Deliria de amor
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elsa castle always
johanabeckett
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Deliria de amor
Esta hisoria es sacado de un libro que estoy leyendo....
es narrada por stana...
Capitulo 1.
A mucha gente le da miedo la intervención. Algunas personas incluso se resisten. Yo no tengo miedo. Estoy impaciente. Me la haría mañana mismo si pudiera, pero hay que tener dieciocho años, a veces algo más, para que los científicos te curen. Si no, pueden quedarte secuelas. La gente termina con lesiones cerebrales, parálisis parcial, ceguera o cosas peores.
No me gusta pensar que ando por ahí con la enfermedad en la sangre. A veces juraría que puedo sentirla retorciéndose en mis venas, contaminándome, como leche agria. Me siento sucia. Me recuerda a los niños con rabietas. Me recuerda a las chicas que se resisten, que se aferran a la acera con las uñas, se tiran del pelo y lanzan espumarajos por la boca.
Después de la operación, seré feliz y estaré a salvo para siempre. Es lo que dice todo el mundo: los científicos y mi hermana y la tía Carol. Después de la intervención, los evaluadores me emparejarán con un chico. Dentro de unos años, nos casaremos. Últimamente he empezado a soñar con mi boda. Estoy bajo un toldo blanco, con flores en el pelo. Voy de la mano de alguien, pero cuando me vuelvo para mirarlo, su cara se vuelve borrosa, es como una cámara que se desenfoca y me impide distinguir sus rasgos. Pero sus manos están frescas y secas, y el corazón me late de forma regular en el pecho; y en el sueño sé que siempre latirá con ese mismo ritmo, que no va a acelerarse, dar un vuelco, brincar ni hacer cabriolas, que simplemente seguirá con su tic-tac-tic-tac hasta que me muera.
Estaré a salvo y libre de dolor.
Las cosas no siempre han ¡do tan bien. En la escuela hemos aprendido que hace muchos años, en los tiempos oscuros, la gente no era consciente de que el amor era una enfermedad letal. Durante bastante tiempo, incluso lo vieron como algo bueno, algo que había que buscar y celebrar. Evidentemente, esa es una de las razones por las que resulta tan peligroso. «Afecta a la mente hasta tal punto que impide pensar con claridad o tomar decisiones racionales sobre el propio bienestar».
No es que en Estados Unidos estemos ya totalmente libres de los efectos de los deliria. Hasta que se perfeccione el tratamiento, hasta que se consiga hacerlo seguro para los menores de dieciocho años, no estaremos protegidos por completo. Este mal seguirá reptando entre nosotros con tentáculos invisibles, asfixiándonos. He visto muchísimos incurados que tuvieron que ser llevados a rastras a la intervención, tan atormentados por la enfermedad del amor que preferían sacarse los ojos antes que vivir sin él.
Noventa y cinco días más y estaré a salvo. Estoy nerviosa, claro. Me pregunto si la intervención dolerá. Quiero que pase ya. Me cuesta tener paciencia. Es difícil no tener miedo estando aún incurada, aunque lo cierto es que, por el momento, los deliria no me han tocado. Aun así, me preocupo. Dicen que en los viejos tiempos el amor llevaba a la gente a la locura. El Manual de FSS también cuenta historias de personas que murieron por un amor perdido o por uno que nunca llegaron a encontrar, que es lo que más pánico me da.
La más mortal de todas las cosas mortales. Te mata tanto cuando la tienes como cuando no la tienes.
Hoy va a hacer un día sofocante, lo noto. Ya hace calor en el dormitorio, y cuando abro un poco la ventana para que se vaya el olor a naranja, el aire de fuera es tan denso que parece lamerme las mejillas. Aspiro profundamente, inhalando el olor limpio de algas y madera húmeda, mientras escucho los chillidos lejanos de las gaviotas que describen círculos interminables sobre la bahía, en algún lugar más allá de los almacenes achaparrados y los grises edificios. El motor de un coche se pone en marcha junto a la casa. El ruido me sobresalta.
-¿Estás nerviosa por la evaluación?
Me doy la vuelta. La tía Carol está de pie en el umbral, con las manos agarradas.
-No -respondo, aunque es mentira.
Ella sonríe apenas, una sonrisa breve, pasajera.
-No te preocupes. Lo harás bien. Date una ducha y luego te ayudaré con el pelo. Por el camino podemos repasar las res-puestas.
-Vale.
La tía sigue mirándome fijamente. Me siento violenta, clavo las uñas en el alféizar que tengo detrás. Siempre he odiado que me miren así. Tendré que acostumbrarme. Durante el examen habrá cuatro evaluadores que me mirarán de ese modo durante casi dos horas. Tendré que llevar un camisón ligero de plástico, semitransparente, como los que suelen dar en los hospitales, para que puedan verme el cuerpo.
-Un siete o un ocho, diría yo -augura mi tía frunciendo los labios; es una nota digna., y yo me daría por satisfecha si la consiguiera-. Aunque no sacarás más de un seis si no te lavas.
El curso casi ha terminado y la evaluación es el último examen que tengo que pasar. Durante los cuatro meses anteriores he ido haciendo los diferentes ejercicios de reválida: Matemáticas, Ciencias, Competencia Oral y Escrita, Sociología, Psicología y Fotografía (una especialidad opcional), con lo que recibiré mis notas en algún momento de las próximas semanas. Estoy bastante satisfecha de cómo me han salido, así que supongo que me asignarán una universidad. Siempre he sido buena estudiante. Los asesores académicos valorarán mis fortalezas y debilidades y elegirán para mí una facultad y una carrera.
La evaluación es necesaria para que puedan emparejarnos. En los próximos meses, los evaluadores me enviarán una lista con los cuatro o cinco candidatos aprobados. Uno de ellos se convertirá en mi marido cuando termine la carrera (suponiendo que haya aprobado todos los exámenes de reválida; a las chicas que no aprueban se las empareja y se las casa en cuanto terminan el instituto). Los evaluadores harán todo lo posible por asignarme candidatos que hayan recibido notas similares en las evaluaciones. En la medida de lo posible, procuran evitar grandes disparidades de inteligencia, carácter, edad y procedencia social. Claro que a veces se oyen historias de terror: casos en los que una pobre chica de dieciocho años ha sido entregada a un hombre adinerado de ochenta.
a tía insiste en acompañarme a los laboratorios, que, como todas las oficinas de la Administración, están dispuestos en línea a lo largo de los muelles: una fila de edificios blancos que brillan como dientes sobre la boca ruidosa del océano.
