la vuelta, caminé rápidamente, pero no pude girar en la esquina cuando él me sujetó desde atrás, sin fuerza, sin hacerme daño, pero negándose a soltarme.
-Dime –dijo en mi oído –que no tienes ganas de saber cómo sería –forcejeé, pero el aliento sobre mi oído y mi cuello me paralizó -. Dime que cuando saliste de mi restaurante no fuiste al hotel corriendo, muerta de deseo, creyendo ilusamente que una simple ducha podría ayudarte –mi respiración se aceleraba por momentos. ¿Qué me hacía ese hombre, que apenas unos minutos antes quería matarlo y ahora no quería que dejase de hablar? -. Dime que no te mueres por saber lo que he preparado, Kate. Dímelo, amor, te soltaré y te prometo, que nunca más volverás a verme.

Quise pegarle de nuevo, quise responderle a todo y marcharme de allí, pero no pude. De nuevo el deseo y el egoísmo vencieron a la cordura y al amor. Desesperada me di la vuelta y lo besé, esta vez fueron mis labios los que quisieron desgastar los suyos, fueron mis manos las que pasearon por debajo de su camisa, fue mi cuerpo el que quedó sin aliento hasta no poder más. Rick no habló, no añadió más palabras, me tomó de la mano y me llevó hasta el interior de su restaurante, que una vez más fue testigo de la traición, del pecado y del placer.
Cuando estuvimos dentro me pidió, con voz ronca, que me tumbara en el suelo. No hice ningún reproche ni pensé en ningún momento en negarme, simplemente le obedecí. Sus ojos habían pasado del azul intenso al negro más ardiente, se arrodilló a mi lado y lentamente, sin hablar y sin dejar de clavar sus pupilas en las mías, empezó a desnudarme. Primero fue la sencilla blusa, me retorcí al sentir sus cálidos dedos en mi piel, trazando dibujos sin sentido, navegando por un mar que parecía conocer de memoria. Quise pedirle que me besara, que me acariciara con sus labios, pero él parecía tener otros planes. Se deshizo de mis zapatos, deslizó lentamente los vaqueros por mis piernas, volvió a acariciarme, apenas unos sutiles toques que me dejaban al límite de mi cordura. Gemí, necesitaba más.

Una y otra vez sus manos recorrieron mi cuerpo, ignorando aquellas zonas donde más lo necesitaba. Anhelante, lo atraje hacia mí y lo besé de nuevo, hasta que él se apartó, mirándome con crueldad. Me hizo incorporarme apenas unos centímetros y desabrochó el sujetador, dejándolo a un lado.

-Hacía tanto tiempo que no bebía de ellos –susurró, provocándome otro suspiro ante sus palabras.
-Son tuyos –respondí con un jadeo cuando tomó un pezón entre sus dedos y lo apretó delicadamente. Rick pareció ignorar mi comentario y entre caricias fue bajando lentamente hasta llegar a la última prenda que quedaba en mi cuerpo. Acercó su rostro allí, aspiró con fuerza, forcejeé contra sus burlas, clamando por tener lo que quería. Lo oí reír antes de colar dos dedos por al cinturilla de las bragas y bajarlas de un tirón. Pero una vez más no cedió ante mis deseos y pasó de largo.
Lo miré confusa cuando se levantó.

-Rick…
-No tardo –me tranquilizó, lanzándome otra erótica y devoradora mirada.

Volvió unos minutos después, llevaba una bandeja de cubitos de hielo en las manos. Lo miré, burlona.

-¿Eso es lo más original que se te ocurre? –me reí. Él hizo caso omiso a mi pulla y volvió a arrodillarse.
-En un restaurante los sabores son importantes, pequeña –fruncí el ceño; Rick no había olvidado lo mucho que me molestaba ese apelativo. Siguió hablando –y quiero que los disfrutes todos, considéralo un regalo.

No pude añadir nada más, Rick tomó un cubito de hielo, sorprendentemente de color rojo y antes de que pudiera hablar lo llevó a su boca y cubrió mi pecho izquierdo con él. Mi cuerpo fue presa de un espasmo de placer al sentir el frío ante la ardiente piel y el pezón se endureció en cuestión de segundos. Lentamente el hielo se fue derritiendo, pero él no dejó de jugar conmigo hasta que yo no pude más y tomándolo bruscamente lo obligué a subir hasta mi rostro. Al besarlo un intenso sabor a licor de cerezas invadió mi boca, exquisito. Saboreé aquel beso de cerezas hasta que volvimos a quedarnos sin aire y él se apartó, mirándome, preguntándome con la mirada si quería más. Le respondí del mismo modo.

