Ama del universo (MINI-FIC) Capítulo final

Castle tardó unos minutos en reaccionar. La detective se marchaba, con ese. Jacinda estaba detrás de él, mirándolo con los brazos en jarras, parecía cabreada. Se acercó a él, golpeándolo en el pecho con el dedo. Se apartó el cabello rubio de la frente antes de hablarle, o más bien, gritarle.

-Mira, no sé qué coño te pasa con esa, me da igual. Yo sólo quiero jugar así que decídete, ¿subimos o no?
-No –respondió y se dio la vuelta para marcharse, ignorando las miradas de asombro de los hombres que contemplaban la escena. ¿Quién en su sano juicio diría que no a esa rubia? La azafata tragó saliva, incrédula y luego le tiró con fuerza las llaves del Ferrari a la espalda.
-Bien, vete a casa, no eres un hombre para mí.
-Eso seguro… -murmuró él antes de salir. Se apoyó en la fría pared del pasillo que separaba el local de la puerta, tapándose el rostro con las manos. Se estaba volviendo loco. Beckett, su Beckett estaba arriba, vestida de cuerdo, bellísima, salvaje y jugando con un hombre, un hombre que no era él -. ¿Por qué me haces esto? –suspiró. El escrito no podía entender como Beckett, la mujer a la que amaba, le hacía tanto daño. Primero le mentía, haciéndole creer que no había oído su declaración, dándole una muestra de lo poco que él le importaba. Ahora esto. Imaginar a ese tío con las manos sobre el precioso cuerpo de la detective era algo que no podía soportar. Tenía que hacer algo. O simplemente tenía que dejarla ir. Sería lo mejor para él y también para ella.

-Miss Aire se está volviendo loca. –Castle se sobresaltó con la voz del barman que había hablado con Beckett en la barra del local. Lo miró desconcertado, cayendo en la cuenta.
-¿Jacinda?
-No usamos nuestros nombres aquí, pero sí, la rubia que ha venido con usted. Una belleza, ¿no cree?
-Sí, desde luego.
-Pero no tanto como Lady Heat –sonrió. Castle negó, no, Jacinda era guapa, atractiva, estaba buena, pero no le llegaba a la suela de los zapatos a la detective. El escritor dudaba que hubiera alguna mujer que pudiera superar a Beckett. Ese precioso rostro, esa envidiable figura, una melena sedosa y esos increíbles ojos. Aquellos ojos le habían hipnotizado desde la primera que la vio y ahora dudaba que pudiera vivir sin ellos. Pero él estaba dolido y ella… ella simplemente no estaba. -¿Por qué no se lo dice? –Le sugirió.
-¿Decirle qué?
-Lo que siente.

Lo miró sorprendido. ¿Tan evidente era qué ese hombre al que no conocía de nada se había dado cuenta?

-Llevo muchos años aquí, he visto de todo. Parejas con ganas de juego, enamoradas, otros que sólo vienen a pasarlo bien, sumisas que sólo desean ser controladas, sumisos que quieren encontrar mujeres con las que follar... de todo. También he visto como a veces alguien viene para desahogarse, soltar toda su rabia. Lady Heat estaba dolida, usted enamorado. Creo que no hay más que decir, ¿no?
-Ella no siente lo mismo –respondió él, seguro de lo que decía.
-¿Está seguro?
-Está aquí, ¿no? Con otro.
-Usted también ha venido con otra –repuso afablemente.
-No es lo…
-No pierda el tiempo, joven créame, esa mujer lleva muchos años deseando ser amada. Si de verdad la quiere, dígaselo, no permita que el orgullo acabe con ustedes.

Se marchó dejándolo sólo, pensativo. Y entonces tomó una decisión.