Cuando era pequeña y acababa de mudarme a casa de Carol, ella me llevaba a la escuela todos los días. Mi madre, mi hermana y yo habíamos vivido más cerca de la frontera, y yo me moría de miedo en aquellas calles enrevesadas y oscuras donde olía a basura y a pescado rancio. Siempre deseé que la tía me tomara de la mano, pero ella nunca lo hizo; yo apretaba los puños
y seguía el hipnótico frufrú de sus pantalones de pana, temiendo el momento en que la Academia Femenina Saint Anne se alzara en lo alto de la última colina: aquel edificio oscuro de piedra, cubierto de grietas y fisuras como el rostro curtido de los pescadores que trabajaban en los muelles.
Es asombroso cómo cambian las cosas. Entonces me daban pánico las calles de Portland y era reacia a alejarme de mi tía. Ahora las conozco tan bien que podría seguir sus curvas y pendientes con los ojos cerrados; de hecho, en este momento desearía quedarme sola. Aunque el océano está oculto por las tortuosas ondulaciones de las calles, su olor me relaja. La sal del mar vuelve el aire granuloso y cargado.
-Recuerda -me está diciendo la tía por enésima vez- Quieren saber cosas de tu personalidad, pero cuanto más generales sean tus respuestas, más posibilidades tendrás de que te tengan en cuenta para distintos puestos.
Mi tía siempre habla del matrimonio con palabras sacadas directamente del Manual de FSS, palabras como deber, respon-sabilidad y perseverancia.
-Vale -respondo.
es narrada por stana...
Capitulo 1.
A mucha gente le da miedo la intervención. Algunas personas incluso se resisten. Yo no tengo miedo. Estoy impaciente. Me la haría mañana mismo si pudiera, pero hay que tener dieciocho años, a veces algo más, para que los científicos te curen. Si no, pueden quedarte secuelas. La gente termina con lesiones cerebrales, parálisis parcial, ceguera o cosas peores.
No me gusta pensar que ando por ahí con la enfermedad en la sangre. A veces juraría que puedo sentirla retorciéndose en mis venas, contaminándome, como leche agria. Me siento sucia. Me recuerda a los niños con rabietas. Me recuerda a las chicas que se resisten, que se aferran a la acera con las uñas, se tiran del pelo y lanzan espumarajos por la boca.
Después de la operación, seré feliz y estaré a salvo para siempre. Es lo que dice todo el mundo: los científicos y mi hermana y la tía Carol. Después de la intervención, los evaluadores me emparejarán con un chico. Dentro de unos años, nos casaremos. Últimamente he empezado a soñar con mi boda. Estoy bajo un toldo blanco, con flores en el pelo. Voy de la mano de alguien, pero cuando me vuelvo para mirarlo, su cara se vuelve borrosa, es como una cámara que se desenfoca y me impide distinguir sus rasgos. Pero sus manos están frescas y secas, y el corazón me late de forma regular en el pecho; y en el sueño sé que siempre latirá con ese mismo ritmo, que no va a acelerarse, dar un vuelco, brincar ni hacer cabriolas, que simplemente seguirá con su tic-tac-tic-tac hasta que me muera.
Estaré a salvo y libre de dolor.
Las cosas no siempre han ¡do tan bien. En la escuela hemos aprendido que hace muchos años, en los tiempos oscuros, la gente no era consciente de que el amor era una enfermedad letal. Durante bastante tiempo, incluso lo vieron como algo bueno, algo que había que buscar y celebrar. Evidentemente, esa es una de las razones por las que resulta tan peligroso. «Afecta a la mente hasta tal punto que impide pensar con claridad o tomar decisiones racionales sobre el propio bienestar».
No es que en Estados Unidos estemos ya totalmente libres de los efectos de los deliria. Hasta que se perfeccione el tratamiento, hasta que se consiga hacerlo seguro para los menores de dieciocho años, no estaremos protegidos por completo. Este mal seguirá reptando entre nosotros con tentáculos invisibles, asfixiándonos. He visto muchísimos incurados que tuvieron que ser llevados a rastras a la intervención, tan atormentados por la enfermedad del amor que preferían sacarse los ojos antes que vivir sin él.
Noventa y cinco días más y estaré a salvo. Estoy nerviosa, claro. Me pregunto si la intervención dolerá. Quiero que pase ya. Me cuesta tener paciencia. Es difícil no tener miedo estando aún incurada, aunque lo cierto es que, por el momento, los deliria no me han tocado. Aun así, me preocupo. Dicen que en los viejos tiempos el amor llevaba a la gente a la locura. El Manual de FSS también cuenta historias de personas que murieron por un amor perdido o por uno que nunca llegaron a encontrar, que es lo que más pánico me da.
La más mortal de todas las cosas mortales. Te mata tanto cuando la tienes como cuando no la tienes.
Hoy va a hacer un día sofocante, lo noto. Ya hace calor en el dormitorio, y cuando abro un poco la ventana para que se vaya el olor a naranja, el aire de fuera es tan denso que parece lamerme las mejillas. Aspiro profundamente, inhalando el olor limpio de algas y madera húmeda, mientras escucho los chillidos lejanos de las gaviotas que describen círculos interminables sobre la bahía, en algún lugar más allá de los almacenes achaparrados y los grises edificios. El motor de un coche se pone en marcha junto a la casa. El ruido me sobresalta.
-¿Estás nerviosa por la evaluación?
Me doy la vuelta. La tía Carol está de pie en el umbral, con las manos agarradas.
-No -respondo, aunque es mentira.
Ella sonríe apenas, una sonrisa breve, pasajera.
-No te preocupes. Lo harás bien. Date una ducha y luego te ayudaré con el pelo. Por el camino podemos repasar las res-puestas.
-Vale.
La tía sigue mirándome fijamente. Me siento violenta, clavo las uñas en el alféizar que tengo detrás. Siempre he odiado que me miren así. Tendré que acostumbrarme. Durante el examen habrá cuatro evaluadores que me mirarán de ese modo durante casi dos horas. Tendré que llevar un camisón ligero de plástico, semitransparente, como los que suelen dar en los hospitales, para que puedan verme el cuerpo.
-Un siete o un ocho, diría yo -augura mi tía frunciendo los labios; es una nota digna., y yo me daría por satisfecha si la consiguiera-. Aunque no sacarás más de un seis si no te lavas.
