(+18) Le château (Traicionada)

-Rick… -gemí en su boca, mientras que él luchaba por desabrochar los botones de mi camisa. Impaciente aparté sus manos y me la quité yo misma, rompiéndola. Me miró con una sensual sonrisa y se lanzó a atacar mis pechos.
-Llámame Castle –murmuró.
-Castle… ah… mi Castle…
-Sí… tuyo… -respondió besando mi cuello, su mano bajando con decisión.
-Promételo –le pedí, ahogando un jadeo cuando me mordió.
-Tuyo, Kate. Siempre

Abrí los ojos de golpe, aturdida. Miré a mi alrededor, él no estaba allí, estaba sola en la cama de aquella suite, pero en mi piel sentía sus manos y sus besos y en el ambiente, esa fragancia que sólo el sexo entre dos amantes deja. Me incorporé, temblorosa y me desnudé, estaba empapada de sudor, el camisón se pegaba a mi piel. Me acaricié el cuello, en el mismo lugar donde una vez, hacía ya muchos años, me había prometido que sería mío para siempre. Alargué la mano para coger el despertador, aún era temprano, fuera no había amanecido, temía la hora en que saliera el sol y tuviera que salir fuera, dejar la seguridad que el hotel me ofrecía, la calma que perdería cuando fuese a aquel restaurante y lo viera. Encendí la luz, y me puse en pie. Fui hacia el mueble bar, ignoré la generosa variedad de bebidas espirituosas que se me ofrecía y cogí una botella de agua, pero ni el frescor del agua pudo aliviarme.

La suite tenía un gran terraza, con preciosas vistas de la ciudad. Me puse de nuevo el camisón, abrí la puerta y salí. Me apoyé en la barandilla, conteniendo un escalofrío cuando el aire helado del invierno parisino me golpeó. Estuve ahí quieta durante unos minutos, apenas lo suficiente para que el frío despertara mis sentidos y me sacará de aquel aturdimiento. Entré de nuevo en la habitación y me metí en la cama de nuevo, tapándome con las mantas, que ya no olían a él. ¿Cómo iban a oler a él si nunca había estado allí? ¿Cómo podía ser que después de diez años no hubiera olvidado su fragancia? Quizás porque durante mucho tiempo esa colonia te tenía hipnotizada, me respondí a mí misma. Cerré los ojos, intentando olvidar aquellos pensamientos, deseando volver a dormir, pero sabía muy bien que eso no sucedería. Agotada de luchar contra mí misma cogí el móvil, necesitaba hablar con Tom. Saber que todo estaba bien, que en cuanto escuchase la voz de mi marido dejaría de preocuparme por Richard Castle.

-¿Hola?
-Hola cariño –sonreí, agradeciendo mentalmente que no pudiera ver mi crispación en el rostro.
-¡Kate!, ¿estás bien? –me preguntó sorprendido.
-Sí, claro, ¿Por qué no iba a estarlo?
-Hablamos hace unas horas… y allí deben de ser… ¿las cuatro de la mañana? ¿no deberías estar durmiendo?
-Bueno, no podía dormir. Sólo… necesitaba oír tu voz –murmuré.
-Te noto rara, ¿seguro que va todo bien?
-Sí, tranquilo, me gustaría estar allí con vosotros, nada más –le mentí.
-A mí también, Laura te echa de menos y no ha pasado ni un día.
-Yo también os echo de menos –dije, sintiéndome culpable y no sólo por no estar allí.
-Sólo será una semana –me consoló. Reprimí un sollozo, enseguida volvió a hablarme, asustado -.Kate, ¿Kate de verdad estás bien?
-Sí… -dije, obligándome a disimular -… estoy cansada Tom, te llamaré mañana.
-De acuerdo. Te quiero.
-Hasta mañana –colgué y solté el móvil. Mientras que hablaba con él había sentido la imperiosa necesidad de cortar la comunicación. Volví a acercarme al mueble bar, ahora sí que necesitaba una copa.



Unos golpes en la puerta de la suite me despertaron. Me removí, en la cama, ignorándolos, pero se hicieron más insistentes. En ese momento sonó mi despertador, las siete de la mañana. Me levanté, sintiéndome muy cansada y me puse la bata. Volvieron a llamar, fui a abrir con el ceño fruncido, no eran horas para molestar, gruñí.