-Cierra los ojos –me pidió. Al ver que iba a protestar añadió –aún tengo la venda guardada.

Excitada por aquel carácter dominante obedecí, mordiéndome el labio con fuerza cuando procedió del mismo modo con el otro pecho. Esta vez se tomó más tiempo para acariciar con el hielo y con su lengua la areola, pellizcó el otro pezón a la vez que lamía aquel, jugó con él dejándolo duro, deliciosamente torturado. Quise volver a recuperar sus labios, adivinar cuál sería el nuevo sabor pero él se hizo de rogar, mordiendo y succionando la piel de mi garganta, no quedándose satisfecho hasta que me oyó gritar. Fue entonces cuando cedió a mis silenciosas súplicas y me besó, rozando despacio cada recoveco de mi boca, dejándome un agradable gusto a canela y limón.

-¿Licor de leche merengada? –pregunté. Él asintió, sonriéndome ante mis dotes de adivinación y dándome un nuevo beso antes de ir a por el siguiente; esta vez le frené.
-Desnúdate, yo también quiero jugar –susurré, acariciando el lóbulo de su oreja con mi lengua. Se levantó y se desnudó en cuestión de segundos, quedándose sólo con unos bóxer negros que marcaban su tremenda erección.
-¿Ahora qué, pequeña?

Entrecerré los ojos antes de tumbarle de un solo movimiento y colocarme sobre él. Miré la bandeja de hielos, quedaban tres y empezaban a derretirse. Lo miré con malicia antes de quitarle los calzoncillos de un tirón y tomar un cubito cualquiera. Paseé la lengua por él, saboreando el dulzor del licor de chocolate y acaricié su pene con el hielo. Sonreí al ver como cerraba los ojos y apretaba los puños con fuerzas. Paseé el hielo por su erección una y otra vez, acariciándolo con mi lengua cuando empezó a derretirse, bebiéndome el licor, dejando que las gotas se derramaran a lo largo de su miembro para luego lamerlas de una pasada. Rick gruñó y yo lo liberé, acercándome a él, marcando su torso con sensuales y ardientes besos, hasta llegar a la meta final. Se apoderó de mi boca con fiereza, apretándome a él por la nuca. A horcajadas sobre él su pene rozaba exquisitamente mi empapado centro, gemí.

De nuevo volví a tenerlo sobre mí y un nuevo cubito recorría mi cuerpo. Esta vez se dejó llevar por el deseo y me separó las piernas sin miramientos, posando allí su boca, helada gracias al hielo, caliente gracias a su excitación. Grité ante la sensación de calor y frío sobre mi clítoris, me sentía cerca, tan cerca que estaba a punto de explotar y él me dio lo que necesitaba para conseguirlo. Una pasada, dos, tres más con su lengua y me vine abajo, gritando al sentir el familiar cosquilleo que precedía a la liberación. Él me acarició suavemente el rostro, esperando a que me relajara. Me besó tiernamente en la frente, en los parpados, en todas partes menos en los labios. Cuando sentí que podía volver a hablar lo miré con curiosidad.

-¿De qué era ese?
-Menta –sonrió -. Sólo queda uno, amor, ¿qué hacemos con él?
-Tú sabrás –respondí.

Riéndose cogió el último y me lo acercó a la boca, pero no me dejó probarlo, estaba casi derretido. Lo miré con curiosidad, preguntándome que le quedaba por hacer.

-¡Dios! –La respuesta no se hizo de rogar. Rick empezó a penetrarme con un par de dedos mientras que su boca se entretenía con mis pechos, helando primero uno, luego el otro, endureciéndolos más si es que era posible. Sus dedos se movían con fiereza, contrastando con la dulzura con la que empezó a besarme, de nuevo en la boca, pudiendo descubrir al fin el último sabor, tan nuestro. Licor de vainilla.

-¿Te gusta? –susurró. No respondí, no era necesario. Rick siguió penetrándome, introduciendo cuidadosamente un tercer dedo, frotando el clítoris con el pulgar -. Quiero otro orgasmo, pequeña, quiero ver cómo te deshaces otra vez –me animó.

-Rick…

Y se lo di, Rick curvó los dedos, golpeándome justo donde lo necesitaba y volví a caer por aquel precipicio, sabiendo que él me esperaba al otro lado. Aquellas oleadas invadieron mi cuerpo, mi mente, todo mi ser, cualquier otra sensación había desaparecido para dejar paso al más ardiente placer. Ya no había nada más. Sólo él, yo y aquel restaurante, Le château.