El curso casi ha terminado y la evaluación es el último examen que tengo que pasar. Durante los cuatro meses anteriores he ido haciendo los diferentes ejercicios de reválida: Matemáticas, Ciencias, Competencia Oral y Escrita, Sociología, Psicología y Fotografía (una especialidad opcional), con lo que recibiré mis notas en algún momento de las próximas semanas. Estoy bastante satisfecha de cómo me han salido, así que supongo que me asignarán una universidad. Siempre he sido buena estudiante. Los asesores académicos valorarán mis fortalezas y debilidades y elegirán para mí una facultad y una carrera.
La evaluación es necesaria para que puedan emparejarnos. En los próximos meses, los evaluadores me enviarán una lista con los cuatro o cinco candidatos aprobados. Uno de ellos se convertirá en mi marido cuando termine la carrera (suponiendo que haya aprobado todos los exámenes de reválida; a las chicas que no aprueban se las empareja y se las casa en cuanto terminan el instituto). Los evaluadores harán todo lo posible por asignarme candidatos que hayan recibido notas similares en las evaluaciones. En la medida de lo posible, procuran evitar grandes disparidades de inteligencia, carácter, edad y procedencia social. Claro que a veces se oyen historias de terror: casos en los que una pobre chica de dieciocho años ha sido entregada a un hombre adinerado de ochenta.
a tía insiste en acompañarme a los laboratorios, que, como todas las oficinas de la Administración, están dispuestos en línea a lo largo de los muelles: una fila de edificios blancos que brillan como dientes sobre la boca ruidosa del océano.
Cuando era pequeña y acababa de mudarme a casa de Carol, ella me llevaba a la escuela todos los días. Mi madre, mi hermana y yo habíamos vivido más cerca de la frontera, y yo me moría de miedo en aquellas calles enrevesadas y oscuras donde olía a basura y a pescado rancio. Siempre deseé que la tía me tomara de la mano, pero ella nunca lo hizo; yo apretaba los puños
y seguía el hipnótico frufrú de sus pantalones de pana, temiendo el momento en que la Academia Femenina Saint Anne se alzara en lo alto de la última colina: aquel edificio oscuro de piedra, cubierto de grietas y fisuras como el rostro curtido de los pescadores que trabajaban en los muelles.
Es asombroso cómo cambian las cosas. Entonces me daban pánico las calles de Portland y era reacia a alejarme de mi tía. Ahora las conozco tan bien que podría seguir sus curvas y pendientes con los ojos cerrados; de hecho, en este momento desearía quedarme sola. Aunque el océano está oculto por las tortuosas ondulaciones de las calles, su olor me relaja. La sal del mar vuelve el aire granuloso y cargado.
-Recuerda -me está diciendo la tía por enésima vez- Quieren saber cosas de tu personalidad, pero cuanto más generales sean tus respuestas, más posibilidades tendrás de que te tengan en cuenta para distintos puestos.
Mi tía siempre habla del matrimonio con palabras sacadas directamente del Manual de FSS, palabras como deber, respon-sabilidad y perseverancia.
-Vale -respondo.
johanabeckett- Ayudante de policia
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Re: Deliria de amor
sigue sister
elsa castle always- Ayudante de policia
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Re: Deliria de amor
Yo tambien estoy con ese libro
Always♥14- As del póker
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Re: Deliria de amor
Sigueee★★
castle_always_annarodgers- Actor en Broadway
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Re: Deliria de amor
Sigue pronto porfa.
Por cierto que libro es??
Por cierto que libro es??
Lucia CasKett- Actor en Broadway
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Re: Deliria de amor
Lucia es delirium de Lauren Oliver
Always♥14- As del póker
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Re: Deliria de amor
Gracias!! Lo buscare para leerlo antes de que empiecen las clases.
Lucia CasKett- Actor en Broadway
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Localización : Madrid
Re: Deliria de amor
Sigue
28Caskett- As del póker
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Localización : Cd. Juárez
Re: Deliria de amor
pero solo que no sera exactamente solo el principio es que me encanta como se empieza a narrar pero bueno es como lo mismo de la enfermedad pero con historia de stana y natah y si quieren que les pase ese libro la trilogia pasen sus facebook y yo se los dejo
johanabeckett- Ayudante de policia
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Re: Deliria de amor
Yo tengo el primero
Always♥14- As del póker
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Fecha de inscripción : 03/06/2014
Re: Deliria de amor
Esta de lo mas interesante esta historia me encanto si udieras pasarme los libros te lo agradeceria mucho y prometo seguir tu historia aqui! Te mando un mansaje privado con mi face pf y gracias!
Verispu- As del póker
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Re: Deliria de amor
saleVerispu escribió:Esta de lo mas interesante esta historia me encanto si udieras pasarme los libros te lo agradeceria mucho y prometo seguir tu historia aqui! Te mando un mansaje privado con mi face pf y gracias!
johanabeckett- Ayudante de policia
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Fecha de inscripción : 05/06/2014
Re: Deliria de amor
Capitulo 2
Entre mas pasaba el rato mas gente llegaba y a mayoria de ellos eran compañeros de clase y en ese momento llego Tamala en un auto y son de los pocos autos que quedan debido a precio de a gasolina pero ella tenia todo lo que queria; cuando Bajo salio reluciente a decir verdad una morena muy linda con dientes perfectos y cabelllo perfecto.
-Hey Stana dijo mientras se dirigia corriendo hacia mi.
-Hey hola como estas-le respondi -Bien -Dijo un poco agitada.
-Bueno chicas que esperan para irse a formar si no se hara mas grande-Dijo mi tia
-Yo no creo en estas tonterias-Dijo Tamala en voz baja-Pero calla, la tia te podria oir-Respondi.
-Jejej esta bien respondio con risa.
Despues de un rato que hablabamos nos dirigios a la fila y la verdad el sol estaba insoportable pero solo se veia entrar a muchachos y yo ya queria que fuera i turno entre mas rapido saldriera creo que mis respuestas serian mejores...
-Bueno y stana no me diras que crees en esto-claro que si por que tu no respondi- la verdad no -como que no esto es nuestra salvacion si no podriamos morir-pues eso nadie lo sabe...
-Paso el rato y ya solo quedaban unos cuantos chicos para que entraramos en aquel edificio tan grande, pero tamala me dijo algo que me dejo desconsertada, se acerco a mi y me dijo -TE AMO Y ESO NADIE PUEDE QUITARTELO- y es que que era realmente el amor nadie lo sabia solo los incurados; en ese momento le toco a tamala entrar a el edificio la verdad me sentia nerviosa.
Doblo la ropa, sujetador incluido, en un montón ordenado y me pongo el camisón. Está hecho de plástico muy transparente y, mientras me lo coloco alrededor del cuerpo y lo aseguro a la cintura con un nudo, soy muy consciente de que deja ver prácticamente todo, hasta el contorno de mi ropa interior.