-Levanta las manos –ordenó fríamente. El sumiso obedeció sin levantar la vista del suelo, tal como debía hacer, aunque eso a ella ya no le satisfacía como antes. Le gustaba que se resistieran un poco, aunque sólo fuera para darle emoción a la cosa, no se entusiasmaba con los sumisos al cien por cien, como los llamaba. Beckett cogió cinta adhesiva de una estantería y le ató las manos, dejándolas después suspendidas en el aire, sujetas por un gancho ajustable. Pulsó un botón que accionaba el gancho y lo dejó a una altura considerable. El tío era alto, pero tenía que ponerse de puntillas para que no le tirase demasiado. La detective no se preocupó, sabía que si llegaba al límite, él la pararía de inmediato. Con los nuevos y las nuevas había que tener más cuidado, estar atento, para evitar que se lastimasen. Beckett sólo había dirigido la doma de una sumisa en toda su vida. Había sido varios años atrás, cuando ella aún no era detective y la sumisa había sido una compañera de academia. No había sido fácil, la joven era demasiado orgullosa para quejarse o decir la palabra de seguridad y esto solía ser un grave problema para una dominatrix. Al final, con paciencia, compresión, cariño y sobre todo, con mano dura, la chica había aceptado sus límites y todo había ido bien, aunque Beckett se había prometido a sí misma que no volvería a iniciar a nadie, demasiada responsabilidad.

Observó a su esclavo y suspiró. Quería sacar de su cabeza la imagen del escritor con la azafata, pero no podía. No podía creerse que Castle estuviera allí, que fuera a jugar con ella. Estaba dolida, no, estaba herida y necesitaba olvidar. Pero ni siquiera en aquel lugar, donde había pasado noches interminables explorando sus límites, disfrutando u olvidando los problemas, encontraba refugio. No quería jugar con aquel hombre que tenía atado y amordazado, ella lo quería a él. Un ruido llamó su atención y la sacó de sus pensamientos. Se acercó al sumiso y le quitó la mordaza de la boca.

-Gracias, ama –murmuró.
-¿Te han puesto alguna vez una mordaza?
-No, ama.

Ella asintió, frunciendo el entrecejo, pensativa. Por lo poco que había hablado sabía que llevaba en ese mundo desde hacía dos años, pero no habían comentado nada sobre sus límites.

-Toma, bebe un poco –le ordenó con suavidad, acercándole una copa de champán a la boca. Dejó que bebiera un trago y luego apartó el cristal, tomando sus labios con decisión. Él gimió y atravesó su boca con su lengua, ansioso. La detective lo dejó profundizar un poco, pero luego se apartó, colocándose detrás de él. Tomó su corto cabello entre sus dedos y tiró, sin mucha fuerza, pero con firmeza -. ¿Te he dicho acaso que me metas la lengua?
-No, ama.
-Has sido un chico muy malo… tendré que castigarte.
-Lo siento ama –respondió él, aunque no parecía muy asustado por el castigo, más bien al contrario. Beckett se acercó a la pared donde se encontraba la estantería y observó la gran variedad de instrumentos para castigo. Se decidió por una pala azul, se volvió, dándose en la mano varias veces, mirando a su esclavo con un brillo malévolo. Dejó la pala en la cama durante unos minutos y luego volvió junto a él, bajándole los pantalones y los calzoncillos de un tirón. Dio una vuelta completa a su alrededor, admirándolo. No está nada mal, pensó. La detective no tenía pensado acostarse con nadie aquella noche, sólo quería desahogarse un poco, nada más, pero de nuevo la imagen de Castle y la rubia vino a su cabeza. Castle atado y dejando que la rubia lo azotase. Castle con la cabeza entre las piernas de la azafata. Castle esposado a la cama con la zorra cabalgando sobre él. Sacudió la cabeza, apartando las asquerosas escenas de su mente, sopesando la posibilidad de cambiar de idea. Quizás una buena noche de sexo salvaje le viniera bien para despejarse y el hombre que tenía delante parecía el indicado para tal fin.

Llevó las manos hasta las nalgas desnudas del sumiso y lo acarició, clavándole suavemente las uñas, deleitándose con su gemido. Allí no era Kate Beckett, era Lady Heat y a Lady Heat le encantaba que sus esclavos disfrutasen con ella. Se sentía poderosa. Cogió la pala y azotó el trasero al hombre un par de veces, con rapidez, sonriendo ante su grito. No era dolor ni tampoco placer, sino una perfecta mezcla de ambos. Esa deliciosa mezcla que volvía locos a todos los que formaban parte de aquel juego. Y a ella, también.

Castle miraba las puertas frotándose la barbilla, pensativo. ¿Cuál sería? Algunas estaban abiertas y las personas que estaban dentro no dudaban en enseñar sus encantos. El escritor tragó saliva al encontrarse a dos hombres en una misma habitación, uno atado a una Cruz de San Andrés y el otro con un látigo en las manos. El sumiso sacudió la cabeza, llamando la atención del amo, quien miró hacia la puerta.