-Buenos días señora, servicio de habitaciones, le traigo su desayuno –miré extrañada al hombre que entró en la habitación con un carrito. Dejó una bandeja y luego me sonrió. Negué con la cabeza.
-Ha habido una equivocación, no he pedido nada –dije.
-Está todo pagado, señora. El señor Castle nos pidió que le trajéramos el desayuno cada día. Espero que sea de su gusto, si desea cualquier otra cosa, dígalo –respondió. Se marchó sin dejarme tiempo para contestar, cerrando la puerta con suavidad.

Bufé, todavía incrédula. Richard se estaba pasando. Había reservado una suite en uno de los mejores hoteles de París y no sólo eso, también se ocupaba de los gastos del servicio de habitaciones. Pondría fin a aquello cuando lo viera esa mañana, pasaba con que me pagase la habitación, pero no le iba a permitir que cubriera también los otros gastos. No me gustaba nada esa actitud, no era propia del Richard que yo había conocido, este parecía prepotente… miré indecisa la bandeja que estaba sobre una mesita de café, situada junto a unos sofás de piel. Me senté, aún molesta y observé el contenido de la bandeja. Croissants tostados con mantequilla, zumo natural y café y no un café cualquiera, mi café, sin azúcar y con dos de vainilla, eso no era cosa del hotel… sin darme cuenta me llevé la taza a las manos y me sentí reconfortada de nuevo. Se acordaba, después de tantos años se acordaba de cómo me gustaba el café.

-No sé cómo puedes beberte eso –comentó –está asquerosamente dulce.
-Está delicioso -repliqué.
-Deberías probar el café sólo, es cómo mejor sabe, sin adornos, café y nada más.
-¿Qué tiene de malo el café con vainilla?
-No sabe a café, sabe a…
-¿Vainilla? –pregunté, divertida.
-Exacto. El café tiene que saber a café y no sólo eso, tiene que oler a café, sentir ese único aroma que desprende la taza antes de beberlo.
-Pues a mí me gusta que huela y sepa a vainilla.
-¿Y tú quieres ser crítica gastronómica? –se burló.
-Seré crítica gastronómica, la mejor.
-¿Ofendiendo así al café?, lo dudo –le di un manotazo, ofendida y me aparté de él mientras que me bebía mi asquerosamente dulce café. Sonreí cuando me abrazó desde atrás, dándome un beso en el pelo –no te enfades...
-Eres idiota –le dije.
-Pero me quieres.
-Sí… tengo mal gusto…
-Como con el café –repuso, haciéndonos reír a los dos.

Cogí un croissant y lo mordí, estaba delicioso, aún caliente. Luego tomé mi café y con una sonrisa en la boca lo bebí a pequeños sorbos. –Gracias Rick… -murmuré.

Tras darme una ducha me acerqué al armario envuelta en un suave albornoz que llevaba las iniciales del hotel. Me mordí el labio, nerviosa, preguntándome que ponerme. No había llevado demasiada ropa, sólo la necesaria para ir al restaurante y pasear por París y algo cómodo para estar en el hotel. Nada de ropa sexy diseñada para atraer la mirada de algún hombre, no creía que fuera a necesitarla. Me reprendí a mí misma, no la necesitas Kate, el único hombre al que tienes que atraer está en Nueva York. Cogí un vestido muy sencillo, morado y lo combiné con unas botas de tacón. Me vestí y me miré al espejo, que me devolvió mi rostro enfadado.

-Basta –me dije golpeando me la frente –hazte a la idea de que esto es sólo una crítica más, Rick es el pasado, tú quieres a tu marido y nada va a cambiar eso. En cuanto acabe esta semana te reirás de todo esto.

El hotel estaba en la zona más lujosa de París, a pocos minutos del Le châteu. Cuando puse los pies en la acera noté como me faltaba el aire, lo vería, en pocos minutos, lo vería de nuevo y no en una ciudad cualquiera; aquello era París, la ciudad del amor. Y no estaba en la ciudad del amor con mi marido, el padre de mi hija, el hombre que llevaba ya ocho años haciéndome feliz, no. Estaba sola, a punto de encontrarme con mi primer amor, el que me había enseñado a amar y el que me había enseñado lo que dolía dejar de ser amada. Irónico ¿verdad?

Caminé distraída, sin permitirme admirar la belleza de la ciudad que se me presentaba. Llegué al restaurante y suspiré; ahí estaba, frente al edificio que me enfrentaría con el pasado.