«Pronto. Pronto habrá terminado».
Inspiro profundamente y paso por la puerta azul.
En el laboratorio hay aún más luz, un brillo deslumbrante. La primera impresión que se forman de mí los evaluadores debe de ser la de alguien que entrecierra los ojos, retrocede y se lleva una mano a la cara. Cuatro sombras flotan en una canoa delante de mí. Luego, mis ojos se acostumbran y la visión se define: hay cuatro evaluadores, todos sentados tras una mesa larga y baja. La sala es muy amplia y está totalmente despejada; en una esquina veo una mesa metálica de operaciones arrimada a la pared. Dos filas de luces cenitales proporcionan una claridad intensa. Me doy cuenta de lo alto que está el techo, al menos a diez metros. Siento una urgencia desesperada de cruzar los brazos sobre el pecho, de cubrirme de alguna forma. Se me seca la boca y me quedo con la mente en blanco, tan ardiente, tan vacía como los focos. No recuerdo lo que se supone que debo hacer, ni lo que debo decir.
Por suerte, uno de los evaluadores, una mujer, habla primero:
-¿Tienes los formularios?
Su voz suena cordial, pero no ayuda a aflojar el nudo que se me ha formado en el estómago y que me retuerce los intestinos.
«¡Qué horror!», pienso. «Me voy a hacer pis. Me voy a hacer pis aquí mismo». Trato de imaginarme lo que dirá Hana cuando esto haya pasado, cuando estemos dando un paseo a la luz de la tarde, con el aire pesado por el olor a sal y a pavimento recalentado por el sol. «Vaya pérdida de tiempo», comentará. «Todos allí sentados mirándome como cuatro ranas en un tronco».
-Eh... sí.
Me acerco sintiendo que el aire se ha vuelto sólido, que me ofrece resistencia. Cuando me encuentro a un metro de la mesa, les paso la tablilla con el papel a los evaluadores. Hay tres hombres y una mujer, pero no soy capaz de fijarme en sus rasgos demasiado tiempo. Los recorro rápidamente con la mirada y luego vuelvo atrás de nuevo, quedándome solo con una impresión vaga de varias narices, algunos ojos oscuros y el parpadeo de un par de gafas.
Mi tablilla recorre la línea de los evaluadores dando saltitos. Pego los brazos a los costados e intento parecer relajada.
Detrás de mí hay una plataforma de observación, situada a unos seis metros del suelo. Se accede a ella por una pequeña puerta roja que está más arriba de las gradas. Tiene asientos blancos obviamente destinados a estudiantes, doctores, internos y científicos en formación. Los científicos de los laboratorios no solo realizan la operación, también llevan a cabo revisiones posteriores y a menudo tratan casos difíciles de otras enfermedades.
Se me viene a la cabeza que las intervenciones deben de realizarse aquí, en esta misma sala. Para eso debe de servir la mesa de operaciones. La ansiedad comienza a apretarme de nuevo el estómago. Aunque he imaginado a menudo cómo sería estar curada, nunca he pensado de verdad en la operación en sí, la dura mesa de metal, las luces que parpadean por encima, los tubos y los cables. Y el dolor.
-¿Stana Katic?
-Sí, soy yo.
-De acuerdo. ¿Por qué no comienzas contándonos algo sobre ti misma? evaluador de las gafas se inclina hacia delante y extiende las manos sonriendo. Sus enormes dientes blancos y cuadrados me hacen pensar en azulejos de baño. El reflejo de sus gafas hace imposible verle los ojos; desearía que se las quitara-. Háblanos de lo que te gusta: tus intereses, tus aficiones, tus asignaturas favoritas...
Me lanzo con el discurso que he preparado sobre cuánto me gusta la fotografía y correr y pasar tiempo con mis amigas, pero no estoy centrada. Veo que los evaluadores asienten frente a mí y que las sonrisas comienzan a distenderles el rostro mientras toman notas. Supongo que lo estoy haciendo bien, pero ni siquiera puedo oír las palabras que salen de mi boca. Sigo obsesionada con la mesa de operaciones y no hago más que mirarla con el rabillo del ojo, viendo cómo brilla y parpadea a la luz como el filo de una cuchilla.
Y de repente pienso en mi madre. Mi madre siguió incurada a pesar de sus tres operaciones y la enfermedad se fue apoderando de ella, le fue royendo las entrañas e hizo que sus ojos se volvieran huecos y sus mejillas palidecieran. La enfermedad le robó el control y se la fue llevando, centímetro a centímetro, hasta el borde de un acantilado arenoso, hasta el aire liviano y brillante del salto al vacío.
O eso es lo que me han contado. Yo tenía seis años entonces. Solo recuerdo la presión cálida de sus dedos en mi cara por la noche y las últimas palabras que me susurró: «Te amo. Recuerda. Eso no pueden quitártelo».
Cierro los ojos rápidamente, abrumada por la idea de mi madre retorciéndose mientras una docena de científicos con batas de laboratorio la miran, garabateando impasibles en una libreta. En tres ocasiones distintas fue atada con correas a una mesa metálica, en tres ocasiones distintas un grupo de observadores la miró desde la plataforma, tomando nota de sus respuestas a medida que las agujas y luego los láseres le atravesaban la piel. Normalmente, a los pacientes se los anestesia durante la intervención y no sienten nada, pero a mi tía se le escapó una vez que durante la tercera operación de mi madre se negaron a sedarla, pensando que la anestesia podría estar interfiriendo con la respuesta de su cerebro a la cura.
-¿Quieres beber un poco de agua?
El evaluador 1, la mujer, señala una botella de agua y un vaso que están sobre la mesa. Ha notado mi alteración momentánea, pero no importa. He terminado mi declaración personal, y por la forma en que me miran los evaluadores -contentos, orgullosos, como si yo fuera una niña pequeña que ha conseguido encajar cada pieza en su agujero correspondiente-, veo que lo he hecho bien.
Me sirvo un vaso de agua y tomo algunos sorbos, agradecida por el respiro. Siento el sudor que me pica en las axilas, en el cuero cabelludo y en la base del cuello, y rezo para que no lo noten. Intento mantener la vista fija en los evaluadores, pero ahí está en mi visión periférica, sonriéndome, esa maldita mesa.
-Bueno, Stana, ahora te vamos a hacer algunas preguntas. Queremos que contestes con sinceridad. Recuerda: intentamos conocerte como persona.