-¿Quieres participar? –le preguntó. Castle negó varias veces con la cabeza y siguió andando, oyendo las risas de ambos.
-Tengo que encontrar a Beckett y largarme de aquí cuanto antes –dijo en un susurro. Un grito de intenso dolor lo sobresaltó mientras que seguía caminando, mirando las puertas. Preocupado se acercó hacia la habitación de donde venía aquel grito y no puedo evitar mirar. Un amo tomaba en brazos a su sumisa y frotaba con dulzura su trasero, besando las lágrimas que se escapaban de sus ojos. La mujer, de poco más de veinte años escondió el rostro en su pecho, avergonzada. Él siguió diciéndole palabras de consuelo y disculpas, pero se volvió un momento, advertido de la presencia del escritor. La mirada de Castle se cruzó apenas unos segundos con la del amo, pero fue suficiente para poder entenderse a la perfección. “Demasiado para ella, he sido un imbécil”; “cuídala”.

Esa chica no es mucho mayor que mi Alexis, pensó. Por un lado le horrorizaba que alguien tan joven estuviera allí, por otro… era imposible no darse de cuenta del amor que sentía aquel hombre hacia su sumisa. Este sería un buen tema para un libro…

-¡Gracias, ama Heat! -¿Ama Heat? El escritor pegó rápidamente la oreja en una de las últimas puertas. Escuchaba el sonido de un objeto, de madera quizás, chocar contra la piel desnuda de una persona. Esperó pacientemente, rogando para que ella hablara.
-¿Has aprendido la lección, esclavo? –preguntó la voz de Beckett. ¡Ahí estaba! Pero no tuvo tiempo para alegrarse, enseguida su cabeza se llenó de pensamientos poco agradables. Estaba en esa habitación, jugando con un tío, ¡y a saber lo que le estaba haciendo! Pensó en darse la vuelta y marcharse para siempre, no solo de aquel lugar, sino de la comisaría y de la vida de la detective, pero entonces otra voz, más potente, habló en su mente. ¡Primero fue Sorenson, luego Demming, después el jodido Chico de la Moto! ¡Espabila y ve a por lo que es tuyo! No lo pensó más, se miró unos segundos en el espejo que había en el pasillo, peinándose con los dedos, como solía hacer y entró, con decisión.

-¿Qué demonios… ¡Tú! –Gritó, en una mezcla de indignación y confusión.

Castle no respondió, la escena que tenía delante le había dejado aturdido. Beckett, igual de salvaje y provocativa que hacía un rato, con una pala para dar azotes en la mano, junto a un tío desnudo y atado. De pronto se sintió completamente fuera de lugar.

-¿Se puede saber qué haces aquí? –preguntó, con rabia. El escritor posó sus ojos en los de la detective y se encogió de hombros. Ella no lo quería, no lo respetaba, era imposible que sintiera algo por él y estuviera ahí, jugando con ese tío. Pero él estaba allí y aunque ya no estaba seguro de casi nada, tenía algo claro, Beckett no iba a tirarse a ese tipo.
-Me dijeron que había fiesta aquí arriba y me pasé a ver qué tal. ¿Todo bien, tío? –preguntó mirando al hombre que tenía a su lado, haciéndose el graciosillo. El sumiso miró sorprendido a Lady Heat, quien parecía dispuesta a matar a alguien.
-No hables con él –le ordenó, cabreada. Castle se encogió de hombros.
-¿Qué pasa? ¿Sólo puede hablar con su… ¿cómo se dice?, ¿ama?, ¿domina?, ¿dominatrix? –dijo con una espléndida sonrisa, aunque por dentro tenía ganas de echarse a llorar. Beckett contó mentalmente hasta diez, no quería perder la calma, pero su compañero se lo estaba poniendo muy difícil.
-Castle, vete –ordenó.
-No –contestó. Ella lo miró, incrédula.
-Castle… -advirtió, apretando el puño.
-Quiero hablar contigo y no pienso irme de aquí –dijo, con resolución -. ¿Te importa que me sirva? –Añadió, mirando al sumiso, quien no contestó –. Lo tomaré como un no –y se sirvió una copa de champán. Beckett soltó todo el aire que estaba conteniendo y fulminó al escritor con la mirada.
-Muy bien, como quieras.