«¿Cómo podrían conocerme si no?». Se me viene la pregunta a la mente antes de que pueda detenerla: «¿Como animal?». Inspiro hondo, me obligo a asentir y sonrío.
-Perfecto.
-Dinos algunos de tus libros preferidos.
-Guara, paz e interferencia, de Christopher Malley -contesto de forma automática-. Frontera, de Philippa Harolde.
-Y Romeo y Julieta, de William Shakespeare.
Los evaluadores asienten, toman notas. Romeo y Julieta es lectura obligatoria para todas las clases de Salud de primer año de Secundaria.
-¿Y por qué te gusta? -pregunta el evaluador 3.
«Da miedo». Es lo que se supone que debo decir. Es una his-toria aleccionadora, una advertencia sobre los peligros de los deliria antes de que existiese la cura. Pero parece que se me ha hinchado la garganta y me duele. No queda sitio para que salgan las palabras, se han quedado pegadas como esas semillas con pinchos que se clavan en la ropa cuando hacemos footingpor las granjas. Y en ese momento parece que puedo oír el rugido del
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océano, puedo oír su murmullo lejano, insistente, puedo imaginarlo cerrándose sobre mi madre, el agua pesada como una losa. Y me sale otra respuesta:
-Es bello.
Al momento, las cuatro caras se alzan bruscamente para mirarme, como marionetas movidas por la misma cuerda.
-¿Bello?
El evaluador 1 arruga la nariz. Se percibe una tensión gélida en el aire y me doy cuenta de que he cometido un error descomunal.
El evaluador de las gafas se inclina hacia delante.
-Ese es un término interesante. Muy interesante -esta vez, sus dientes me recuerdan a los caninos blancos y curvos de un perro-. ¿Tal vez el sufrimiento te parece bello? ¿Quizá disfrutas con la violencia?
-No, no. no es eso -estoy tratando de pensar con claridad, pero mi mente está totalmente ocupada por el rugido sin palabras del mar. A cada momento se hace más fuerte. Y, solapado, oigo débilmente el grito de mi madre, como si su aullido me llegara a través de una década-. Lo que quiero decir es que... tiene algo muy triste...
Estoy luchando, voy a la deriva, me debato, siento que en ese momento me estoy hundiendo en la luz blanca y en el rugido. Sacrificio. Quiero decir algo sobre el sacrificio, pero no me viene la palabra.
-Continuemos -el evaluador 1, que parecía tan dulce cuando me ofreció el agua, ha perdido su gesto de cordialidad. Ahora es totalmente profesional-. Dinos algo sencillo: tu color favorito, por ejemplo.
Una parte de mi cerebro, la parte racional, instruida, mi yo lógico, grita: «¡Azul! ¡Di azul!». Pero la otra cabalga desbocada por las ondas del sonido, elevándose entre el ruido creciente.
-Gris -suelto.
-¿Gris? -repite farfullando el evaluador 4.
El corazón me está bajando en espiral hacia el estómago. Sé que lo he estropeado, que la estoy fastidiando; prácticamente puedo ver cómo se derrumban mis calificaciones. Pero es demasiado tarde: estoy acabada. El rugido que siento en los oídos se hace cada vez más fuerte, es una estampida que me impide pensar. Rápidamente, tartamudeo una explicación.
-Bueno, no es gris exactamente. Es el color del cielo justo antes de la salida del sol; ese color pálido indefinido... No es realmente gris, sino una especie..., una especie de blanco, y siempre me ha gustado porque lo relaciono con la esperanza de que suceda algo bueno.
Pero ya no me escuchan. Están mirando detrás de mí, con la cabeza ladeada y expresión confundida, como intentando discriminar las palabras conocidas de un idioma extranjero.
Y entonces, de repente, se elevan el rugido y los gritos y me doy cuenta de que durante todo este rato no eran imaginaciones mías. La gente grita de verdad y se oye algo que se atropella, retumba y golpea, como si mil pies se movieran a la vez. Hay un tercer sonido, también, que se distingue por debajo de los otros dos, un bramido sin palabras que no parece humano.
En mi confusión, todo parece inconexo, igual que en los sueños. El evaluador 1 se incorpora a medias en su silla.
-Pero... ¿qué diablos...?
En ese momento, Gafas interviene:
-Siéntate, Helen. Voy a ver qué pasa.
En ese instante, la puerta se abre de par en par y entra con gran estrépito en el laboratorio un torbellino borroso de vacas, vacas de verdad, reales y vivas, que sudan y mugen.
«Definitivamente, es una estampida», pienso, y por un raro instante me siento orgullosa de mí misma por haber sido capaz de identificar el ruido.
Luego me doy cuenta de que estoy siendo embestida por una manada de animales muy pesados y muy asustados, que están a punto de derribarme y pisotearme.
Me lanzo hacia la esquina y me agazapo tras la mesa de operaciones, totalmente protegida de la masa de animales aterrorizados. Saco la cabeza apenas lo suficiente para ver lo que pasa. En este momento, los evaluadores se suben a la mesa de un salto, mientras un muro de vacas marrones y moteadas se mueve en torno a ellos. El evaluador 1 grita a todo pulmón y Gafas, aferrado a ella, chilla:
-¡Calma, calma! -a pesar de que la agarra como si fuera una balsa salvavidas y él estuviera a punto de hundirse.
Algunas de las vacas tienen pelucas que les cuelgan de la cabeza, y otras van medio vestidas con camisones idénticos al que llevo yo, lo que les da un aire esperpéntico. Por un momento me parece que estoy soñando. Quizá todo este día haya sido un sueño y, cuando me despierte, descubriré que sigo en casa, en la cama, la mañana de mi evaluación. Pero enseguida noto que las vacas llevan algo escrito en los costados: NO CURA. MATA. Las palabras están escritas descuidadamente, justo encima del nítido número que identifica a estos animales como destinados al matadero.
Me sube un pequeño escalofrío por el espinazo y todo comienza a encajar. Los inválidos, la gente que vive en la Tierra Salvaje, el terreno no regulado que existe entre las ciudades y pueblos reconocidos., entran cada uno o dos años
clandestinamente en Portland y montan algún tipo de protesta. Un año vinieron por la noche y pintaron calaveras rojas en las casas de todos los científicos conocidos. Otro año consiguieron introducirse en la comisaría central, que coordina todas las patrullas y los tumos de guardia de la ciudad, y trasladaron los muebles a la azotea, máquinas de café incluidas. La verdad es que tuvo cierta gracia: era asombroso que hubieran accedido a la central, en teoría el edificio más seguro de la ciudad. La gente de la Tierra Salvaje no ve el amor como una enfermedad y considera la cura una mutilación cruel. De ahí el eslogan de las vacas.
Empiezo a comprender, las vacas están vestidas como nosotros, los evaluados; es como si fuéramos un puñado de reses.
Los animales se van calmando un poco. Ya no embisten, y han empezado a vagar por el laboratorio. El evaluador 1 tiene una tablilla en la mano, y la agita como si estuviera matando moscas mientras los animales dan topetazos contra la mesa, gimiendo, mugiendo y mordisqueando los papeles desperdigados por su superficie. Cuando una vaca se apodera de una hoja de papel y la rompe con los dientes, me doy cuenta de que son las notas de mi evaluación. Menos mal. A lo mejor se las comen todas y los evaluadores olvidan que yo iba camino del desastre. Medio oculta tras la mesa, y a salvo ya, he de admitir que todo esto tiene bastante gracia.
Es entonces cuando lo oigo. Por encima de los resoplidos, las pisadas y los gritos, percibo una risa que viene de arriba, una risa baja, breve y musical, como si alguien estuviera probando unas notas en un piano.
Hay un chico en la plataforma de observación que mira riendo el caos que se muestra a sus pies.
En cuanto alzo la vista, sus ojos se clavan en mí. Me quedo sin aire y todo se congela por un instante, como si le estuviera mirando a través de la lente de mi cámara, con el zoom a tope;
como si el mundo se detuviera en ese breve lapso de tiempo, entre la apertura y el cierre del obturador.
Su cabello es castaño dorado, como las hojas en otoño justo cuando cambian de color, y tiene los ojos ambarinos y brillantes. En cuanto le veo, sé que es uno de los responsables de lo ocurrido. Sé que viene de la Tierra Salvaje, sé que es un inválido. El miedo me atenaza el estómago y abro la boca para gritar algo, no sé exactamente qué, pero justo en ese momento él mueve la cabeza ligerísimamente en un gesto de negación y ya no puedo emitir ningún sonido. Y entonces hace algo absoluta y totalmente impensable.
Me guiña un ojo.
Por fin salta la alarma. Suena tan fuerte que tengo que taparme los oídos con las manos. Compruebo si los evaluadores lo han visto, pero siguen haciendo su número de baile sobre la mesa y, cuando alzo de nuevo la mirada, ya no está.
Entre mas pasaba el rato mas gente llegaba y a mayoria de ellos eran compañeros de clase y en ese momento llego Tamala en un auto y son de los pocos autos que quedan debido a precio de a gasolina pero ella tenia todo lo que queria; cuando Bajo salio reluciente a decir verdad una morena muy linda con dientes perfectos y cabelllo perfecto.
-Hey Stana dijo mientras se dirigia corriendo hacia mi.
-Hey hola como estas-le respondi -Bien -Dijo un poco agitada.
-Bueno chicas que esperan para irse a formar si no se hara mas grande-Dijo mi tia
-Yo no creo en estas tonterias-Dijo Tamala en voz baja-Pero calla, la tia te podria oir-Respondi.
-Jejej esta bien respondio con risa.
Despues de un rato que hablabamos nos dirigios a la fila y la verdad el sol estaba insoportable pero solo se veia entrar a muchachos y yo ya queria que fuera i turno entre mas rapido saldriera creo que mis respuestas serian mejores...
-Bueno y stana no me diras que crees en esto-claro que si por que tu no respondi- la verdad no -como que no esto es nuestra salvacion si no podriamos morir-pues eso nadie lo sabe...
-Paso el rato y ya solo quedaban unos cuantos chicos para que entraramos en aquel edificio tan grande, pero tamala me dijo algo que me dejo desconsertada, se acerco a mi y me dijo -TE AMO Y ESO NADIE PUEDE QUITARTELO- y es que que era realmente el amor nadie lo sabia solo los incurados; en ese momento le toco a tamala entrar a el edificio la verdad me sentia nerviosa.
Doblo la ropa, sujetador incluido, en un montón ordenado y me pongo el camisón. Está hecho de plástico muy transparente y, mientras me lo coloco alrededor del cuerpo y lo aseguro a la cintura con un nudo, soy muy consciente de que deja ver prácticamente todo, hasta el contorno de mi ropa interior.
«Pronto. Pronto habrá terminado».
Inspiro profundamente y paso por la puerta azul.
En el laboratorio hay aún más luz, un brillo deslumbrante. La primera impresión que se forman de mí los evaluadores debe de ser la de alguien que entrecierra los ojos, retrocede y se lleva una mano a la cara. Cuatro sombras flotan en una canoa delante de mí. Luego, mis ojos se acostumbran y la visión se define: hay cuatro evaluadores, todos sentados tras una mesa larga y baja. La sala es muy amplia y está totalmente despejada; en una esquina veo una mesa metálica de operaciones arrimada a la pared. Dos filas de luces cenitales proporcionan una claridad intensa. Me doy cuenta de lo alto que está el techo, al menos a diez metros. Siento una urgencia desesperada de cruzar los brazos sobre el pecho, de cubrirme de alguna forma. Se me seca la boca y me quedo con la mente en blanco, tan ardiente, tan vacía como los focos. No recuerdo lo que se supone que debo hacer, ni lo que debo decir.
Por suerte, uno de los evaluadores, una mujer, habla primero:
-¿Tienes los formularios?
Su voz suena cordial, pero no ayuda a aflojar el nudo que se me ha formado en el estómago y que me retuerce los intestinos.
«¡Qué horror!», pienso. «Me voy a hacer pis. Me voy a hacer pis aquí mismo». Trato de imaginarme lo que dirá Hana cuando esto haya pasado, cuando estemos dando un paseo a la luz de la tarde, con el aire pesado por el olor a sal y a pavimento recalentado por el sol. «Vaya pérdida de tiempo», comentará. «Todos allí sentados mirándome como cuatro ranas en un tronco».
-Eh... sí.
Me acerco sintiendo que el aire se ha vuelto sólido, que me ofrece resistencia. Cuando me encuentro a un metro de la mesa, les paso la tablilla con el papel a los evaluadores. Hay tres hombres y una mujer, pero no soy capaz de fijarme en sus rasgos demasiado tiempo. Los recorro rápidamente con la mirada y luego vuelvo atrás de nuevo, quedándome solo con una impresión vaga de varias narices, algunos ojos oscuros y el parpadeo de un par de gafas.
Mi tablilla recorre la línea de los evaluadores dando saltitos. Pego los brazos a los costados e intento parecer relajada.