Cogió un pequeño bisturí y con un movimiento rápido y preciso cortó la cinta adhesiva que ataba las muñecas del sumiso. Éste se las frotó, haciendo un gesto de alivio.
-Te lo voy a decir por última vez, vete –dijo, mirando al escritor, quien negó. Luego se volvió hacia su esclavo –. Tráeme un condón, quiero follarte.

Castle se levantó de golpe, aquellas palabras le habían dolido más que una bofetada. Ambos se miraron fijamente, avellana contra azul, hasta que él apartó la mirada, incapaz de sostenerla por más tiempo sin llorar. Beckett también sentía un nudo en la garganta, quería marcharse de allí, encerrarse en su apartamento y llorar durante horas, pero tenía su orgullo. Castle no sólo había roto aquel círculo de confianza que existía entre ambos, sino que se había dedicado a jugar con aquella rubia e ignorarla a ella, cuando más lo necesitaba. Y ahora se atrevía a venir a reclamar. El escritor por su parte pensaba prácticamente lo mismo, con la diferencia de que para él, había sido ella quien había roto el círculo de confianza al mentirle.

-Está bien Kate –dijo, rendido -. Ya veo que no te importo una mierda, ya me voy. Que te lo pases bien –se encaminó hacia la puerta, tratando de conservar la poca dignidad que le quedaba, pero la detective le cortó el pasó, furiosa. El sumiso los miró a ambos, comprendiendo quien de los tres estaba fuera de lugar en aquella habitación.

-¡Tú, fuera! –ordenó ella, sin tan siquiera mirarlo. El hombre se vistió en silencio y se marchó, cerrando la puerta suavemente. No había rencores, no se conocían y había ido allí a disfrutar, no a ayudar a olvidar el dolor de una mujer herida. Mejor sería bajar y buscar otra ama que lo dominase.
-Buena suerte amigo –le deseó antes de salir.

Castle no respondió, estaba muy concentrado en enfrentar aquellos ojos avellana que le volvían loco.
-¿Cómo te atreves a… ¡Cómo puedes ser tan cabrón! –chilló, enojada.
-¿Yo soy un cabrón? –preguntó él, sin levantar la voz.
-¿Qué me importas una mierda? ¡Me lo vas a decir tú, que te ha faltado tiempo para ir a tirarte a esa zorra!
-No la insultes –le advirtió -. Yo no he insultado a tu esclavo.
-¡No me cambies de tema! Te pedí unos minutos para hablar –le reprochó - ¡Sólo unos minutos pero tú tenías cosas mejores que hacer! ¡Y ahora vienes aquí y me… me… ¡eres un hijo de puta! –gritó, mientras que lágrimas de rabia resbalaban por su rostro. Se las limpió con el dorso de la mano, no iba a llorar y menos delante de él.
-Quizás pensé que ya era tarde –respondió él, tratando de aparentar una calma que no sentía. Por unos momentos se odió por hacer llorar a la detective, pero luego su orgullo y su rabia le recordaron que si había alguien que tenía derecho a estar cabreado, ese era él -. Has tenido muchos meses para pedirme esos minutos, ¿no crees?, desde el tiroteo, concretamente.

Beckett no contestó, sintiendo como su mundo se venía abajo. Él lo sabía. Sabía que le había mentido. Lentamente se dio la vuelta y se sentó en el borde de la cama, con el rostro entre las manos.