Detrás de mí hay una plataforma de observación, situada a unos seis metros del suelo. Se accede a ella por una pequeña puerta roja que está más arriba de las gradas. Tiene asientos blancos obviamente destinados a estudiantes, doctores, internos y científicos en formación. Los científicos de los laboratorios no solo realizan la operación, también llevan a cabo revisiones posteriores y a menudo tratan casos difíciles de otras enfermedades.
Se me viene a la cabeza que las intervenciones deben de realizarse aquí, en esta misma sala. Para eso debe de servir la mesa de operaciones. La ansiedad comienza a apretarme de nuevo el estómago. Aunque he imaginado a menudo cómo sería estar curada, nunca he pensado de verdad en la operación en sí, la dura mesa de metal, las luces que parpadean por encima, los tubos y los cables. Y el dolor.
-¿Stana Katic?
-Sí, soy yo.
-De acuerdo. ¿Por qué no comienzas contándonos algo sobre ti misma? evaluador de las gafas se inclina hacia delante y extiende las manos sonriendo. Sus enormes dientes blancos y cuadrados me hacen pensar en azulejos de baño. El reflejo de sus gafas hace imposible verle los ojos; desearía que se las quitara-. Háblanos de lo que te gusta: tus intereses, tus aficiones, tus asignaturas favoritas...
Me lanzo con el discurso que he preparado sobre cuánto me gusta la fotografía y correr y pasar tiempo con mis amigas, pero no estoy centrada. Veo que los evaluadores asienten frente a mí y que las sonrisas comienzan a distenderles el rostro mientras toman notas. Supongo que lo estoy haciendo bien, pero ni siquiera puedo oír las palabras que salen de mi boca. Sigo obsesionada con la mesa de operaciones y no hago más que mirarla con el rabillo del ojo, viendo cómo brilla y parpadea a la luz como el filo de una cuchilla.
Y de repente pienso en mi madre. Mi madre siguió incurada a pesar de sus tres operaciones y la enfermedad se fue apoderando de ella, le fue royendo las entrañas e hizo que sus ojos se volvieran huecos y sus mejillas palidecieran. La enfermedad le robó el control y se la fue llevando, centímetro a centímetro, hasta el borde de un acantilado arenoso, hasta el aire liviano y brillante del salto al vacío.
O eso es lo que me han contado. Yo tenía seis años entonces. Solo recuerdo la presión cálida de sus dedos en mi cara por la noche y las últimas palabras que me susurró: «Te amo. Recuerda. Eso no pueden quitártelo».
Cierro los ojos rápidamente, abrumada por la idea de mi madre retorciéndose mientras una docena de científicos con batas de laboratorio la miran, garabateando impasibles en una libreta. En tres ocasiones distintas fue atada con correas a una mesa metálica, en tres ocasiones distintas un grupo de observadores la miró desde la plataforma, tomando nota de sus respuestas a medida que las agujas y luego los láseres le atravesaban la piel. Normalmente, a los pacientes se los anestesia durante la intervención y no sienten nada, pero a mi tía se le escapó una vez que durante la tercera operación de mi madre se negaron a sedarla, pensando que la anestesia podría estar interfiriendo con la respuesta de su cerebro a la cura.
-¿Quieres beber un poco de agua?
El evaluador 1, la mujer, señala una botella de agua y un vaso que están sobre la mesa. Ha notado mi alteración momentánea, pero no importa. He terminado mi declaración personal, y por la forma en que me miran los evaluadores -contentos, orgullosos, como si yo fuera una niña pequeña que ha conseguido encajar cada pieza en su agujero correspondiente-, veo que lo he hecho bien.
Me sirvo un vaso de agua y tomo algunos sorbos, agradecida por el respiro. Siento el sudor que me pica en las axilas, en el cuero cabelludo y en la base del cuello, y rezo para que no lo noten. Intento mantener la vista fija en los evaluadores, pero ahí está en mi visión periférica, sonriéndome, esa maldita mesa.
-Bueno, Stana, ahora te vamos a hacer algunas preguntas. Queremos que contestes con sinceridad. Recuerda: intentamos conocerte como persona.
«¿Cómo podrían conocerme si no?». Se me viene la pregunta a la mente antes de que pueda detenerla: «¿Como animal?». Inspiro hondo, me obligo a asentir y sonrío.
-Perfecto.
-Dinos algunos de tus libros preferidos.
-Guara, paz e interferencia, de Christopher Malley -contesto de forma automática-. Frontera, de Philippa Harolde.
-Y Romeo y Julieta, de William Shakespeare.
Los evaluadores asienten, toman notas. Romeo y Julieta es lectura obligatoria para todas las clases de Salud de primer año de Secundaria.
-¿Y por qué te gusta? -pregunta el evaluador 3.
«Da miedo». Es lo que se supone que debo decir. Es una his-toria aleccionadora, una advertencia sobre los peligros de los deliria antes de que existiese la cura. Pero parece que se me ha hinchado la garganta y me duele. No queda sitio para que salgan las palabras, se han quedado pegadas como esas semillas con pinchos que se clavan en la ropa cuando hacemos footingpor las granjas. Y en ese momento parece que puedo oír el rugido del
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océano, puedo oír su murmullo lejano, insistente, puedo imaginarlo cerrándose sobre mi madre, el agua pesada como una losa. Y me sale otra respuesta:
-Es bello.
Al momento, las cuatro caras se alzan bruscamente para mirarme, como marionetas movidas por la misma cuerda.
-¿Bello?
El evaluador 1 arruga la nariz. Se percibe una tensión gélida en el aire y me doy cuenta de que he cometido un error descomunal.
El evaluador de las gafas se inclina hacia delante.
-Ese es un término interesante. Muy interesante -esta vez, sus dientes me recuerdan a los caninos blancos y curvos de un perro-. ¿Tal vez el sufrimiento te parece bello? ¿Quizá disfrutas con la violencia?
-No, no. no es eso -estoy tratando de pensar con claridad, pero mi mente está totalmente ocupada por el rugido sin palabras del mar. A cada momento se hace más fuerte. Y, solapado, oigo débilmente el grito de mi madre, como si su aullido me llegara a través de una década-. Lo que quiero decir es que... tiene algo muy triste...
Estoy luchando, voy a la deriva, me debato, siento que en ese momento me estoy hundiendo en la luz blanca y en el rugido. Sacrificio. Quiero decir algo sobre el sacrificio, pero no me viene la palabra.