-¿Cómo nos hemos hecho tanto daño? –preguntó en un susurro. El escritor suspiró, acercándose a ella. Se arrodilló, apoyando las manos en sus rodillas. La detective notó aquella sutil caricia aún por encima del cuero; se estremeció ante el contacto.
-¿Por qué no me lo dijiste? –preguntó, también en voz baja. Por ahora la ira y la rabia habían dejado paso al intento de comprenderla. Necesitaba entenderla, saber por qué le había mentido, por ella y sobre todo, por su salud mental.
-No estaba preparada para afrontarlo –respondió ella, con franqueza -. Mi mundo se había puesto patas arriba y… era demasiado. Tenía que curar muchas heridas… mi psicólogo me recomendó que me diera tiempo para sanar antes de…
-¿Vas a terapia? –la interrumpió él, sorprendido. Hizo un leve asentimiento con la cabeza, mirando hacia otro lado, como si se avergonzara por ello.
-No estoy loca… o sí, no estoy segura –murmuró -. Sólo sé que necesitaba tiempo.
-Han pasado muchos meses –dijo, intentando que el tono no fuera acusatorio, pero sin conseguirlo del todo.
-Una no decide el tiempo que necesita para recuperarse –contestó -. Pero yo ya estaba bien… por eso quería hablar contigo, necesitaba decirte lo que sentía. Pero tú tenías otros planes.
-Joder –suspiró, sin apartar las manos de la rodilla de la detective -. Kate, esto acabará por volvernos locos, a los dos.
-Puede que yo ya lo esté –recordó ella, sacándole una tenue sonrisa.
-No, loca no. Un poco trastornada… pero no loca.
-Creía que era lo mismo.

Volvieron a quedarse en silencio, sin saber que decir. Se debían miles de disculpas, los dos, pero ninguno parecía dispuesto a dar el primer paso.

-Necesito saber qué era lo que querías decirme –dijo Castle al fin.
-Ya no importa –respondió ella, apartando las nuevas lágrimas que amenazaban con salir, pero el escritor insistió.
-Sí que importa, tú sabes lo que yo siento.
-Querrás decir lo que sentías.
-Mis sentimientos no han cambiado –replicó él. Beckett lo miró a los ojos, notando en ellos un brillo de seguridad que no le había visto nunca.
-¿Y Jacinda? –murmuró, dudosa. Castle suspiró.
-No significa nada, necesitaba olvidar, como tú aquí. Aunque reconocerás que lo mío es más normal –añadió, echando una ojeada a la habitación.
-Para mí esto es normal –repuso.
-¿Vienes… aquí… a menudo? –preguntó, vacilante. Beckett se encogió de hombros.
-Vengo desde los veintitrés años –Castle la miró boquiabierto -. A Will lo conocí aquí –añadió.
-¿El presumido ese del FBI era un sumiso? –Ahora sí que estaba alucinando. Ella se rio, negando.
-No, era un amo, igual que yo. Pero perdí una apuesta con él y tuve que dejar que me sometiera. No me atraía tanto como dominar, pero no estuvo mal… -al ver que el escritor no respondía, continuó -. Seguí viniendo aquí hasta que un día lo dejé para siempre. Hasta hoy.
-¿Cuándo dejaste de venir? –preguntó él, tras largos minutos de mudez.
-¿Recuerdas cuando conocimos a tu ex?
-¿Kyra?
-Esa. Tras aquel caso me di cuenta de que la dominación ya no me daba lo que necesitaba, me divertía… pero ya no era lo mismo –suspiró.
-No lo entiendo… ¿por qué dejaste de venir?
-Porque no estabas tú –respondió ella, mirándolo a los ojos.
-Kate… -susurró.
-¿Querías saber lo que siento por ti? Pues ahí lo tienes Castle. Estoy enamorada de ti, ya no me importa ni el caso de mi madre, ni los hombres... este mundo que siempre me ha parecido fascinante –dijo haciendo un gesto hacia la habitación –sólo me importas tú.

Castle no contestó, se limitó a acariciar suavemente su rostro, notando la humedad dejada por las lágrimas. Rozó uno de sus labios con el pulgar, ella le dio un corto beso. Delicadamente la tomó por la nuca, sintiendo como se le erizaba la piel y la atrajo hacia sí. Sus alientos se entremezclaron hasta cerrar la distancia entre sus labios; se besaron con ímpetu, dejando olvidada la ternura, ahora sólo había pasión. El escritor enloqueció cuando la oyó gemir en su boca y abandonó sus labios para concentrarse en el cuello. Las caricias de su amante en la espalda lo calentaban aún más, como si fueran llamas en la piel. Volvió de nuevo a reclamar su lengua, jugó con ella, lamió sus dientes, mordió sus labios. Sintió como ella se quedaba sin aire, presa de un suspiro que terminó por robarle la cordura. Apoyó su frente en la suya.

-Enséñame –murmuró. Beckett lo miró, confusa. Castle le dio un nuevo beso, más lento, antes de levantarse -. Enséñame a disfrutar de este mundo, domíname.