-Continuemos -el evaluador 1, que parecía tan dulce cuando me ofreció el agua, ha perdido su gesto de cordialidad. Ahora es totalmente profesional-. Dinos algo sencillo: tu color favorito, por ejemplo.
Una parte de mi cerebro, la parte racional, instruida, mi yo lógico, grita: «¡Azul! ¡Di azul!». Pero la otra cabalga desbocada por las ondas del sonido, elevándose entre el ruido creciente.
-Gris -suelto.
-¿Gris? -repite farfullando el evaluador 4.
El corazón me está bajando en espiral hacia el estómago. Sé que lo he estropeado, que la estoy fastidiando; prácticamente puedo ver cómo se derrumban mis calificaciones. Pero es demasiado tarde: estoy acabada. El rugido que siento en los oídos se hace cada vez más fuerte, es una estampida que me impide pensar. Rápidamente, tartamudeo una explicación.
-Bueno, no es gris exactamente. Es el color del cielo justo antes de la salida del sol; ese color pálido indefinido... No es realmente gris, sino una especie..., una especie de blanco, y siempre me ha gustado porque lo relaciono con la esperanza de que suceda algo bueno.
Pero ya no me escuchan. Están mirando detrás de mí, con la cabeza ladeada y expresión confundida, como intentando discriminar las palabras conocidas de un idioma extranjero.
Y entonces, de repente, se elevan el rugido y los gritos y me doy cuenta de que durante todo este rato no eran imaginaciones mías. La gente grita de verdad y se oye algo que se atropella, retumba y golpea, como si mil pies se movieran a la vez. Hay un tercer sonido, también, que se distingue por debajo de los otros dos, un bramido sin palabras que no parece humano.
En mi confusión, todo parece inconexo, igual que en los sueños. El evaluador 1 se incorpora a medias en su silla.
-Pero... ¿qué diablos...?
En ese momento, Gafas interviene:
-Siéntate, Helen. Voy a ver qué pasa.
En ese instante, la puerta se abre de par en par y entra con gran estrépito en el laboratorio un torbellino borroso de vacas, vacas de verdad, reales y vivas, que sudan y mugen.
«Definitivamente, es una estampida», pienso, y por un raro instante me siento orgullosa de mí misma por haber sido capaz de identificar el ruido.
Luego me doy cuenta de que estoy siendo embestida por una manada de animales muy pesados y muy asustados, que están a punto de derribarme y pisotearme.
Me lanzo hacia la esquina y me agazapo tras la mesa de operaciones, totalmente protegida de la masa de animales aterrorizados. Saco la cabeza apenas lo suficiente para ver lo que pasa. En este momento, los evaluadores se suben a la mesa de un salto, mientras un muro de vacas marrones y moteadas se mueve en torno a ellos. El evaluador 1 grita a todo pulmón y Gafas, aferrado a ella, chilla:
-¡Calma, calma! -a pesar de que la agarra como si fuera una balsa salvavidas y él estuviera a punto de hundirse.
Algunas de las vacas tienen pelucas que les cuelgan de la cabeza, y otras van medio vestidas con camisones idénticos al que llevo yo, lo que les da un aire esperpéntico. Por un momento me parece que estoy soñando. Quizá todo este día haya sido un sueño y, cuando me despierte, descubriré que sigo en casa, en la cama, la mañana de mi evaluación. Pero enseguida noto que las vacas llevan algo escrito en los costados: NO CURA. MATA. Las palabras están escritas descuidadamente, justo encima del nítido número que identifica a estos animales como destinados al matadero.
Me sube un pequeño escalofrío por el espinazo y todo comienza a encajar. Los inválidos, la gente que vive en la Tierra Salvaje, el terreno no regulado que existe entre las ciudades y pueblos reconocidos., entran cada uno o dos años
clandestinamente en Portland y montan algún tipo de protesta. Un año vinieron por la noche y pintaron calaveras rojas en las casas de todos los científicos conocidos. Otro año consiguieron introducirse en la comisaría central, que coordina todas las patrullas y los tumos de guardia de la ciudad, y trasladaron los muebles a la azotea, máquinas de café incluidas. La verdad es que tuvo cierta gracia: era asombroso que hubieran accedido a la central, en teoría el edificio más seguro de la ciudad. La gente de la Tierra Salvaje no ve el amor como una enfermedad y considera la cura una mutilación cruel. De ahí el eslogan de las vacas.
Empiezo a comprender, las vacas están vestidas como nosotros, los evaluados; es como si fuéramos un puñado de reses.
Los animales se van calmando un poco. Ya no embisten, y han empezado a vagar por el laboratorio. El evaluador 1 tiene una tablilla en la mano, y la agita como si estuviera matando moscas mientras los animales dan topetazos contra la mesa, gimiendo, mugiendo y mordisqueando los papeles desperdigados por su superficie. Cuando una vaca se apodera de una hoja de papel y la rompe con los dientes, me doy cuenta de que son las notas de mi evaluación. Menos mal. A lo mejor se las comen todas y los evaluadores olvidan que yo iba camino del desastre. Medio oculta tras la mesa, y a salvo ya, he de admitir que todo esto tiene bastante gracia.
Es entonces cuando lo oigo. Por encima de los resoplidos, las pisadas y los gritos, percibo una risa que viene de arriba, una risa baja, breve y musical, como si alguien estuviera probando unas notas en un piano.
Hay un chico en la plataforma de observación que mira riendo el caos que se muestra a sus pies.
En cuanto alzo la vista, sus ojos se clavan en mí. Me quedo sin aire y todo se congela por un instante, como si le estuviera mirando a través de la lente de mi cámara, con el zoom a tope;
como si el mundo se detuviera en ese breve lapso de tiempo, entre la apertura y el cierre del obturador.
Su cabello es castaño dorado, como las hojas en otoño justo cuando cambian de color, y tiene los ojos ambarinos y brillantes. En cuanto le veo, sé que es uno de los responsables de lo ocurrido. Sé que viene de la Tierra Salvaje, sé que es un inválido. El miedo me atenaza el estómago y abro la boca para gritar algo, no sé exactamente qué, pero justo en ese momento él mueve la cabeza ligerísimamente en un gesto de negación y ya no puedo emitir ningún sonido. Y entonces hace algo absoluta y totalmente impensable.
Me guiña un ojo.
Por fin salta la alarma. Suena tan fuerte que tengo que taparme los oídos con las manos. Compruebo si los evaluadores lo han visto, pero siguen haciendo su número de baile sobre la mesa y, cuando alzo de nuevo la mirada, ya no está.
johanabeckett- Ayudante de policia
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